domingo, 23 de diciembre de 2012

ENHORABUENA

Pues sí; mi más cordial enhorabuena a los gobiernos. No a este gobierno de la nación, sino a todos los que pueblan nuestro pueblo: a los gobiernos municipales, a los gobiernos regionales y a los anteriores gobiernos. Enhorabuena, porque entre todos han conseguido arrojar un balance positivo. Por fin hay un número que ha crecido visiblemente en los últimos cuatro años. Me refiero, por supuesto, al número de mendigos que hay en las calles. Al número de seres humanos que se agolpan en los comedores sociales. Al número de criaturas que sobreviven a base de caridad. Al número de los que duermen en las puertas de los bancos. Gran labor social la de los bancos; permitir que un ser humano pernocte junto a uno de sus generosos cajeros. Enhorabuena también a los banqueros, a cuyas arcas van a parar esos milloncejos que nos recortan en sueldos, pensiones, inversiones científicas y culturales, subsidios de desempleo y otras menudencias. 
Queridos gobernantes; lo habéis conseguido, habéis logrado multiplicar por cien el número de personas que practican la mendicidad en la calle. Al fin y al cabo, para vosotros, un número es un número. Y detrás de los números no hay sentimientos, no hay anhelos, necesidades básicas, ni siquiera dignidad. Con los números se elaboran estadísticas que no significan nada para quienes sólo entienden de macroeconomía. Y la macroeconomía es la ciencia creada por y para los psicópatas. 
Os merecéis otro aumento de sueldo. Pero cuidado, es posible que vuestros hijos sufran ataques de ansiedad cuando tengan que abrir todos esos regalitos que les han tocado en gracia. 

domingo, 16 de diciembre de 2012

LA BICICLETA



Alfred Jarry en su bicicleta

“Cada vez que veo un adulto en bicicleta dejo de desesperarme por el futuro de la raza humana”
H.G.Wells

A veces –contadas veces- el editor acierta al encabezar una obra de compilación con un aforismo. En este caso, el aforismo de H.G. Wells es la guinda de ese maravilloso pastel denominado “Ubú en bicicleta”, (Ediciones Gallo Nero, 2012) dedicado a algunos de los mejores opúsculos de Alfred Jarry, padre de la patafísica, creador de Ubú Roi, y precursor de gran parte de las vanguardias literarias del siglo XX. 

La máquina de tracción humana, ese exoesqueleto que algunos reverenciamos frente a los malos humos, fue una de las pasiones que Jarry mantuvo a lo largo de su corta existencia hasta el punto de hacerla protagonista de algunas de sus creaciones literarias. Jarry es el tipo que pasea en bicicleta por París en esa fotografía que corona esta entrada, y que, por supuesto, nunca llegó a pagar. Ningún otro autor ha llegado a mimetizarse tanto con su propio personaje. No fue el único; su doctor Faustroll ha sido a su vez santo patrón de la ciencia patafísica moderna, una ciencia del absurdo que empieza a albergar más genialidades que la masonería.

Para algunos como un servidor, la bicicleta no es una máquina en sí, sino parte de un todo compuesto por el motor primario –el insustituible ser humano- y el exoesqueleto más generalizado de cuantos se puedan encontrar. Una bicicleta no genera más contaminación que la del propio aliento, sus piezas se pueden reciclar hasta el infinito, es el vehículo que pesa menos que el usuario, apenas ensucia el suelo por donde rueda, y coadyuva a liberar casi tantas endorfinas como la risa. Como decía Mario (Sancho Gracia) en la película “La bicicleta” de Sigfrid Moleón: en el coche enciendes la música; en la bicicleta, tú cantas.

Resulta bastante complicado matar a alguien atropellándolo con una bicicleta. Habría que pasar unas cuantas veces por encima de la víctima para dejarla bien muerta. Las cifras de los atropellos mortales tienen su campeón mundial: el automóvil. Uno se puede lesionar gravemente en un accidente ciclista pero, por lo general, ese tipo de accidente resulta mortal con la inestimable colaboración de un coche. La bicicleta no hace ruido. Una manifestación de tres mil ciclistas atraviesa la Gran Vía de Granada en diez minutos y no deja ni una octavilla en el suelo. 

 Si a esto le añadimos que la bici no consume combustibles fósiles, y que el que pedalea no paga el billete de autobús, llegaremos a la conclusión de que nos hallamos ante un artefacto altamente transgresor.

Será por eso que el Ayuntamiento de Granada “estudia” la posibilidad de prohibir la circulación de bicicletas por la arteria principal de la ciudad. Quizá a nuestros próceres les resulte peligroso que un elemento tan inocuo comparta espacios con otros vehículos, como de hecho lo hace en la mayor parte de las ciudades centroeuropeas donde el tráfico es más fluido por la sencilla razón de que hay menos automóviles. Cada día hay más de cien mil bicicletas en las calles de Berlín. No hablemos de Ámsterdam, Copenhague, Oxford, Barcelona, Helsinki, Praga, Estocolmo, Bruselas, Luxemburgo, Estrasburgo, Oslo, Ginebra… No sé si seguir con la lista o reconocer que nunca aspiraremos a superar un pensamiento rancio y provinciano basado únicamente en el interés económico.

El que ha tenido la suerte de enamorarse de esta bellísima máquina sin tubos de escape ni lujos innecesarios, sabrá ya que no es preciso recurrir al salto en paracaídas ni a las drogas de diseño para experimentar esa eufórica ingravidez que brota en las entrañas al deslizarse por calles, carreteras, pistas y caminos, por el simple placer de hacerlo. 

Cada día, siendo aún de noche, vuelo en mi bicicleta hacia la oficina donde intento ganarme la vida decentemente. No me importa que llueva o haga frío, que el camino se ponga cuesta arriba o que algún conductor amenace mi existencia. Supongo que ese es uno de los motivos por los cuales empiezo la mañana con una sonrisa en la cara. Suban a un autobús, métanse en un atasco a hora punta, y miren a su alrededor. Observen las caras de quienes les rodean y busquen un solo gesto de alegría. A lo mejor va ser verdad eso de que el carburador de un ciclista está en su propio corazón.

