martes, 25 de diciembre de 2018

SUPREMACÍA


Adolf Hitler estaba convencido de pertenecer a una raza suprema. Era, por así decirlo, el apóstol de la supremacía y, lógicamente, abogaba por la desaparición de las razas inferiores. Había que buscarse un enemigo y fijó el punto de mira en los judíos, en los gitanos y en los homosexuales. Ahora puede sonarnos ridículo pero, en su momento, convenció a mucha gente con un discurso implacable que hizo desembocar a Europa en una de sus mayores tragedias.
Resulta cuando menos curiosa la capacidad de las sociedades para olvidar lo que no interesa recordar.
Iosif Stalin era en sí mismo el ser supremo. Un tipo sin complejos. Digamos que él era la encarnación de la unión soviética. El que estuviera dispuesto a dar la vida por la URSS, lo hacía también por Stalin. Este simpático georgiano se las apañó para convertir el marxismo en una cosa terrorífica. Y creó un modelo de supremacía que hoy practica a las mil maravillas un tal Kim Jong Un, que es presidente de Corea del Norte por derecho de sangre. La sangre, por ende, la vierten los demás.
Henry Ford creó un modelo de producción donde el hombre no era tan importante como la máquina. A partir de ese momento, tal vez incluso antes, el obrero es una cosa fungible que sirve a los intereses del capital. El capital tiene nombres y apellidos, pero son unos cuantos y hoy no estoy para hacer listas de plutócratas.
Winston Churchill, tenía muy claro que los blancos eran muy superiores a los negros, a los indios de América y a los aborígenes. El blanco occidental, según Winston, tiene derecho a ir por ahí ocupando los terruños de otras civilizaciones -a su entender- menos evolucionadas.
El papa Urbano II, sentenció que los llamados lugares sagrados debían pertenecer al orbe cristiano. Y si había que matar a los habitantes de Jerusalén, pues se les mataba y a otra cosa. Dicho y hecho. De ahí viene la entrañable amistad entre musulmanes, judíos y cristianos.
Donald Trump, no tiene por qué discutir con nadie. Él es el dueño del mundo y, obviamente, el mundo es suyo. Lo puede hundir si le apetece, que para eso está. Eso sí, no todo el mundo puede entrar en los Estados Unidos de América, la tierra de la abundancia donde hay, más o menos, cuarenta millones de indigentes.
Tomás de Aquino, escribió que la mujer no es totalmente humana. La condición humana –según el santo varón- es cosa de hombres, y la mujer está para servir al hombre y para traer prole al mundo. Una prenda de muchacho, y además no era el único. Saulo de Tarso (San Pablo para los amigos) se le adelantó desposeyendo a la mujer de dignidad y derecho. Y este genio se inventó la base de la doctrina de la religión dominante. San Pablo declara excluidos del reino de los cielos a los impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces, o sea, prácticamente a todo el mundo. No dice nada de los pederastas; por algo será.

El supremacismo nacional – muy extendido desde la invención de la patria- se basa en el amor a lo de dentro y el desprecio a lo de fuera. Para el supremacismo serbio, en la antigua Yugoslavia sobraba todo el que no fuera serbio y cristiano, y lo que sobra se extermina. Buena parte de los abertzales consideran que el ciudadano español es un ser inferior; más que hombres semejan simios dijo Sabino Arana (entre otras perlas) de los maketos. El honorable Torra tiene muy claro que el catalán es cultural, política y genéticamente, muy superior al resto de los habitantes de la Península Ibérica. Del andaluz, dijo una vez Pujol, que no servía para pensar.
En todos estos modelos de supremacismo, la asignatura de Historia que se imparte en los colegios es un mero instrumento propagandístico, que utiliza la mentira (o la postverdad) como herramienta de dogmatización. Esta estrategia para ganar adeptos no es muy diferente al adoctrinamiento establecido en cualquier régimen totalitario.

Que sepamos, entre los seres más inteligentes que podamos constatar, tenemos a Albert Einstein, que era judío, vaya por dios, y a Maria Salomea Skłodowska que, tuvo dos premios Nobel, uno en física y otro en química y que parió, crió y educó a Irene Curie, que también fue premio Nobel de Química, aunque no le hacía ascos a la física. Si no me equivoco, las dos eran mujeres. Vamos, estoy casi seguro. A lo mejor no tenían alma, como se sentenció en el Concilio de Trento, pero se ve que inteligencia tenían más que el de Aquino y el de Tarso juntos. Lo de tener o no tener alma es algo tan etéreo...
Nelson Mandela, el último gran estadista de la historia era, curiosamente, de color negro. A despecho de Churchill, no le devolvió a los blancos ni una sola de las atrocidades que ellos cometieron con los negros de Sudáfrica. El himno de aquel país, dice Osi siquelele África, que en la lengua de Cervantes (que no era catalán pero admiraba el Tirant lo Blanc) viene a decir “Dios bendiga a África”, no solo a los negros, sino a todo el continente africano. Es un himno nacional que canta a todo un continente.

