lunes, 26 de diciembre de 2011

EXCOMUNIÓN








Por la presente y hallándome en pleno uso de mis divinas facultades, dicto orden de excomunión contra Papá Noel por los siguientes motivos:

Fundamento Primero: Uso indebido del Don de la Ubicuidad. Practicando de manera ilegítima el reparto de regalos a millones de tiernos infantes el mismo día, durante la misma noche. Dicha facultad –la de la ubicuidad-  sólo incumbe a Nos, con las consiguientes prerrogativas a San Miguel, por aquello de las cervezas, y a la Virgen del Carmen por salir en procesión de manera múltiple y simultánea en todos los pueblos, villas y ciudades costeras.

Fundamento Segundo: Restringir las dádivas de Nochebuena a los retoños de familias ricas, burguesas, acomodadas y de clase media, dejando de lado a los pobres, modestos y hambrientos, que son la mayor parte del mundo conocido.

Fundamento Tercero: Ataviarse con los colores de la Coca-Cola. Pues el vino es invención de Nos mientras la Coca-Cola es obra del maligno. 

Fundamento Cuarto: Inocular el consumo desmedido, la acumulación de objetos innecesarios, y potenciar la banalidad como forma y estilo de vida, discriminando el uso de la imaginación y la creatividad. Moldear buenos consumidores a despecho de la auténtica personalidad.

Hago extensiva la presente excomunión a los Reyes Magos, al Corte Inglés, a las grandes superficies, a los creativos publicitarios y a la madre que los parió a todos.

Contra esta resolución cabe recurso de alzada, si bien deviene inútil dado que más allá de Nos sólo hay Nos.

A veinticinco de diciembre del año en curso.


                                                                     Fdo: Dios

miércoles, 7 de diciembre de 2011

EL PODER Y LOS LIBROS


Desde los albores de la historia –la historia comienza donde comienzan los libros- las relaciones entre el poder y los libros han tenido sus más y sus menos. Un libro puede tener la capacidad de derrocar a un mandatario, pero también puede coadyuvar a encumbrar a un líder. El viejo lema de “quítate tú pa que me ponga yo”. Ahora bien, sabemos por experiencia que los líderes suelen ser refractarios a la vasta diversidad de pensamiento que albergan los libros. Por ese motivo unos objetos tan aparentemente inofensivos han sido pasto de censura y reprobación, cuando no de las llamas. La biblioteca de Alejandría no ardió por casualidad. Fue el Patriarca –y santo- Cirilo quien decidió cuándo y de qué modo había que acabar con todo el saber que albergaban aquellos rollos de pergamino. Con tan expeditiva acción no sólo se acabó con siglos de conocimiento e historia, sino que también se consolidó una doctrina cuyo mayor empeño ha sido el acabar con el derecho a la réplica.
Los libros son peligrosos; primero porque no todas las reflexiones que en ellos se albergan tienen que ser acertadas, en segundo lugar porque nacieron con la posibilidad de cuestionar hasta lo más sagrado, y tercero, porque en algunos libros se encuentra la espoleta que suele hacer estallar la conciencia de los lectores. El contenido de un texto escrito podría servir para desarrollar en el individuo algo parecido a un criterio independiente. Y eso no excluye a ningún tipo de libros. Bien es cierto que los escritos de los filósofos griegos son el origen de nuestra idiosincrasia occidental; pero también lo es que en la inofensiva literatura se ha desplegado un campo para la reflexión poco menos que infinito. Puede incluso que en un sencillo poema aprendido en nuestra infancia hayamos adquirido el amor por la naturaleza, el horror por las guerras, el rechazo a las injusticias, el gozo de la sensualidad, la complejidad del sentimiento humano, la consciencia de la muerte... Sí: en los libros está eso que incomoda a los que manejan las riendas, y además arden mal.
Esto nos lleva a preguntarnos lo que significa la cultura para el poder. Frente al conocimiento crítico de la realidad y la evidente relatividad de los fenómenos, el poder enarbola la bandera de la cultura a su imagen y semejanza. Un presunto estado de derecho tiene el deber de proteger la cultura, incluso de incentivarla y, sin embargo, el concepto de cultura en manos del poder está indisolublemente ligado a la nostalgia, a aquel segmento del patrimonio que más se adapta a las exigencias del que gobierna. Rara vez (muy rara) una institución prestaría apoyo a una creación artística donde se pusieran en entredicho los valores del que gobierna, porque el que gobierna siempre sucumbirá a la tentación de castrar todo aquello que ponga en duda sus capacidades.
Cuando se cierran bibliotecas, se está cerrando el acceso del individuo a aquello que puede incomodar al poder: la capacidad para razonar con absoluta libertad. Se cierran bibliotecas para salvaguardar al pensamiento único. Se cierran bibliotecas con la tácita intención de configurar a un súbdito fácilmente maleable. Porque la no cultura y la cultura oficial son sinónimos de conformismo social y político. El poder no necesita que los ciudadanos cuestionen el sistema y sus maniobras, no, lo que el poder busca en sí mismo es la perpetuación de sus privilegios. Al poder le incordian los libros porque cualquier ideología que esgrima la autoridad como principio de su legitimidad es por definición contraria a la imaginación. El poder nos dice: dejadnos hacer a nosotros, mientras que hay libros que nos gritan directamente en la conciencia: ¡INDIGNAOS: os están robando el derecho y el deber de tomar decisiones!
Y luego pasa lo que pasa.