Tal vez pedalear no garantice ninguna comodidad. Es, incluso posible, que sea un ejercicio arriesgado. Siendo así convendrán conmigo que esta vida es ya de por sí lo bastante perra como para que, encima, le quitemos ese poco de emoción que le da sentido.


domingo, 9 de diciembre de 2012

EL TESORO DE OCCIDENTE



Todo aquello que se nos oculta de la mirada en los espacios que identifican la civilización es desvelado con impudicia a través de las ventanillas de los trenes. El trayecto del ferrocarril nos proporciona paisajes de todo tipo: desde la radiante belleza de las dehesas, hasta la sordidez de los suburbios. Nadie se ha ocupado de esconder esas toneladas de chatarra que se agolpan junto a las vías. Nadie limpia los arroyos de fango que discurren junto a la oruga mecánica.   Eso sería como esconder la verdad. En alguna parte habrá que apilar lo que ya no sirve.
Girones de plástico, lavadoras oxidadas, tresillos desvencijados, tubos de escape, ruedas de automóvil, fragmentos de alicatado, cascajo, ropa descolorida, teléfonos móviles, gallinas muertas, ordenadores, bolsas de la compra, bolsas de basura, minibolsas, bolsas gigantes, viejos televisores, sostenes potrosos, zapatos impares, maletas… el tesoro de una gran civilización. 
Si somos lo que producimos, mucho me temo que nuestra capacidad de generar despojos empieza a ser nuestro mayor patrimonio.

sábado, 24 de noviembre de 2012

LO CONFIESO TODO






Está bien; lo confesaré todo. Fui yo. Fui yo. Fui yo, maldita sea, el que disparó a Kennedy. Yo apuñalé a Cesar. Traicioné a Viriato. Descerebré a Lincoln. Vendí al Mesías por treinta monedas de plata. Simpaticé con los insurrectos. Escribí anatemas. Fui el bufón que hizo mofa y befa y escarnio del rey. Me declaro culpable. No negaré nada. Y de mil amores estaría dispuesto a cantar la palinodia si tuviera usted a bien sacarme su pistola de la boca.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

UTOPÍAS DE ANDAR POR CASA


Pintura de Henri Michaux

Tomás Moro, inventor de la palabreja que da título a esta quisicosa, situaba su Utopía en una república insular en la cual la propiedad privada es un crimen. De tal premisa es obligado inferir que Proudhon y Marx plagiaban al santo inglés.  
La utopía de Stephenson se ubicaba en los territorios de la aventura, con todos los peligros que pudiera llevar aparejada. Algo parecido, pero con menos riesgos y más sicoanálisis, andaba en la mente de Barrie cuando urdió el país de Nunca Jamás. Michaux* la situaba en los reinos de la absurdez; espacios, por cierto, no tan apartados de nuestra viscosa realidad. Las gentes de fe confían en hallar un paraíso eterno más allá de la tumba aunque, curiosamente, teman a la muerte como todo hijo de vecina.
Pero esta fantasía inalcanzable no sólo alude a geografías quiméricas, sino también a ese tipo de entelequias que la mente formula a modo de delirio optimista. La utopía de un idealista tendrá la etiqueta de un mundo mejor, aunque siempre estuviera supeditado a la consiguiente pregunta: ¿para quienes habría de ser mejor ese mundo?
Afortunadamente existen utopías más cercanas, por más que la proximidad potencial no sea garantía de consecución. Pero ahí están esos sueños creativos del joven artista o de las criaturas de férrea voluntad, que suelen materializarse más tarde que temprano. La obstinación mueve más montañas que la fe, aunque una vez satisfecho el deseo, la ilusión se volatiliza como si de dinero público se tratase.
Aunque no siempre sean factibles, hay utopías de andar por casa, de las que se pueden intuir a la vuelta de la esquina. A priori podrían parecer poco ambiciosas, quizá por su apariencia asequible, aunque de hecho no siempre se alcanzan. Los hay –cada día somos más- que sueñan con llegar a fin de mes, y también los que anhelan un espacio común donde el mutuo respeto se respire como el aire. Y luego está esa Arcadia que muy pocos consiguen pero casi todos ansiamos: no trabajar. ¡Oh, acojonante! 
En mi caso particular la utopía es algo tan modesto –al menos en apariencia- como la posibilidad de abrir los ojos por la mañana y ver ante mí un rostro amado que, además, sepa decirme con sinceridad esas dos palabras mágicas que tanto me gustaría escuchar.




* “Viaje a Gran Garabaña”.  Uno tiene la suerte de disponer de las apasionadas traducciones del gran Miguel Arnas.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

DESPUÉS DE LA LLUVIA


Me gusta la lluvia.

Y no es por llevar la contraria.

Será porque no le encuentro tantos inconvenientes como ventajas. Nos quejamos del calor en verano, del frío en invierno y de la lluvia cuando cae... si es que cae. Pero apenas reparamos en la inmensa fortuna que tenemos al ser parte de todos esos cambios.

La lluvia significa volver a empezar, recubrirse de esperanza o acurrucarse bajo un edredón de plumas.

Uno, que ya ha dado algún que otro paso en el otoño de su vida, no deja de asombrarse al contemplar los deslumbrantes amarillos con que se coronan algunos árboles. Un asombro que se enciende y se extingue ante todo ese esplendor que es efímero por definición.

Me fascinan los días plomizos de otoño, el olor a tierra mojada, los embotellamientos de paraguas, el chapoteo de los zapatos sobre los charcos, el tintineo de las gotas en la ventana, el consomé caliente y los gruesos calcetines de lana. 

En los días lluviosos habría que congregarse en las tabernas y brindar con vino generoso e improvisar cancioncillas incorrectas y sonreír, sonreír a diestra y siniestra, e invitar a beber –el que pueda- y abrazarse con desaliño y dejarse engatusar por alguna sonrisa de esas que vuelan por su cuenta y sin destino. 

Pues sí; deberíamos celebrar la primera lluvia de otoño como se celebraban las fiestas paganas: saliendo a campo abierto y danzando ebrios hasta empaparnos, dejando, al menos por una vez, que el agua limpia se nos cuele por las rendijas del entendimiento y nos toque muy adentro, más allá de los poros del corazón.

Después de la lluvia, uno puede respirar algo parecido al aire, e incluso es posible acercarse a las ramas de un naranjo, extender el dedo índice y recoger una gota, esa perla inerte que suele quedar suspendida en el ápice de las hojas.

Ya habrá tiempo para las cegadoras luces y los interminables atardeceres del pardo agosto. Días quedan por delante para sentarse en las terrazas y mirar y admirar anatomías ajenas. Nunca faltarán ocasiones para abanicarse un sofoco y volver a echar de menos una buena tormenta, de las que suscitan plegarias a Santa Bárbara bendita. 

Me gusta la Lluvia porque, entre otras cosas, tiene nombre de mujer.