No eran arios; Franz Kafka, Gustav Mahler, Lou Andreas Salomé, Mark Twain, Leonard Bernstein, Amin Maalouf, Naguib Mafouz.
No eran blancos: Alejandro Dumas, Pushkin, Toni Morrison, Nelson Mandela (ya lo cité antes, lo sé), Dereck Walcott, Wole Soyinca.
No eran heterosexuales; Rimbaud, Lorca, Nureyev, Thomas Mann, Marguerite Yourcenar, Gloria Fuertes, Freddie Mercury, Tchaikovsky, Gertrude Stein, Virginia Woolf, Oscar Wilde, Sviatoslav Richter, Alan Turing….
Muchos de ellos lo pasaron realmente mal por ser maricas, negros, bolleras, judíos, moros, impíos, ateos o varias cosas a la vez. En su momento fueron seres anómalos para unas sociedades donde la excelencia era vista como el peor de los pecados. Alan Turing, el matemático que volvió locos a los espías nazis, y que es considerado como padre de la informática, fue premiado con la castración química y terminó suicidándose.
Su gran pecado era no pertenecer. La pertenencia implica la abolición del individuo en pos del adocenamiento. La pertenencia o la identidad ideológica, es sinónimo de muerte del yo esencial. Antes que hijos de una patria, cada uno de nosotros somos pura fascinación por la vida, por el instante y por la enorme diversidad que nos conforma como personas. La pertenencia no se discute porque es una cuestión de fe, y la fe no admite razonamientos.
Otra cosa es lo que nos quieran hacer creer.

domingo, 18 de noviembre de 2018

¿QUÉ PASÓ CON EL TALENTO?


En el diario El País de 18 de noviembre de 2018, una viñeta cómica reproduce un desierto donde un hombre barbudo, cubierto de harapos, se arrastra por la arena mientras un avión despliega una pancarta que ofrece un rescate “premium” por 4,99 euros. La viñeta, no exenta de mordacidad, es -no hace falta ser un lince- un claro remedo del finísimo humor de Forges.
En la música para el ballet La Création du Monde, su autor Darius Milhaud no se cortó un pelo a la hora de plagiar varios detalles de Rapsody in Blue de George Gershwin.
En la mítica movida madrileña, así como en las décadas posteriores, muchas bandas ahora añoradas, recordaban algo más que vagamente a los Beatles, Sex Pistols, The Doors o a Dire Straits. Búmbury imita a Jim Morrison hasta en el vestir, Calamaro hace lo propio con Bob Dylan, Maná suena como Police. Se escapaban de la farsa algunos como Radio Futura o Golpes Bajos que, por aquello de unas letras demasiado intelectuales no pudieron entrar en los 40 principales. Julio Iglesias todavía sigue en situación de libertad tras perpetrar aquel célebre atentado contra la esencia del tango. Luis Cobos hacía como que dirigía una orquesta que ya era dirigida por una caja de ritmos totalmente automatizada.
A día de hoy, son muchos los cantaores que han decidido parecerse a Camarón, incluso en la mala vida que llevaba. La pléyade de íncubos y starlettes inventados en los laboratorios de O.T. o salidos de los clubes de karaoke, han hecho carrera a base de berrear unos gorgoritos tras los que se adivina la afectación de Mariah Carey. Lo que antes era hortera hoy es clásico.
El monólogo dramático, uno de los géneros más complejos del teatro, ha sido suplantado por una estirpe de humoristas de todo a 1€. La Fura dejó de cabrear los poderes fácticos y ahora se deja domesticar (complacientemente) por los nuevos mecenas y por el poderoso caballero.
Los grandes grupos editoriales promocionan y premian a profesionales de las letras que basan el éxito de sus novelas exclusivamente en las truculencias argumentales. El imberbe Joël Dicker cuenta por millones las ventas de un tramposo bodrio bautizado con el original nombre de La verdad sobre el caso Harry Quebert y que, a no mucho tardar, será transmutado en una exitosa serie para televisión. Murakami, eterno aspirante al (inefable) premio Nobel de ¿literatura? ostenta la plusmarca universal en dilatar inútilmente la llegada de los desenlaces en detrimento de una cosa llamada estilo y que es lo que diferencia a lo que caracteriza a los grandes. Merece más que nadie la atención de los guionistas televisivos.
Las novelas góticas, herederas directas de las de caballería -no menos insensatas que aquellas que trastornaron la mente de Alonso Quijano- copan los escaparates de las grandes librerías. Hubo un pequeño asomo de cervantismo que hizo algo más que cuestionar la dictadura de la trama frente a la complejidad de la creación literaria, pero se nos murió sin llegar a viejo, después de haber sobrevivido fregando platos, cuidando campings y robando libros en México D.F.
Frente al imperio de la mediocridad y a la falacia del éxito, afirmo que hay, hubo y habrá talentos olvidados que esperan el autobús en una calle oscura y desierta, después de haber arrebatado un centenar de corazones resucitando al gran Monteverdi.
El talento es hoy una rara anomalía dentro de un sistema que entroniza la mediocridad y margina la genialidad. El talento transgrede la norma y sonda mucho más allá de las percepciones primarias. El talento no anda a la caza de las subvenciones ni al amparo del poeta oficial de turno, porque antes que nada es, fue y será incómodo, impopular e incomprendido. El talento es una débil llama que se mantiene encendida en medio de toda esta oscuridad espiritual que generan los focos del circo y las luces de neón.
Quizá el desprecio por la excelencia que han mostrado durante las últimas décadas nuestros gestores en materia de educación ha parido una sociedad más preocupada por el funcionamiento de dispositivos móviles y las amistades virtuales que por la reflexión y el abrazo. Quizá este mismo desprecio por la excelencia nos ha privado de conocer a más de un genio.