martes, 6 de diciembre de 2011

PREFERIRÍA NO HACERLO



Y todo comenzó con esa sencilla frase: “preferiría no hacerlo” (I would prefer not to) que se erige en el leitmotiv de la obra “Bartleby, el escribiente” de Herman Melville. Nace entonces la llamada Literatura Bartleby, que se desarrolla y crece con Kafka, recala en el genio Beckett (“Molloy”) y experimenta su culmen en Georges Perec. La Literatura Bartleby parte del fenómeno contrario a toda acción argumental, esto es, el no hacer como inicio de un camino hacia un nihilismo positivo. La dificultad de extraer un desarrollo argumental es el gran reto de los escritores que han afrontado este campo de la no acción como soporte para el pensamiento. Si, tal como sostiene el nihilismo existencial, la vida carece de sentido alguno, lo único que no desaparece de las posibilidades humanas es el pensamiento en sí, la observación del mundo y sus fenómenos más elementales, como nexo de unión entre el hombre y su existencia.
Georges Perec administra unas cuantas vueltas de tuerca a la estética Bartleby en su fascinante novela “Un hombre que duerme” (1967), por medio de la narración en segunda persona que parece dirigirse al personaje protagonista, pero que acaba involucrando al lector hasta el punto de hacerlo origen de la observación y el pensamiento. Un pensamiento tamizado por ese deseo –o falta de deseo- de no hacer, como único motor de la vida. El punto de partida es una situación aparentemente insignificante; el protagonista, un estudiante que ha de realizar un examen, decide no cumplir con su obligación y abandonar cualquier quehacer que suponga un esfuerzo innecesario. Desde ese mismo instante, el personaje empieza a vagar por la realidad como un simple observador, sin apenas emitir juicios elaborados y dejándose llevar por la inercia del devenir. En esas condiciones –tal vez las condiciones más complejas en las que se puede plantear un relato- Perec se las apaña para componer un sublime poema sobre la soledad. De nuevo, y en contraste con el poder seductor de sus primeras novelas como “Las cosas” (1965) y “¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado al fondo del patio?” (1966), Perec inicia una búsqueda de las posibilidades del lenguaje hacia una exégesis cuya deducción estará, obviamente, en manos del lector. “Un hombre que duerme” es algo más que un simple peldaño en el camino que lleva a “La vida, instrucciones de uso” (1978), se trata de una obra de fascinación lectora, un reto insalvable para todo lector de talento que busque su objetivo en la literatura en sí, y no como una forma de entretenimiento o como vehículo de formación. La genialidad de Perec estriba en el dominio de todos los elementos literarios, desde el concepto argumental hasta el menor artilugio narrativo, pasando por el conocimiento profundo del arte de la reflexión. En “Un hombre que duerme” el autor francés demuestra que el genio –eso que distingue a los mediocres de los que no lo son- es producto de una búsqueda exhaustiva de nuevos lenguajes, una exploración inagotable que no debe nunca conformarse con fórmulas que se reiteran una y otra vez hasta convertirse en marca de la casa. El oficio de escribir debería excluir toda posibilidad de autocomplacencia, y reconocerse como un camino infinito hacia el ideal utópico de la perfección. En esa búsqueda está el sentido del arduo oficio de hacer literatura, en los pequeños grandes logros que preceden al tesoro imaginario.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