  Y no hablemos del arco iris.

lunes, 5 de noviembre de 2012

LOS PARAISOS PERDIDOS






Yo me crié dentro de un poema. Mi infancia era tan inerte que más de una vez dormí sobre los nenúfares. Me pasaba los días y las noches soñando. Si no hubiese sido así, creo que me hubiera vuelto loco. Lo que falsamente llamamos realidad no me interesaba, incluso me parecía una tortura: yo quería asomar los ojos en el reverso de las cosas, a la vuelta de todas las esquinas, al otro lado del horizonte.


jueves, 18 de octubre de 2012

A MEDIA HASTA


Banderas y pendones a media asta. Que no se levante un mástil. Nacho Vidal ha sido detenido por su –presunta- implicación en una de tantas tramas de blanqueo de capitales.
Presunciones de inocencia aparte, pocos niegan a estas alturas que Nacho Vidal tiene su aquel. Deberíamos envidiarle por méritos y capacidades de todos conocidos, y sin embargo le admiramos. Por más que se empeñen las damas apostólicas, que un tipo corriente e incluso aparentemente agreste y montaraz haya conseguido ganarse la vida con eso que nos gusta a todos, no es moco de pavo. En un país de reprimidos profundos, que rebosa hipocresía por los cuatro puntos cardinales, hacer de la entrega un estilo de vida y, de paso, forrarse hasta el calcañar, no es pan nuestro de cada día. A esos méritos habría que añadir el dominio de varios idiomas: naturalmente el inglés –¡oh my God!- el francés y hasta el griego. A ver cuántos presidentes del gobierno pueden presumir de entenderse con sus homónimos sin necesidad de intermediarios. A excepción de Aznar, que hablaba el catalán en la intimidad, la ignorancia de la lengua del imperio es lugar común entre nuestros mandatarios. 
Otra cosa diferente es que –presuntamente- Nacho haya caído en el vulgar pecado de la codicia y -presuntamente (repito)- se haya dedicado a emitir facturas falsas con la intención de eludir impuestos. Un pecado imperdonable, proclamo, aunque a estas alturas de la historia hace ya tiempo que la codicia dejó de ser un vicio para convertirse en una de las virtudes de referencia. La –presunta- codicia de Nacho no es más que una gota en este océano de avaros, usureros y aves de rapiña, que componen la élite de eso que llamamos el mercado. Eso, por descontado, no exime a nadie, y mucho menos a los nuevos ricos, de cumplir con sus deberes de contribuyente, por más que lo de pagar impuestos esté mal visto en España. Cierto es que Nacho se ha ganado lo que tiene con el sudor de su frente y de paso ha hecho sudar a más de cuatro. Y sin embargo no deja de parecerme una vulgaridad el hecho de dejarse caer en los brazos del Mephisto de turno, por una razón tan ordinaria como el proceloso deseo de acumular más de lo que se necesita. 
No confundamos; el pecado de Onán nunca fue el placer solitario, sino más bien la avaricia. No tienen más que abrir la Biblia –si se tercia- y revisar el mito.

lunes, 15 de octubre de 2012

NOSTALGIA


Durante la semana pasada hemos tenido la oportunidad de volver a escuchar una pequeña colección de letanías que me han hecho recordar un pasado no demasiado remoto. De unos y otros, los de arriba y los de abajo, los de levante y los de poniente, volvieron a marcarse exclamaciones patrioticas, banderas al viento, por San Jorge –perdón:  Jordi- a mí la legión y Santiago y cierra las batuecas. Nada de eso estuvo mal porque, quieras que no, la visceralidad patriótica anima el cotarro más que las continuas subidas de esa prima que seguramente no es pariente carnal de nadie. Los fervores patrios darían risa si no fuera porque siempre suelen acabar a punta de bayoneta.
Así las cosas llegó el día de la raza, con sus bonitos desfiles, fusil en ristre, y novenas a la Virgen del Pilar. Pero como las vírgenes no andan solas, también hubo procesiones a la del Rosario, que fue la artífice de de la victoria de las Naves cristianas en Lepanto. No fue la osadía de don Álvaro de Bazán, ni el jalar de los pobres galeotes, lo que decidió aquella épica victoria. Tampoco tuvo nada que ver la presencia del joven Juan de Austria, que a decir verdad, no sabía ni nadar. Fue la Virgen del Rosario, palabrita de scout, la que puso en fuga al turco fiero. ¡Saaalve reina de los maaares!
Domingo de misa, carrusel deportivo y toros. Redobles de tambores. Estampitas de San Pancracio. Ruido de sables. Póngame a los pies de su señora. Banderita tu eres roja. Eminencias reverendísimas. Devociones marianas. Y sobre todo, resignación, mucha resignación.
Por cierto; creo que la ratio de manifestaciones  en Madrid, sale a seis diarias. Estos rojooooooooooos.