miércoles, 24 de octubre de 2018

UN HOMBRE BUENO HA MUERTO



Un buen hombre ha muerto. No fue el único que perdió la vida en aquel campo de exterminio donde cayeron otras seis mil almas, hombres y mujeres.
Ninguna de aquellas personas tenía por qué haber contribuido a escribir la infamia de los vencedores, ninguno de los muertos de ambas retaguardias debería haber servido de relleno a las fosas comunes, nadie debió quedar diluido en el tiempo y el olvido.
Pero sucedió, para desesperación de aquellos que les amaron y para oprobio de un pueblo entero, que se sumió en el más vergonzante de los silencios, alentado por la callada del resto del mundo que, en un alarde de indecencia, abrió los brazos al vencedor y –como viene siendo acostumbrado- puso énfasis en los negocios que se vislumbraban en el horizonte.
Un hombre bueno, joven, culto e inocente de cualquier cargo, excepto el de pensar libremente, fue asesinado junto a otros muchos, en un lugar tristemente célebre, donde se truncaron las esperanzas de una vida mejor para la mayoría.
Salvador Vila Hernández fue ejecutado hace 83 años sin juicio previo por el delito de ser Rector de la Universidad de Granada. Después, vino el largo silencio, el miedo a la memoria, la mentira elevada a Historia, el regreso al patriarcado, el imperio de la arrogancia, el hábito de la hipocresía. Había que frenar el pugnante ascenso de la inteligencia, y así se hizo.
Ahora nos faltan corazones como el de Salvador Vila y otros miles de profesores que estaban sacando a un país de la ignorancia y colocándolo donde debería haber estado desde siempre.

miércoles, 9 de mayo de 2018

LAS PERSONAS CORRIENTES


Aaron Copland, nacido en Brooklyn en 1900 fue un músico norteamericano que, en 1942 compuso una fanfarria dedicada a los soldados que combatieron en la segunda guerra mundial y que  barrieron del mapa a esa pandilla de psicópatas que estaban devorando Europa y parte de África.
Copland decidió titular a su composición con el simbólico nombre de "Fanfare for the Common Man", quizá con la tácita idea de incluir, no solo a los que lucharon -muchos de ellos murieron- en el lejano continente para liberar a los europeos del yugo del nacionalsocialismo, sino también a los hombres y mujeres que con su trabajo incansable y silencioso, habían hecho alzarse a todo un país.
Soy plenamente consciente de que los Estados Unidos de América tienen todos los defectos de un imperio económico. Son el origen del capitalismo más despiadado, de las crisis económicas que todos hemos pagado, de las satrapías del cono sur y oriente medio, son los exportadores de la banalidad y el patriotismo más ridículo. Pero, con todos esos pecados, también parieron espíritus libertarios como el de Henry David Thoreau y su "Desobediencia Civil", o esa mosca cojonera que es Don DeLillo, autor de "Cosmópolis", o Gertrud Stein que llevó el lenguaje poético hasta cotas insospechadas, o Martin Luther King cuyo sueño va haciéndose realidad, o el genio de entre los genios Orson Welles, quien a los 26 años puso en jaque al magnate Randolf Hearst, dueño de absolutamente todo. Y le bastó con una sola película, quizá la mejor de todos los tiempos, para apartarle de sus aspiraciones políticas. ¡Ah, cómo se echa de menos otro Welles en estos aciagos días!
Pues sí, no fueron los grandes estrategas los que derrotaron a los nazis, sino todos aquellos seres humanos del montón, los que, entregando sus vidas, agotaron la munición de la Wehrmacht y las S.S. en las playas de Normandía. Fueron los hombres y mujeres de la resistencia francesa los que no dieron tregua al omnipotente ejército alemán pagando eso sí, un duro precio en su lucha por la liberación. Fueron los dos mil soldados republicanos españoles quienes, a pesar del desprecio de la república francesa por la causa de la república española, lucharon por Francia en la Novena División de Leclerc, expulsaron a los fascistas italianos de Libia. Ellos, nuestros soldados en el exilio, fueron los primeros en entrar y liberar París, el 22 de agosto de 1944. El blindado "Guadalajara", compuesto por soldados extremeños, se plantó él solito delante del Hôtel de Ville (Ayuntamiento de la capital). Los soldados españoles tomaron al asalto el Parlamento e hicieron prisionero al comandante general del ejército alemán. París, por si alguien lo duda, fue liberado por soldados españoles.
Unos hombres corrientes que liberaron París.