MATADERO CINCO: ASI FUE



De vez en cuando uno vuelve a reencontrarse con autores que creía haber olvidado y que, en realidad, permanecían latentes en algún rincón de la memoria. Hace tiempo –unos cuantos años- tuve una grata experiencia con la lectura de aquella novela “El desayuno de los campeones” de un tal Kurt Vonnegut, que me dejó algo más que un buen sabor de boca. Para quien no conozca la obra de Vonnegut, habría que aclarar que no hablo de un autor alemán, sino de uno de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX. “Matadero cinco” (1969) fue tal vez su obra maestra; una novela que esconde una singular muestra de carácter bajo un apariencia sencilla. Dicen de Vonnegut que su prosa no tenía un estilo complicado; nada más lejos de la realidad. Si los continuos saltos temporales, la aparente anarquía argumental y la continua ósmosis entre realidad y esquizofrenia no son estilo, que venga Carpentier y lo vea. Van por mal camino los que confunden estilo con retórica.
Ahora bien, mucho más allá de la impecable presentación de la trama, “Matadero cinco” contiene una de esas cosas que la historia decide aniquilar –generalmente por razones espurias- bajo un manto de extrañas simulaciones. Las grandes mentiras de la historia siguen ahí, agazapadas tras un parapeto de conveniencias políticas y formalidades ideológicas. Desde siempre, los que ganan las guerras tienen el privilegio de escribir la historia a su imagen y semejanza, pero, por muy de Perogrullo que resulte esta afirmación no dejará de tener sus consecuencias. Sirva de ejemplo la idea que ocupa el inconsciente colectivo de que la bomba de hidrógeno arrojada sobre Hiroshima fue el acto de guerra que tuvo la peculiaridad de cobrarse mayor número de víctimas en menor espacio de tiempo. Nadie aclara que las toneladas de bombas –en este caso no nucleares- arrojadas sobre Tokio mataron muchos más japos que las de Hiroshima y Nagasaki juntas. Pues bien, pocos o muy pocos saben que los aliados lograron su plusmarca en una sola noche de bombas incendiarias sobre la población de Dresde: 130.000 muertos –según el autor- amén del insignificante detalle de convertir en fosfatina la (hasta entonces) ciudad más bella del mundo. Y algunos se preguntarán, ¿y no es más cierto que los nazis procedieron a la destrucción de millones de vidas inocentes e incontables núcleos urbanos que hoy deberían constar en la exigua lista del patrimonio de la humanidad? Y yo me repregunto ¿se puede justificar un crimen contra la humanidad con otro crimen contra la misma humanidad? ¿Son los muertos civiles de los países aliados más valiosos que los muertos civiles de los países que provocaron la guerra mundial? La respuesta se cae de pura lógica; un exterminio es un exterminio provenga de donde provenga. Tan genocida fue la acción de las bombas y las balas germanas sobre población civil como las de los aliados. Tan atroz fue la acción de los campos de concentración alemanes, como la de los gulags soviéticos. Tan idiotas son los que inventan las guerras como los que acuden a inmolarse inútilmente en ellas por un invento tan etéreo como el patriotismo. ¿Qué estado, país, imperio, reino, principado, nación o república podría presumir de no haber torturado a nadie en toda su historia?
Más allá de valoraciones morales, parece haberse convertido en ley el hecho de que la ocultación de la verdad forme parte de la historiografía. Esto no suele suceder a niveles académicos, si bien deja su impronta en los medios de masas. Así las cosas, todos los años seremos testigos en el telediario de los golpes de campana de Hiroshima, de la misma manera que rara vez se habla sobre aquella ciudad sajona retratada por Tintoretto, que se convirtió en fuego durante los días 13, 14 y 15 de febrero de 1945 achicharrando a unas decenas de miles de seres humanos, con nombre, apellidos y anhelos truncados.
En el libro “Sobre la historia natural de la destrucción” (1999) de W.G. Sebald, se describen los bombardeos aliados contra Hamburgo y Dresde con los vívidos testimonios de los escasos supervivientes. Hace un par de años, cuando visité la ciudad donde el arquitecto Semper creó las formas prodigiosas que hoy vuelven a alzarse como si nada hubiera pasado, me fue imposible imaginar que aquel enorme río Elba pudiera arder como un “huracán de fuego” que absorbía a su paso todo vestigio de vida. La reconstrucción de Dresde –muestra fehaciente de un poderío económico tan consolidado como despiadado- puede devolver buena parte de un esplendor cruelmente desaparecido, pero nunca hará resucitar a los muertos, sobre todo si los muertos son deliberadamente olvidados por la historia.
Obvio es decir que las guerras son ideadas por los ineptos y practicadas por unos niños.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Y POR FIN BECKETT


