sábado, 8 de mayo de 2010

DIARIOS DE CABEZADEPERRO

PROHIBIDLO TODO

No me gustaría estar en la piel de aquellos que se ganan la vida, o parte de ella, escribiendo columnas de opinión semanal. Ellos cobran, yo no. Ahora bien; yo escribo cuando lo creo oportuno, eligiendo el tema sin la menor presión, sin la urgencia de tener que buscar una nueva idea para dentro de una semana, o incluso en algunos casos, para cada día. Cuando alguien se encuentra obligado a buscar un tema sobre el que escribir tiene necesariamente que caer –más temprano que tarde- en algún que otro disparate infundado, o en la elección de asuntos totalmente anodinos, faltos de entidad y de sustancia. Pues no, no me gustaría estar en la piel de los opinadores profesionales. No siento la menor inclinación por caer en la arrogancia del contertulio que opina de todo porque, aparentemente, conoce de todo. No necesito vivir con ese sempiterno riesgo de ponerme a sacarle punta a un tema insulso, ramplón, árido o frívolo. Dispongo de un tiempo exiguo y no tengo inclinación por perderlo.
Viene esto a raíz de esa cuestión que algunos políticos quieren elevar al parlamento europeo sobre el uso del hiyab que algunas mujeres musulmanas suelen llevar con sumo orgullo, con firme convicción de que lo usan libremente. Eso es muy cuestionable, pero no es el tema. El tema es que el debate político/periodístico ha abierto dos frentes dotados ambos de sobradas razones y extrema simplicidad en los planteamientos, cuando no de pura demagogia. Tenemos por una parte a los que aluden a la libertad de expresión para defender la “causa” de estos pañuelos. Unos pañuelos muy parecidos a los que nuestras abuelas llevaban permanentemente al salir de sus casas o al entrar en las iglesias. Unos pañuelos bastante menos rígidos que las tocas que usan las monjas europeas. No hablemos de aquellas otras religiosas que viven –ellas dirán que lo hacen libremente- recluidas en un convento de clausura. Enterradas en vida, que decían los viejos no hace mucho.
La otra postura –la contraria, por supuesto- propugna la prohibición de dicho uso, en nombre de la libertad y la igualdad. Resulta curioso el recurrente empleo de la palabra libertad, junto a la palabra prohibición. Es más, desde que España se llama a sí misma “estado de derecho” se han dictado cientos y miles de normas restrictivas de actividades no acordes con la opinión de los gobernantes. Se ha prohibido tanto que empieza a parecer estrambótico cuando un cargo político –sea del partido que sea- se pone hablar de libertad. ¿De qué hablan los gobernantes cuando hablan de libertad? ¿A qué se refieren cuando pronuncian tal palabra? ¿A la posibilidad de entrar en un supermercado y elegir entre este o aquel detergente? ¿O tal vez a la imposibilidad de poder elegir entre un piso de alquiler y un chalé adosado? ¿Qué quiere decir “libertad” en la boca de un político? ¿Se puede hablar de libertad prohibiendo tal o cual uso? O tal vez sea que todo esto provenga de un enorme desfase entre el derecho a la educación y las necesidades de los individuos. Nunca he creído en la maldad intrínseca del individuo: creo firmemente en que muchos de nuestros conciudadanos han sido privados del derecho fundamental a la educación. Si toda la sociedad ha eludido el compromiso por la educación, si el estado (que somos todos) se dedica a hacer experimentos con sus tontas leyes educativas ¿cómo esperamos que actúen los individuos que no han tenido la oportunidad de adquirir una mínima autodisciplina, un mínimo amor por el saber, un ligero atisbo de esa imprescindible necesidad de ponerse en el lugar de los demás?
Y lo que es más grave. ¿Qué resultado tendrá el hecho de prohibir el uso de un pañuelo en los lugares públicos? ¿Se conseguirá algo importante prohibiendo entrar a una menor en un colegio o forzándola a eliminar la cuestión simbólica de su cabeza? ¿Tendrán los profesores la oportunidad (o la fuerza moral) de mostrarle el significado de criterio propio, libertad, inteligencia, elección, opción, duda, cuestionamiento…?
Parece mentira que, después de tantos años de historia, no hayamos aprendido que todo lo que se prohíbe despierta una reacción contraria a la intencional. La prohibición multiplica el interés por lo prohibido. En los años sesenta, era de tal entidad la lista negra de libros prohibidos por el régimen nacionalcatólico que jóvenes y viejos traficaban literalmente con libros publicados en México, Argentina, Colombia, Francia, Italia, Estados Unidos…
La conclusión es obvia. Cuanto más se habla de prohibir, más jovencitas con hiyab se ven por las calles. Es más, se pierde el tiempo hablando de estar a favor o en contra de un simple pañuelo y no se habla de lo que significa la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, no se habla seriamente de eliminar todas las discriminaciones –incluso esa imbecilidad de la llamada discriminación positiva- porque todas la ellas son negativas, nefandas, torticeras y destrozavidas. Sepan ustedes que en estos momentos, ahora mismo, hay una persona inocente en algún calabozo español por obra y gracia de la discriminación positiva.
La reacción contra la prohibición es un mecanismo tan infalible, tan lógico que deberíamos pedir a nuestros intrépidos gobernantes que prohibieran la gran literatura, que sólo se permitiera la compraventa de los grandes éxitos comerciales, los best sellers, las viejas novelas de caballería de las que Cervantes hizo mofa creando así una obra de arte. Sí: que prohíban a Musil, a Gombrowitz, a Italo Calvino, a Kafka, a Borges, a Bolaño, a Walser, a Blecher, a Ayala, a Lorca, a Shakespeare, a Primo Levi, a Nietzche, a Jean Giono, a Bukowsky, a Joyce, a Beckett, a Moliere, a Ionesco, a Jarry, a Voltaire, a Arthur Miller, a DeLillo, a Faulkner, a Mann, a Hesse, a Melville, a Novalis. Que prohíban las Mil y una noches, los Cuentos de Canterbury, la puta vieja Celestina. Que prohíban de una vez a Cervantes. ¡Que lo prohíban ya!
Entonces, los adolescentes, en lugar de ir al obligado botellón, se dedicarán a traficar con libros de la lista negra, cuya lectura estaría penada con veinte latigazos por página. Habría tal trapicheo de libros –te cambio un Goytisolo por dos Kunderas- que empezaría a activarse una economía sumergida de enorme impacto social. Aparecería un mercado negro de libros prohibidos cuyo montante económico a nivel internacional superaría las cifras del dinero generado por la industria pornográfica. El interés por lo prohibido llevaría a más de un escritor a medrar ante las oficinas del Comité Nacional por la Censura Literaria para que sus libros fueran convenientemente prohibidos.
Sí, que nos prohíban a todos. Que prohíban todo lo bueno. Que proscriban lo que sea. Esa es la solución a este profundo estado de mediocridad en que nos estamos sumiendo.
© Gärt