No eran generales ni estadistas los que liberaron París. Eran solo personas comunes. No fueron los obispos los que levantaron las catedrales sino los obreros, los canteros, los artesanos y los fieles que pagaron sus diezmos. 
Al igual que no son nuestros políticos los que han construido esta Europa que renace de sus cenizas, ni mucho menos: somos nosotros, la gente corriente que madruga cada día, que trabaja sin descanso, que educa a sus hijos, que paga sus impuestos y cumple con sus compromisos de ciudadano. Es el ser humano sin corona, sin escaño y sin investiduras el que ha hecho posible que las cosas mejoren, que tengamos algunas libertades, algunos derechos, alguna justicia, y un poco más de felicidad cada día. No es mucho a cambio de tanto, pero al menos es más de lo que nos quieren vender desde arriba. 
Para todos ellos, los que cada día libran la batalla de sus valiosísimas vidas, para los que son derrotados y se levantan de nuevo para seguir peleando, fue creada esta música. 


PD. Si esto no te hace sentir especial, es que no sientes el orgullo de ser una persona corriente. 



domingo, 21 de enero de 2018

DEUDA PENDIENTE

La eterna Medea encarnada por Kate Winslet
A estas alturas uno ya no se sorprende de las reacciones de la crítica cinematográfica cuando un director como Woody Allen se toma la libertad de bucear en el lenguaje dramático. Que la gran mayoría de los críticos de cine no van al teatro es ya una constante. Se diría incluso que algunos directores de teatro montan sus espectáculos con la aspiración de llegar a ser directores de cine.
Por eso, cuando leo las reseñas que han caído sobre la última producción de Whoody Allen no puedo evitar que se me escape una escueta carcajada de soslayo ante la falta de profundidad de nuestros temidos críticos de cine. Nada saben del teatro filmado -los hay que presumen de ello- y mucho menos del drama en sí. ¿Quien podría reprochárselo?
Ninguna crítica de las que he podido leer ha tenido la ocurrencia de relacionar el filme Wonder Wheel con el eterno personaje de Medea. Porque lo que encarna Kate Winslet -yo diría que de manera magistral- es, ni más ni menos, que la inmortal tragedia de la mujer madura que ve cómo el hombre al que ama se decanta por otras mujeres más jóvenes. Las consecuencias en todas las Medeas del teatro clásico han de ser moralmente devastadoras y Allen no elude el compromiso ético que adquiere con su personaje protagonista.
La gran culpa de Allen, a juicio de las voces críticas, es abandonar su línea cómica -como ya hizo en Match Point- y arriesgarse con una tragedia de reminiscencias clásicas. Reminiscencias que los especialistas en lenguaje cinematográfico no han sabido ver. Y sin embargo, la presencia del drama en el cine es tan antigua como el llamado séptimo arte. ¿Se pueden acaso menospreciar obras como "Un tranvía llamado deseo", o todo el trabajo Shakespeariano del gran Lawrence Olivier? Por preguntar, me pregunto si acaso no hay nada de teatro en toda la obra de Willy Wilder.
Tal vez el problema radica en que nuestra moderna sociedad ha sido devotamente instruida en unos valores donde el teatro y todas sus ramas son vetustas comeduras de coco que pasaron de moda. 
De esa manera es bastante complicado que un diletante profesional pueda entender un arte donde caben todas nuestras esencias, si nunca tuvo el menor interés en preguntarse de donde proviene algo tan insignificante como la condición humana.
La deuda que el cine tiene con el teatro es tan alta que -al menos eso espero- nunca llegará a ser saldada.