La cámara negra se derrama sobre el escenario como una cascada de oscuridad. De cuando en cuando, en medio de la penumbra, una voz exterioriza la obsesión por la vida y sus interrogantes que Beckett cuajaba en los grumos de sus textos. Vladimir y Estragón esperan el advenimiento de una divinidad que nunca llegará. Esperar ¿para qué? ¿No sería mejor vivir intensamente cada instante y dejarse de pamplinas? Winnie recuerda sus días felices mientras es enterrada literalmente, pero esta vez la arena es sustituida por los cuerpos de los actores; unos cuerpos que se retuercen como un volcán en erupción. Una boca muda recita No, yo, en la pantalla del fondo. Los personajes corren de voz en voz, ofreciendo una escala de matices que hace estallar la monotonía en mil pedazos. Y entonces se obra el milagro de la escena: unos textos aparentemente ásperos y herméticos como la existencia misma, se convierten en poesía con la música de las voces y la dolorosa contorsión de los cuerpos.
Apostar por lo más difícil y salirse con la suya. Mientras muchas compañías universitarias se sienten realizadas escenificando el cuento de Caperucita Roja, los chicos de Sara Molina se dejan la piel en los ensayos y muestran al genio irlandés –o mejor dicho francés- en la plenitud de sus facultades. Los textos elegidos, por ser un angustioso canto a la existencia, una sinfonía a la necesidad del tedio, son ya un mito para los amantes del teatro. Pese a la ramplonería imperante en nuestros días, todavía somos legión los que abrimos las páginas del Molloy e hiperventilamos razones para seguir creyendo en la fuerza de las palabras.
Hay que tenerlos bien puestos para perpetrar un Beckett sin vocales y, para colmo, entusiasmar a un público presente que es el futuro sustento del teatro. Que otros recalcitrantes se empeñen en tripitir lo archisabido, que nuestras funestas televisiones nos aticen anualmente con el Tenorio de todos los muertos, que los teatros oficiales sigan cerrando las puertas a la creatividad. Da igual: Sara, Ahmed, Cristina, Borja, José Luis, Mª Carmen, Patricia, Ana, Ana Maria, Inma y Cristina, sois la razón por la que el teatro permanece con vida muy a pesar de los pesares.
Samuel Beckett escribió: “Todo de antes, nada más jamás. Jamás probar, jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez, fracasa otra vez, FRACASA MEJOR”. Si somos capaces de entenderlo, entenderemos la esencia de la literatura.

domingo, 6 de noviembre de 2011

UN POCO DE NADA. HOUELLEBECQ: “EL MAPA Y EL TERRITORIO”