martes, 2 de octubre de 2012

EL JUEGO DE LOS ABALORIOS

Herman Hesse


Cada día se va haciendo más selecto el extravagante club de los que alguna vez leyeron el Ulises de James Joyce y –para colmo- dicen haber gozado con la lectura. Habría que aclarar que no es nada sintomático el sambenito de “lectura compleja” con que se ha querido etiquetar la obra de Joyce. Seguramente estemos viviendo en el momento en que más libros se venden y menos literatura se lea. No es un lamento, es lo que hay. Los mercados –aunque algún ingenuo quiera creer en lo contrario- mandan en las políticas presupuestarias de los gobiernos, y por supuesto, dictan lo que se debe colocar en los escaparates de las librerías. Frente al bombardeo mediático y el enorme peso de la mercadotecnia, el lector medio ha ido perdiendo ese inmensurable tesoro que fue la libertad de elegir. Por supuesto, siempre habrá excepciones; esas anomalías que rompen la regla imperante y que hacen de la literatura un territorio no del todo manipulable.
La discusión sobre las calidades literarias de lo que se publica en estos momentos no ha servido ni servirá de gran cosa. No es ese el tema. El tema consiste en la existencia de otro espacio aún más exclusivo que el de los lectores del Ulises, un círculo en el que resulta casi anecdótico el encuentro entre dos lectores del mismo libro, siendo dicha obra una de las cumbres de la literatura europea. Me refiero a aquellos que en algún momento de sus vidas se sumergieron en las páginas de El juego de los abalorios de Herman Hesse. Seguramente, esos que tuvieron la fortuna de acceder a la apócrifa biografía de José Knecht, el magister ludi que encarna esta metáfora a medio camino entre la utopía y la distopía que, a fin de cuentas, fue la premonición que Hermann Hesse realizó sobre un porvenir que ya es presente. En el mundo de El Juego de los abalorios, la cultura profunda e integral ha dejado de ser un bien al alcance de la mayoría para convertirse en objeto de folletín. La era del folletín ha se ha instalado en occidente, y la inteligencia se nos ha quedado en una aspiración, una quimera cada vez más alejada de los anhelos humanos. El conocimiento y el gozo espiritual han quedado marginados en una serie de reductos donde la mayoría de la humanidad mira con desprecio. El saber es un capricho para unos cuantos “pedantes”, o al menos así piensa buena parte de la crítica moderna. Así las cosas, la mirada a este mundo del folletín que Herman Hesse deposita en las páginas de El juego de los abalorios, se remite al interior de la mítica Castalia, una institución donde el conocimiento y el arte han sido sacralizados.
Penetrar en ese cosmos de Castalia, en ese territorio donde la razón recupera el sentido de la existencia, fue uno de los viajes más valiosos que haya realizado en mi vida. Tenía yo diecisiete años cuando quedé atrapado en aquel presunto ladrillo al que, día a día, encaminaba mis pasos durante los largos meses que invertí en su lectura. Han pasado treinta años y todavía me siento parte de aquella profecía.
Frente a esa obra cumbre de la literatura universal, he escuchado voces que calificaban a Hesse como un autor que diseñó un pensamiento de fácil acceso para los jóvenes lectores de mediados del siglo pasado. Es cierto que muchos de nosotros hemos crecido a la sombra de El Lobo Estepario, Sidharta, Bajo las ruedas, o Demian. Y sin embargo no es menos cierto que valorar a un autor por una parte –nada fútil, por cierto- de su obra, resulta una torpeza de dimensiones inabarcables. Juzgar la literatura de Herman Hesse sin un conocimiento profundo de la más grande de sus obras, es como creer que se conoce a Ravel por ser el autor del “Bolero”. Por el contrario, aventurarse entre las páginas de esta creación literaria de largo recorrido, acercaría al ávido lector a un conocimiento auténtico de aquel que fue el autor de cabecera de las generaciones inconformistas. 
Y todo esto ¿para qué? Pues para acabar reconociendo que en esta vida hay quien está para pasar el rato, pero también hay quien existe para vivir el instante. Ambas actitudes parecen un más de lo mismo, y sin embargo, están situadas en hemisferios opuestos, casi diría antagónicos. Uno se puede embriagar contemplando la superficie del mar, pero les aseguro que en esa posibilidad (como en la vida) es mucho más emocionante sumergirse en el abismo, más allá de lo aparente.

lunes, 24 de septiembre de 2012

EL PEOR VIOLINISTA DEL MUNDO


En la Avenida de la Desolación habitan hombres y mujeres de todos los colores, de todos los sabores, de todos los tamaños, de todos los sonidos, de todos los credos, de todos los humores. Caminan a intervalos irregulares zigzagueando sin sombra bajo el cielo plomizo de otro día perdido. Se desplazan veloces sin el menor interés en el trozo de vida que recorren. Pululan invisibles, insensibles, insignificantes, transformados en números que se diluyen en la masa.

Todo el universo habita en la Avenida de la Desolación. Nada se escapa a ese sistema de cuerpos celestes que recorren una y otra vez los mismos caminos por el bulevar. Todo lo que pasa y habita en este pedazo de hormigón tiene su cometido. Hasta los mendigos cumplen con su función.

En la avenida de la Desolación, menudean las miradas furtivas, los otoños pesimistas y los desprecios por el sentimiento ajeno.

Bajo el asfalto de la Avenida de la Desolación se pulverizan decenas de miles de cadáveres olvidados. La gente circula sobre los muertos sin historia, los muertos del silencio, los muertos de la infamia, ignorando que en otro tiempo esos huesos estuvieron dotados de conciencia, de deseo y de ansia de belleza.

Una bandera ondea al final de la avenida, empañada de sangre y vergüenza. Una bandera preside orgullosa el paseo de las chicas PeloPantene que venden su estulticia a cambio de veinte segundos de gloria.

Un batallón de cretinos derrocha la única vida que le ha sido dada frente a una pantalla que vomita inanidad.

La vanidad se baña en el trivial reflejo de los escaparates mientras se deja robar los suelos por las luces de colores que centellean a su alrededor.

Una sotana inquieta reparte almanaques que reproducen angelitos con el culo sonrosado y la mirada inexpresiva.

Una alimaña viscosa te proyecta su aliento nauseabundo en el cogote, y sientes un irrefrenable deseo de aplastar esa vida insignificante como el que pisa una cucaracha. Pero tú no haces nada; siempre acabas dejándolo estar, dejándolo pasar, dejándolo seguir con su ritual de atrocidades.

La mujer policía con el pelo recogido en una cola de caballo te cachea con unos ojos amenazantes.
En la avenida de la desolación se acunan las estridentes notas del peor violinista del mundo. El viejo de mirada desamparada toca su pobre instrumento de forma automática, arrancando graznidos de gaviota a las polvorientas cuerdas, sofocando el canto de los jilgueros con una melodía cansina. Pero de vez en cuando, tal vez por aburrimiento, el peor violinista del mundo recuerda su terruño rumano y hace llorar a esa cajita de madera que poco antes malograba con aire de desprecio. 

Pero, alto ahí, por el horizonte va surgiendo una pléyade de bicicletas que se adivinan reconstruidas con piezas ajenas. Pedalean con el aire fresco del  futuro desoyendo las voces de la cordura que les recuerdan algo que ya sabían de antemano: no está en sus manos llenar de árboles la avenida, nada pueden hacer contra los muros de la realidad. Y sin embargo nunca se detienen, nunca se rinden ante las evidencias, nunca bajan la voz aunque conozcan su impotencia.

