jueves, 12 de julio de 2012

UN INSTANTE DE MAGIA


Pocas veces en la vida tiene uno el privilegio de sentirse transportado fuera de sí mismo ante la contemplación de alguna forma de belleza capaz de arrebatarnos el alma y enviarnos fuera del ese lugar tan falaz al que llamamos realidad.  Lo extraordinario es extraordinario en cuanto que no sucede todos los días. Como suele suceder con la coyunda, que se va volviendo más extraordinaria a medida que pasan los lustros. Digo yo que será ese el motivo por el que los pocos instantes de plácida alienación a que tenemos acceso se nos quedan grabados durante el resto de nuestras vidas. Entonces, cuando eso sucede, más de uno ha asegurado sentirse poseído por el mismo síndrome que una vez describió Stendhal cuando se encontró completamente desubicado ante el atracón de esplendor que se dio en Florencia.

Digo esto porque hace unos días tuve la fortuna de estar en el lugar indicado y en el momento oportuno para poder ser parte del hipnótico poder de la Música. Fue el pasado 25 de junio, durante las primeras jornadas del FEX granadino, en el breve recital de flauta bansuri del maestro hindú Hariprasad Chaurasia. Describir con palabras la experiencia que unos quinientos privilegiados pudieron vivir durante la audición de las cuatro piezas del viejo flautista, sería lo más cercano a un sacrilegio. Sólo la experiencia en sí, una experiencia cercana a lo iniciático, podría acercar al escuchante a ese lugar fuera de todo lugar donde pudimos viajar –viajar es la palabra más acertada para expresar lo que sucedió en nuestras almas- los que estuvimos allí. Porque hubo momentos (no olvidemos que el ser humano es hijo del instante) en que más de uno perdió la noción de sí mismo y se dejó arrastrar por aquel embrujo hasta los remotos paisajes del Ganges, donde el agua se derrama sobre arrozales y el  perfume de las especias arrebata los sentidos, hasta el punto de confundir lo vivido con lo soñado. No era necesario haber estado nunca al sur de los Himalayas, para experimentar este hermoso e irrepetible delirio, subidos en la sensual nube de los sonidos que brotaban como fresca brisa de la sencilla flauta del viejo músico. Yo diría que fue la música de Hariprasad Chaurasia la que trajo ese céfiro del atardecer que descendía por el río Darro, suspendiendo por unos momentos la ola de calor que azotaba nuestra ciudad. Pues sucedió que, al poco de empezar el prodigioso concierto, todos los abanicos dejaron de moverse, y los perros del vecindario cesaron de ladrar. Sólo les hubiera faltado ponerse a aullar, como un coro de enamorados que entonan serenatas a la luna. Pero; ¿quién se hubiera atrevido a toser, aunque fuera levemente, cuando una estrella fugaz –demasiado fugaz, tal vez- estaba iluminando el cielo con sus remotos sonidos?

Porque aquella música sublime no había sido compuesta para ser escuchada, sino más bien para hacer sentir  emociones nunca antes experimentadas.