Soy uno de esos lectores que suele incurrir en una sensación contradictoria cada vez que lee a Houellebecq. No voy a discutir que hubo un momento en que tenía algo de esnobismo deslizar el nombre del polémico escritor francés en alguna tertulia de diletantes. Ahora ese recurso resulta completamente irrelevante. Lo que me sigue produciendo perplejidad es el grado de excelencia en que nuestros colegas franceses han colocado a un escritor que, después de darle muchas vueltas, retorna siempre a los mismos lugares comunes, regresa de manera torpe y predecible a unos planteamientos a priori interesantes que resuelve con soluciones simples. No se puede solucionar nada con simplicidad. La simplicidad, de hecho, fue el secreto del éxito del nacionalsocialismo. Nada tiene que ver el pensamiento de Houellebecq con aquel monstruo que plagió el bigote a Charlot. Houellebecq es un “intelectual” inequívocamente recalcitrante y acérrimo defensor de las virtudes del capitalismo, cuya visión de los fenómenos colaterales del sistema económico adolece de una curiosa falta de razonamiento. El autor francés no pierde ocasión de traer a colación el uso –lo ha hecho en varias novelas- de algunos barrios marginales de París, en los que algunos delincuentes aprovechan la parada de un coche en un semáforo, para reventar los cristales del mismo y asaltar a sus ocupantes. Algo totalmente verosímil, sobre todo cuando se repite tanto. No olvido aquella frase de Goebels “una mentira repetida muchas veces alcanza el status de verdad”. En este caso –el de la novela- estamos hablando de un hecho desgraciadamente frecuente en los arrabales de la gran ciudad. De lo que, casualmente, no nos habla Houellebecq es de las causas primarias de esa marginalidad. Quiero decir que, de la lectura de los libros de Houellebecq, uno acaba infiriendo que las personas que viven en la marginalidad han elegido nacer en ese estado. De tal manera resulta sospechosamente ingenuo el planteamiento sociopolítico del autor que más de una vez he creído estar asistiendo a una soberbia apología del ideario del actual inquilino del Palacio Elíseo.
Ahora bien, si por casualidad me fuera posible medir el peso del razonamiento de Houellebecq y confrontarlo al de Michel Onfray, llegaría a la conclusión de que el último divertimento novelístico en el que he invertido mi tiempo ha supuesto para mí una somera pérdida de energía. Así pues, mientras el pensamiento de Onfray es diáfano, complejo y arduo de rebatir, lo que hace Houellebecq es evitar deliberadamente toda referencia a aquello que le pueda echar por tierra su inviable castillo de arena. Onfray, por supuesto, no es novelista. Hablo de un filósofo, y de los grandes. Digamos que, el punto de vista analítico -en lo que a la coyuntura se refiere- de Onfray es diametralmente opuesto al de Houellebecq. Para ser más claros; en el momento histórico en que arranca “El mapa y el territorio” hay una tremenda crisis económica que tiene sus orígenes en un sistema que pondera la codicia por encima de cualquier otro valor. ¿Les suena? Para los defensores de la codicia, el mercado se sostiene por sí mismo, se gradúa por sí solo y soluciona automáticamente todos sus problemas. Es baladí decir que en estos últimos cuatro años el mercado no ha hecho más que hundir a la mayor parte del mundo en la miseria, mientras los adocenados de siempre se reparten dividendos. Y así las cosas, ¿cómo justifica Houellebecq la evolución de los mercados en esta crisis? Sencillamente no lo hace, se calla, repite esquemas de anteriores productos literarios, y vuelve a finalizar –ya lo hizo en “Las partículas elementales”- en un futuro hecho de pura especulación y (menos mal) esta vez no recurre a culpabilizar al Islam de todos los males de occidente.
Con todo, Houellebecq tiene su estilo. Algo escaso en recursos originales, pero estilo a fin de cuentas. Hay toques de maestría y alardes de ingenio que sorprenden al lector cuando menos se lo espera. Yo me quedo con la paradoja de ese silencio con el que el autor hace responder a una pregunta del protagonista. Sabemos la pregunta y las consecuencias de la respuesta, de manera que tenemos al menos la posibilidad de imaginar la respuesta. Como truco literario no está mal. Un poco de nada es, a veces, mucho.

sábado, 8 de octubre de 2011

LA BIBLIOTECA FANTÁSTICA


Como en los libros de Georges Perec, deberíamos aprender a observar esas cosas que llamamos insignificantes para transformarlas en hechos extraordinarios. ¿Nunca se han detenido en medio de una calle, tal vez en un banco o una terraza, para anotar mentalmente eso que denominamos cotidianeidad? Claro que no, porque lo cotidiano, lo que se repite día tras día, nos acaba pareciendo fútil y porque nos han enseñado a saturarnos de acontecimientos chirriantes, a escandalizarnos ante lo que, en rigor, sólo sirve para aburrir.
Pasamos frente a una frutería y vemos de soslayo todo ese género, sin pensar en el mimo con que el frutero coloca las cajas cada mañana. Compramos el periódico, pero nunca nos preguntamos cómo es posible que, en un lugar tan escueto, pueda amontonarse tanta y tan variada información. Un kiosco es una materialización de aquel Aleph de Borges donde podían observarse todos los acontecimientos del mundo, los pasados los presentes y los venideros. Un kiosco de prensa es balcón abierto al infinito, desde el que nos asomamos y vemos los mismos hechos bajo un número indeterminado de perspectivas. El mundo como torre de Babel. La vida contada en incontables lenguas y recitada en forma de un largo trabalenguas. En un kiosco –al contrario de lo que pasa en las mentes más obtusas- caben tantos puntos de vista como ojos que los ven, y tantas controversias como formas de mirar. En una utópica lectura de todo aquel material impreso sería posible llegar a tantos acuerdos como desacuerdos, porque allí suceden tantas cosas absurdas como lúcidas. Entre las incontables palabras que se aglutinan en el copioso mundo del folletín es posible ordenar un caos que oscilaría entre lo fantástico y lo fríamente realista.
Qué es la realidad sino una proyección subjetiva del deseo –el deseo es siempre una experiencia subjetiva- donde aprendemos a separar lo que se quiere de lo que se puede. Y toda esa realidad, se amontona en el angosto espacio de un pequeño kiosco. Un ápice de la gran biblioteca universal en constante renovación, donde siempre habrá un ser humano dispuesto a capear temporales por el heroico precio de comerciar con palabras. Palabras que viajan de lo sublime a lo perverso, de lo implícito a lo explícito, lo sensual y lo obsceno, lo sagrado y lo profano. Podría discutirse largo y distendido donde empieza cada cual, pero este no es el caso; el caso es que el mundo no tiene que más remedio que ser múltiple y diverso.
Y cada mañana, mucho antes de que empiecen a manifestarse las primeras luces del día, unas manos encallecidas, curtidas por los fríos inviernos y ennegrecidas por la tinta de portadas y contraportadas, extraen peanas y expositores, improvisan mesas y atriles, donde superponen con cariño de escaparatista, todas esas ventanas que nos alejan de nosotros mismos y nos aproximan al otro, al yo ajeno que habita y deshabita nuestra pequeña gran biblioteca fantástica.