El viento barre el polvo y agita peligrosamente las faldas. Se acerca la tormenta por encima de las montañas. Hay un silencio de motores, un aullido triste en la lejanía, y cae la primera gota de sangre sobre la acera.



jueves, 20 de septiembre de 2012

TABÚ




Otra cosa diferente es la cuestión del tabú. Los tabúes nacen generalmente de los prejuicios, de las ideas preconcebidas sobre asuntos que nada tienen de dañinos. El tabú por excelencia de la época victoriana fue indudablemente la sexualidad. Hablar de sexualidad -lo de practicarla ya es otro cantar- no ha estado bien visto hasta hace muy poco tiempo. Tan escaso tiempo hace de aquellos años de silencio, que todavía hay un cerril reparo a aceptar que el 99 % de los seres humanos practican la masturbación y el 1 % restante miente al respecto. Se puede hablar con cierta naturalidad –aunque para ello se usen ridículos eufemismos- del estreñimiento o las pérdidas de orina, y sin embargo algo tan generalizado como el autoerotismo permanece aún encerrado en el armario de lo íntimo. Curiosamente nuestra sociedad considera íntimas aquellas cosas que todo el mundo tiene o practica. Se llama ropa íntima a la lencería femenina, si bien el concepto de intimidad define aquello que incumbe únicamente al individuo.









jueves, 23 de agosto de 2012

EL MAYOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO


Nada como el circo para entretener a la plebe. Así pensaban los emperadores romanos, que elevaron el lema pan y circo a los altares de la estrategia política. Algunos filósofos griegos ya se quejaban del excesivo papel de los atletas en la vida cultural de la polis. Jenófanes de Colofón (540 a.C) fundador de la escuela de Elea –donde más tarde aparecerían filósofos como Parménides o Porrón- afirmaba algo así como que  no depende el porvenir de las polis de las piernas de los atletas, sino del buen criterio de los hombres sabios que habrán de regir su destino. Tal y como andan las cosas, parece que estamos en manos de los primeros, ya que no hay el menor rastro de los segundos. Los hombres sabios han de emigrar a otros países para desarrollar su trabajo, mientras aquí en las Batuecas, nos dejamos regir por una larga saga de ineptos, eso sí, muy bien remunerados.
Pero no pasa nada, el pueblo ha vibrado con los triunfos futbolísticos, las medallas olímpicas y el eterno sueño de dilapidar lo que no tenemos en presentar de nuevo la candidatura de Madrid para los unos Juegos Olímpicos. Endeudados como estamos, nuestros periodistas no muestran rubor al afirmar que después de Rio de Janeiro, los fastos deportivos habrán de venirse a España. En esos momentos de inspiración patriótica, nuestros modernos rapsodas miran para otro lado y no ven que nos han recortado derechos consagrados para poder pagar la enorme deuda que tiene un estado que dilapida lo que no tiene, que abre aeropuertos sin vuelos, que mantiene más de cien embajadas autonómicas en el extranjero, que toma el dinero del contribuyente y lo mete en la cartera del banquero y, en fin, que ha sumido a sus clases modestas en el miedo y la desesperación.
Que el deporte es cultura, nadie lo niega. Confesaré por si acaso que me encanta practicar deporte y lo hago por puro placer. Habría que matizar que la cultura no es sólo deporte sino también una formación integral del individuo por medio del conocimiento, el criterio y el derecho a tener un espíritu capaz de gozar con el arte, la música y la literatura. Si así fuera, no tendríamos los niveles de lectura más bajos de Europa. Nuestra educación es deficiente en todo menos en deporte. Es deficiente hasta a la hora de decir buenos días, por favor y gracias. Total, como decía cierta parroquiana, ¿para qué voy a darle las gracias al panadero si ya le he pagado?
Ya no es sólo cuestión de quejarnos de nuestra clase política, de nuestra partidocracia en ciernes. Más bien deberíamos mirarnos al ombligo y reconocer que todo esto es un problema estructural donde la sociedad en su conjunto no está dando la talla. Pocos en este país cumplen con su deber como contribuyente sin haber sucumbido nunca a la tentación de escatimarle unos euros al fisco. Con el dinero de la economía sumergida se podría paliar buena parte de esta crisis. Con una sociedad mucho más ética, más solidaria y más responsable, tendríamos probablemente otra clase política que fuera fiel reflejo del pueblo, y una educación de la que sentirnos orgullosos. En esa sociedad utópica nadie se alegraría de que le recortaran el sueldo al de al lado, todos tendríamos el derecho y el deber moral de exigir cuentas a los que nos gobiernan, todos mereceríamos ser ciudadanos en lugar de súbditos.
Por lo pronto esto es lo que tenemos. Mientras tanto, nadie palidece cuando un reputado deportista abre la boca en una rueda de prensa y da una muestra de una capacidad intelectual encomiable. Nadie palidece al saber que más de una de esas criaturas termina su carrera ocupando un escaño o un cargo de vete a saber qué. 

sábado, 11 de agosto de 2012

BERNARDA ALBA (Maria Jesús Valdés, por supuesto)


Maria Jesús Valdés (Bernarda Alba)


El pasado 26 de julio de 2012, Miguel Arnas publicaba en su Blog una entrada en la que aludía una conversación mantenida junto a la casa natal de Federico García Lorca en Fuentevaqueros con Antonio Ropero y un servidor. En el citado artículo se hacía referencia al célebre texto La casa de Bernarda Alba en cuanto concernía al origen de la represión que sufrían las hijas de la protagonista. Miguel sostenía que no era la religión, sino lo atávico –concretamente el cotilleo- lo que estaba detrás de la conducta subyugante del personaje de Bernarda Alba. En resumidas cuentas, el Arnas afirmaba que la religión nacía al servicio del chismorreo, y no al contrario. Lo cual, al menos a mi modo de ver, es como ponerse a averiguar si la gallina fue antes que el huevo o viceversa.

No es mi intención –aunque él sabe que me encantaría- entrar en agrias polémicas con el Arnas en torno a la importancia de la religión en la sociedad durante los últimos nosecuántosmil años. Creo que la influencia religiosa puede seguir viéndose en los medios de masas. La injerencia de las doctrinas religiosas en los asuntos sociales es innegable. Pero ese no es el tema. El tema  primario era reflexionar sobre la importancia capital de la que es probablemente la obra teatral más influyente de nuestro pasado siglo. ¿Qué significado tiene en la vida real la tragedia de un grupo de mujeres apartadas del mundo por una madre?

Ríos de tinta han corrido sobre el asunto y no es cuestión de saturar un simple blog de citas y anécdotas ajenas. Sobre todo porque estoy convencido de que la exégesis de una obra de estas características está al alcance de cualquiera que se tome la molestia de leerla o tenga el placer de asistir a una buena representación. El espíritu de la literatura estriba en que cada lector tenga su propio juicio de lo que ha leído.
Maria Jesús Valdes (1927-2011)


 Aún recuerdo vívidamente la impresionante Bernarda que se bordó esa fuerza de la naturaleza que era Maria Jesus Valdés bajo la batuta de un Calixto Bieito todavía en estado de gracia y una extraordinaria Poncia de Julieta Serrano. Lo que yo sentí aquella noche fue de tal intensidad que todavía puedo meterme en la piel de aquellas mujeres castradas por su propia madre y subyugadas por unas normas sociales de un rigor insoportable. ¿De dónde provenía toda esa fuerza represiva, toda esa obsesión por la hipócrita honestidad? Esa es la pregunta.

La represión es síntoma de causas ulteriores. Es innegable que el qué dirán ha marcado –y seguirá marcando- el paso de todas las civilizaciones humanas. De hecho la cuestión del honor es ni más ni menos que la opinión que los demás tienen de nosotros. No es patrimonio del alma –como decía Calderón- sino del ojo ajeno. La honra no es tan metafórica como se suele pensar y, de hecho, no hace mucho tiempo podía localizarse en la entrepierna de las mujeres y en las sienes de los hombres. Otra cosa es lo del fuero interno, pero sospecho que eso pueden tenerlo hasta los psicópatas más recalcitrantes. 

Que las hijas de Bernarda Alba tuvieran la virginidad intacta era lo de menos –en eso estamos de acuerdo Miguel y yo- la cuestión es que los de afuera no albergaran la menor duda sobre el himen de las pobres muchachas. Distinto concepto es la cuestión del pecado. El pecado existe por pura necesidad de la doctrina. Si no hay pecado, la religión no tiene el menor sentido. Si no hay infierno ya no hay necesidad de creer en nada. El temor a la condenación, el temor al fuego eterno es lo que mantiene viva la llama de la fe.

El suicidio de Adela –la hija díscola de Bernarda Alba- posee dos lecturas. Por una parte ha conculcado la norma, dándose un revolcón con el elíptico Pepe el Romano, birlándole el mozo –al menos momentáneamente-  a su hermanastra mayor. Por otro lado –una vez saboreadas las mieles de la pasión- le va a resultar insufrible una vida de renuncia impuesta a la fuerza.  Pero esa fuerza no viene directamente de la sociedad o de la religión, viene de Bernarda Alba. Es Bernarda la que encierra a sus hijas, no el cura o los chismorreos. Es esa voluntad superior la que castra el deseo de unas mujeres que tienen los mismas necesidades que puede tener cualquier ser humano. Bernarda podría ser producto del cotilleo, o de la religión, o del o del patriarcado, o de todos ellos y ninguno. Porque en realidad es otra cosa, es mucho más que una idea. Es un sistema. Un sistema que empezó hace miles de años en algún desierto donde la vida era áspera y las tribus se sometían a la soberanía de un patriarca como Abraham o Jacob o Israel o Ismael. Allí, en aquel remoto desierto, se escribieron las normas que han regido la humanidad durante la mayor parte de su historia. Ni Grecia ni Roma han influido tanto en el espíritu humano como los mitos judeocristianos e islámicos. En ellos está escrita y descrita la misma norma que Bernarda Alba impone a sus hijas. La anulación del deseo es capital en las sociedades patriarcales, porque el deseo se sustenta en el uso de la libertad para llegar a realizarse y la libertad contraviene esa moral que a su vez estimula el cotilleo. Así pues, el chisme es hijo de una moral reprimida y represiva. El chisme es el brazo armado de la ley, y su función principal es apagar las llamas del deseo. Una función que, a la larga, ha resultado completamente inútil. 

Sobre el origen de unos y otros conceptos, poco o nada podríamos saber. Tal vez lo atávico y lo religioso tienen en común que son productos del miedo y la ignorancia. Los mitos morales y religiosos proceden del desconocimiento a lo que hay al otro lado. Se teme lo que se desconoce. Se odia lo que no se entiende. Puede incluso que –al igual que sucede con los velos presuntamente islámicos- ambas cosas sean la misma cosa. 

Pero la verdadera grandeza de esta cumbre lorquiana es que pasarán los años y seguiremos haciéndonos preguntas sobre la Bernarda, escribiremos ensayos y relatos sobre Pepe el Romano, y llegaremos a la conclusión de que nos entenderemos mejor cuanto más comprendamos de lo que estamos hechos. 

sábado, 28 de julio de 2012

DIGITÓMANOS



Cuando firmas un contrato de permanencia con un servidor de telefonía móvil, la compañía hace como si te regalara un magnífico celular, último modelo. Entonces, puedes echar la vista atrás, acordarte de aquel Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj de Julio Cortázar y hacer  un pequeño experimento.


Has tomado un fragmento de ese opúsculo, cambiando los sustantivos reloj  por móvil, y este sería el resultado:


Piensa en esto: cuando te regalan un móvil te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo como un bracito desesperado. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu móvil con los demás móviles. No te regalan un móvil, eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del móvil.


Lo terrible, lo más terrible, es que ellos sí lo saben.


Dejaremos que cada cual reflexione a su libre albedrío. Más que nada porque tengo el día un poco espeso. 

jueves, 12 de julio de 2012

UN INSTANTE DE MAGIA


Pocas veces en la vida tiene uno el privilegio de sentirse transportado fuera de sí mismo ante la contemplación de alguna forma de belleza capaz de arrebatarnos el alma y enviarnos fuera del ese lugar tan falaz al que llamamos realidad.  Lo extraordinario es extraordinario en cuanto que no sucede todos los días. Como suele suceder con la coyunda, que se va volviendo más extraordinaria a medida que pasan los lustros. Digo yo que será ese el motivo por el que los pocos instantes de plácida alienación a que tenemos acceso se nos quedan grabados durante el resto de nuestras vidas. Entonces, cuando eso sucede, más de uno ha asegurado sentirse poseído por el mismo síndrome que una vez describió Stendhal cuando se encontró completamente desubicado ante el atracón de esplendor que se dio en Florencia.