martes, 13 de septiembre de 2011

ALTA SOCIEDAD



La Duquesa del Infantado, doña Maria de las Nieves Molinari, miraba a través de sus impertinentes al palco de los Condes de Palancares. El Conde de Palancares, don Andrés Adalberto Quirós y Pérez Pi de las Alpujarras, miraba de soslayo el generoso escote de su nuera, Petronila Cercedillas, quien no perdía detalle de la espléndida diadema que lucía la Baronesa del Tocón. La Baronesa del Tocón admiraba el ostentoso abanico de plumas de caribú de doña Fuencisla Rancaño, a la sazón viuda del Vizconde de Socuéllamos y estrábica desde la cuna, quien con el ojo derecho atendía el drama que se desarrollaba en el escenario, mientras que con el izquierdo escudriñaba cada gesto de la última amante de Emeterio Braojos, hijo primogénito de la marquesa de Los Alminares. A decir de las malas lenguas, la tal Amaranta Cijuela, mujer de nebulosa reputación, jamás llevaba ropa interior bajo aquellos vestidos de seda japonesa. ¡Ni tan siquiera una combinación! Y para colmo, era más que conocido el affaire que a su vez mantenía con el ínclito Mariscal Von Flüsse, laureado estratega y amante de reconocido prestigio. Pero eso de las amantes era tan solo una tapadera, porque en ese mismo instante, Emeterio Braojos acechaba con ardor al hijo imberbe de los Condes de Armilla –lo que se dice un efebo- mientras la señora Condesa, doña Maria de los Remedios Rivers, clavaba los prismáticos en la tercera fila del patio de butacas, donde el muy estólido de Cornelio Rabanal lloraba a moco tendido con el aria de soprano que la diva emérita, Aurora Padilla, destrozaba al final del tercer acto. Claro que también era posible que Cornelio llorase por culpa de los torpes gorgoritos que pergeñaba la Padilla con la tácita intención de humillar a Masenet. A todo esto, el Condeduque de Churriana dormitaba en su palco, y tan solo abría los ojos cuando la Condesa de Maracena le atizaba en el cogote con su estola de armiño. Desvió entonces la señora Condesa de Armilla sus impertinentes al palco de doña Ignacia Manuela Alcántara, marquesa de Las Albuñuelas, quien miraba a la platea donde era a su vez observada por la recientemente salida del convento, señorita Molinari, hija de la duquesa del Infantado.
¡Menuda desfachatez! -dijo entre dientes la señora Marquesa de las Albuñuelas cuando cayó en la cuenta de que su intimidad era literalmente violada por aquella presunta mojigata- ¿Es que ya nadie enseña modales a la juventud?