Digo esto porque hace unos días tuve la fortuna de estar en el lugar indicado y en el momento oportuno para poder ser parte del hipnótico poder de la Música. Fue el pasado 25 de junio, durante las primeras jornadas del FEX granadino, en el breve recital de flauta bansuri del maestro hindú Hariprasad Chaurasia. Describir con palabras la experiencia que unos quinientos privilegiados pudieron vivir durante la audición de las cuatro piezas del viejo flautista, sería lo más cercano a un sacrilegio. Sólo la experiencia en sí, una experiencia cercana a lo iniciático, podría acercar al escuchante a ese lugar fuera de todo lugar donde pudimos viajar –viajar es la palabra más acertada para expresar lo que sucedió en nuestras almas- los que estuvimos allí. Porque hubo momentos (no olvidemos que el ser humano es hijo del instante) en que más de uno perdió la noción de sí mismo y se dejó arrastrar por aquel embrujo hasta los remotos paisajes del Ganges, donde el agua se derrama sobre arrozales y el  perfume de las especias arrebata los sentidos, hasta el punto de confundir lo vivido con lo soñado. No era necesario haber estado nunca al sur de los Himalayas, para experimentar este hermoso e irrepetible delirio, subidos en la sensual nube de los sonidos que brotaban como fresca brisa de la sencilla flauta del viejo músico. Yo diría que fue la música de Hariprasad Chaurasia la que trajo ese céfiro del atardecer que descendía por el río Darro, suspendiendo por unos momentos la ola de calor que azotaba nuestra ciudad. Pues sucedió que, al poco de empezar el prodigioso concierto, todos los abanicos dejaron de moverse, y los perros del vecindario cesaron de ladrar. Sólo les hubiera faltado ponerse a aullar, como un coro de enamorados que entonan serenatas a la luna. Pero; ¿quién se hubiera atrevido a toser, aunque fuera levemente, cuando una estrella fugaz –demasiado fugaz, tal vez- estaba iluminando el cielo con sus remotos sonidos?

Porque aquella música sublime no había sido compuesta para ser escuchada, sino más bien para hacer sentir  emociones nunca antes experimentadas.

jueves, 21 de junio de 2012

PALABRAS MAYORES


Entre las muchas cosas que comparto con el Arnas –aparte del mal ejemplo que damos a las generaciones venideras- está lo de esa envidia (insana por supuesto) que experimentamos al embriagarnos con la filigrana con que Ángel Olgoso borda sus relatos. Supongo que a ambos nos da la sensación de que el muy camastrón no hace otra cosa en la vida aparte de tramar esas genealogías reconcentradas de sus cuentos, puliendo milimétricamente cada frase hasta alcanzar el ansiado diamante donde no falta ni sobra una sola molécula. Le envidiamos, sí, para qué vamos a engañarnos. Deberíamos detestarlo –que es lo que harían los buenos posmodernos- pero resulta que te pones a hablar con él y acabas comprendiendo que, aparte de regalarte una de esas conversaciones tan breves como exquisitas que suelen ocurrir una vez cada centuria, se revela completamente desposeído de todo afán de trascendencia; vamos, que se ha librado del pecado original que azota a este gremio, como la Virgen María se libró de las acechanzas del Maligno. Aludirá sin duda a su enconada timidez como un recurso vital, una forma de esquivar las tribulaciones que a todos nos depara la otredad. En algún momento de su vida, no sé cuándo, empezó a bromear sobre esa cualidad tan suya de ocultarse en su cubil imaginario y liberar la necesidad de compartir sus universos interiores por medio de las palabras escritas. Personalmente creo que ese talante nada tiene de pernicioso –él diría que más bien patológico- y que, muy al contrario, constituye una cualidad digna de panegírico. En estos tiempos dominados por el influjo de una pléyade diletante que recurre al espectáculo con redoble de tambor para conseguir el inane galardón de la notoriedad, la actitud de un escritor puro, plegado sobre los engranajes de una tortuosa máquina de languidecer me parece tan excepcional como las leyes de esa patafísica en la que Olgoso da rienda suelta al irrefrenable deseo de centrifugar que sacude a una materia gris incapaz de desconectarse, llegando a concebir títulos donde cabe toda la biografía –una biografía anodina- de su protagonista, a modo de los trailers cinematográficos donde te resumen tan bien la película que, lógicamente, ya no necesitas verla para enterarte de lo que va.
Una personalidad compleja, siempre dispuesta a la exploración en los subsuelos del fino humor y la recreación del absurdo vital, tiene su fiel reflejo en una escritura que navega en esas aguas donde confluyen los ríos de la ironía y el sarcasmo, entre el incesante asombro y la sonrisa cómplice. Porque la literatura que practica Olgoso nada tiene que ver con un paseo dominical, ya que no ha sido concebida a modo de un fácil entretenimiento, sino más bien como una forma de vida al margen de la vida misma. Ahora bien, una vez que el avezado lector ha caído en las redes de este adorador convicto y confeso de los dédalos kafkianos y las quimeras de Kubin, será atrapado entonces por el mismo hechizo del ciclista que ha probado los frenos de disco, y comprenderá que no está uno para conformarse con palabras menores, habiéndolas, como las hay, de esas que a uno le proporcionan una digestión casi tan larga como la del Dragón de Komodo.
Los cuentos de Ángel Olgoso han sido escritos para ser leídos y digeridos con el esmero de un amanuense, y no para pasar por el inútil tobogán del esparcimiento cual ristra de chorizos. No en vano lleva siendo fiel al relato desde hace un titipuchal de años. Y eso conlleva ciertas renuncias, pero también supone el pleno conocimiento de un oficio que le ha dado la oportunidad de visitar la perfección con una asiduidad que más de cuatro –un servidor entre ellos- quisieran para sí. Una perfección que sólo puede entenderse unida a un trabajo minucioso, una entrega nada común en los tiempos que corren, de la que resulta esa paradoja por la cual un relato de cinco renglones ha podido costar cientos de horas de escritura, reescritura y pulimento.
Afirma Fernando Valls que hay relatos que podrían convertirse en poemas de haber sido dispuestos en verso. Personalmente creo que esos relatos a los que hace referencia el profesor Valls son poesía sin necesidad de alteraciones estéticas. Bajo un alarde semántico, que rebosa de colorido y musicalidad,   que va mucho más allá de los esquemas argumentales al uso, permanece oculto –o más bien contenido- un torrente de emocionalidad existencial que se enreda en el hipocampo del lector como la hélice de una embarcación que navegara entre los sargazos que parapetan el fondo marino.
Es la propia literatura la que nos pide rebasar ese espejismo de la realidad, la que nos invita a sumergirnos en los líquenes del sueño, a reconocernos hijos del instante y, por tanto, merecedores de compartir nuestros demonios locales. Lo fantástico no es mera fabulación, es el encuentro con el más allá que habita dentro del hombre por el módico precio de un sueño revelado. Lo fantástico es el propio hombre.
Esa máquina que languidece bajo las lentes del microscopio olgosiano no es ninguna criatura de otra galaxia, como bien pudiera parecer dada la querencia por lo onírico de este navegante que alza su astrolabio sobre el horizonte marino sin perder el interés por las profundidades, sino que se trata más bien de una condición sine que non para la creación literaria: la condición humana.



miércoles, 13 de junio de 2012

LA DURA REALIDAD


Devuelto al lugar de origen después de una maravillosa semana en África –Ceuta, sin ir más lejos- tiene uno que enfrentarse a esa áspera realidad del día a día. Lo cotidiano suele hacer más daño que un cantazo en la quijotera. Pero es lo que hay. Y lo que hay es caerse de la cama aún de noche y pedalear hasta la oficina. Hasta ahí, todo bien, o más o menos bien, porque a día de hoy, lo de tener un trabajo donde se labora el doble que antes por menos salario, menos derechos, y más desprecio de los de siempre, parece todo un privilegio. Alguien tendrá que pagar la enorme deuda que se han currado los gerifaltes de los bancos. Ahora incluso con el aliciente de que esa deuda habrá que solventarla con el Banco Central Europeo.
Uno vuelve a casa, sabiéndose afortunado porque un día –ya muy lejano- se dejó de copas, de amiguetes y de televisión (esto último fue de todo menos un sacrificio) y se quemó las cejas empollando leyes durante más de dos años. El privilegio se enrarecía cuando veías que el resto de los sueldos duplicaban al tuyo, que más de uno te soltaba aquello de por esa miseria no me levanto a trabajar y, aún así, seguías madrugando a comerte los papeles que nadie quería tragarse. Hubo alguno que abandonó la función pública y pasó a mejor vida.
Pues sí, tengo que decir que soy un privilegiado. Tragar papeles y desprecio me ha dado la oportunidad de hacer esto que estoy haciendo. Ya lo digo Francisco Ayala:  si quieres ser escritor, búscate un trabajo decente. Puede que lo primero siga siendo una aspiración, pero lo segundo está fuera de toda duda: mi nómina es de una transparencia que al fisco no se le escapa ni una coma. ¿Puede todo el mundo decir lo mismo? No hace falta responder a esa pregunta; como decía Berlusconi, sólo los tontos pagamos unos impuestos que, al fin y al cabo, son calderilla que irá a parar a nuestros queridos bancos.
Quejarse es inútil. Tenemos lo que tenemos porque –tal vez- nos lo hemos merecido. Pero no es eso lo que hace más duro mi regreso a la realidad. No es la constancia de que el jamón serrano –del ibérico ni me acuerdo- se acabó para mí lo que me duele. Se trata de otra cosa, otra cosa que ya no tiene marcha atrás. Lo que me priva de la alegría de estar vivo es la ausencia de un ser querido con el que viví los doce años más hermosos de mi vida. El saber que ya nunca volveré  a acariciar la cabezota de mi perro es lo que me aleja de aspirar a algún instante de plenitud. Frente a eso, frente a lo irreversible, esas tribulaciones del día a día me parecen triviales, huecas e inconsistentes.
Y sin embargo hay que seguir. Más que nada porque no queda otro remedio.



martes, 29 de mayo de 2012

FELIZ NO CUMPLEAÑOS


A los cuarenta y ocho años subí en bicicleta aquella cuesta que no fui capaz de subir a los quince. Tardaré, eso sí, otros cuarenta y ocho años en recuperarme. Y ese es más tiempo del que tenía pensado vivir.
A los cuarenta y ocho años asumí que nunca más dormiría solo, y que todas las noches me acostaría con Sherezade; la que me adormece con esos cuentos que siempre empiezan con la misma frase: He llegado a saber, oh príncipe de los incrédulos, que hace mucho tiempo…
A los cuarenta y ocho años recordé por enésima vez que eso de madurar no es siempre para bien, y que nunca es tarde para hacerse más idiota. De hecho, uno siempre está a tiempo de hacer idioteces que antes creía impensables.
A los cuarenta y ocho años tuve que aceptar que nada dura tanto tiempo como para creer en algo eterno.
Hoy cumplo cuarenta y ocho años. No me siento especial. Ni más ni menos que otro día cualquiera. Tal vez deberíamos celebrar más esos días cualquiera. Tal vez deberíamos celebrar más el no cumpleaños.

martes, 22 de mayo de 2012

DESIERTOS INTERIORES


Miguel Ángel Contreras

Los lugares más habitados poseen esa distorsión que incumbe al punto de vista del que los vive, pero también están sometidos a la misma tiranía que los desiertos. Subes al metro en hora punta y te embarga una sensación de soledad que nada tiene que ver con lo que te rodea. Por ese motivo, habría que distinguir entre los desiertos de arena y los de asfalto. Incluso (y sobre todo) hay desiertos interiores; vacíos de ser y estar, que se nos han colado dentro como esa fina arena de las dunas que invade el verdor de los jarales.
Son desiertos del alma, oquedades emocionales que sólo se deberían describir por medio de la metáfora y la música que moran en un poema. Antes de ser desierto, el paisaje vacío habita en nuestro interior como uno de esos nubarrones que ocultan el azul del cielo hasta el punto de hacernos creer que es de color plomizo.
Esos paisajes han sido desmenuzados por la precisión de la poesía de Miguel Ángel Contreras, con esa voz suya capaz de mimetizar el pensamiento más complejo por medio de una aparente simplicidad que envuelve las palabras y las balancea a ritmo de vals.
En ese sentido, sería aconsejable iniciar la lectura de este poemario “LIBRO DE PRECISIONES” prestando una especial atención al magnífico proemio en el que el autor traza un mapa esencial para adentrarse en una escritura que rehuye lo evidente con el  claro objetivo de exponer de forma oblicua una intimidad latente y vulnerable. 
Contreras, como buen coleccionista de emociones escritas y descritas, sabe manejar las apariencias, hasta el punto de hacer que el lector se coma una amarga píldora envuelta en un bonito caramelo de fresa. Este desierto vivido por Miguel Angel no deja en la boca del lector un regusto ceniciento, sino que –y aquí aparece la mano del mago-, de manera subliminal, se cuela en el paladar como los vapores de un narguile de frutas, y atraviesa la retina (o el oído) evitando la aspereza de drama directo.
No es tan difícil escribir poesía -sobre todo a juzgar por esa pléyade de versificadores que pulula entre los aparadores de cualquier lugar de tertulia-, pero lo de ser poeta es otra cosa. Porque la verdadera poesía es un camino hacia el lado contrario de los laureles, es una apuesta por el fracaso en el sentido más beckettiano de la palabra. Contreras ha tomado ese camino donde (sic) La apuesta siempre es a cruz/ y juegas, sin darte cuenta,/ con monedas de dos caras.

 "Libro de precisiones"
Miguel Ángel Contreras
Bartleby Editores