sábado, 27 de agosto de 2011

MÚSICA PARA PEATONES


Hiciera el tiempo que hiciera el pianista siempre estaba allí. Daba igual que lloviera, arreciara el viento, cayera un sol de macetilla o una límpida nevada; aquel enorme piano de cola estaba ahí, desgranando un inconmensurable repertorio que podía ir desde las Goldberg de Bach hasta un swing de Cole Porter; desde un Arabesque de Debussy hasta un el Ain’t Got No en la augusta versión de Nina Simone. Todo aquello que pudiera contagiar esa pasión inefable de la música, ese contagioso virus del deseo de vivir, brotaba de los dedos del pianista como un estallido de chispas de colores nunca vistos. La gente podía en un principio hacer ademán de pasar de largo, porque todo el mundo parece ir con prisa cuando va por la calle, todos tienen que llegar a tiempo a algún sitio aunque sea en pleno domingo, porque siempre habrá algo o alguien que espera, aunque finalmente todos lleguen tarde -puede incluso que lleguen tarde precisamente por culpa del pianista- si bien eran mayoría los que se detenían ante aquella inesperada aparición. Y era normal que acabaran arremolinándose alrededor de aquel hermoso piano de cola amarillo. Sí; han leído bien, he dicho amarillo, pero no un amarillo pálido, ni un amarillo vainilla, tirando a ocre, sino de un color amarillo refulgente como un espejo, tal vez como ese amarillo con que se tiñen las hojas de los álamos antes de formar una alfombra en los suelos de las riveras. Pues bien, los transeúntes, que tan aprisa circulaban hacia nosedónde –cada uno al encuentro con su destino- se detenían en seco cual frenada de bicicleta, al principio dubitativos, para luego estirar el cuello por encima de los hombros de los más afortunados, aquellos que habían conseguido una primera fila, y se dejaban embriagar por esa música amarilla, de un amarillo efervescente. Alguno había que no tardaba en sentirse poseído –o incluso poseso- por el ritmo de un ragtime a lo Scott Joplin, y experimentaba como un impulso de corriente alterna que le provocaba espasmos de los pies a la cabeza. Era más que habitual que una pareja se lanzara a bailar un quick step o un rockabilly, y aquello acabara con un interminable revuelo de faldas e incluso alguna que otra acrobacia. Y lo que es más, de vez en cuando pasaba por allí un saxofonista que se unía al pianista, y entonces se establecía un diálogo sin palabras, un acto de sublime e inopinada complicidad, y se desencadenaba una jam session que podía alargarse hasta altas horas de la madrugada. En esos casos solía acoplarse un trompetista que derivaba la cosa hacia los inextricables terrenos del bee bop, pero que finalmente se dejaba guiar por las hábiles manos del pianista hasta los antiguos sonidos de Nueva Orleáns, que inevitablemente atraían al clarinetista de turno, el cual invitaba a sumergir los compases en los salvajes brazos de Benny Goodman. Y no vayan a creer que aquellas largas veladas provocaban protestas de los vecinos. Porque aquella música evanescente, aquella expresión del delirio vital, provocaba una apertura masiva de ventanas y balcones, donde niños, adultos y viejos aplaudían pidiendo más y más bises hasta que el pianista saludaba por última vez y la espontánea reunión se disolvía tan fugazmente como había comenzado.
Y eso era lo más curioso. Porque el “allí” de la primera frase, no era un lugar concreto, un punto exacto o habitual. No; nada de eso. Aquel piano podía aparecer cada día en un bulevar, una esquina, una plazoleta, un parque, o incluso en una avenida. Nunca emergía dos veces en el mismo sitio. Tal vez sí en la misma ciudad, pero tampoco eso era seguro, pues si hoy (en este mismo momento) el piano arrebata el corazón de unos amantes en un rincón de Varsovia con un nocturno de Chopin, tal vez mañana esté improvisando sobre una sonata de Beethoven en algún parquecito de Bonn, y quizá, dentro de unos días amanezca en Brooklin tocando a cuatro manos con el mismísimo Tom Waits.
Y de ahí la pregunta que más de uno se estará haciendo. Porque tal afán por el infatigable movimiento, tan extraña aversión al arraigo, podría entenderse en la facilidad de desplazamiento que da un violín, una flauta, e incluso un violonchelo. Pero claro, un instrumento como un piano de cola, de cuyo volumen y peso no haría falta dar especificaciones, no es tan fácil de manipular y acarrear. Quiero decir que un piano no puede ir apareciendo y desapareciendo todos los días así como así. Digo yo, que haría falta alguna infraestructura para dejar el piano en tal o cual sitio sin dañar tan delicado instrumento sin arañar el refulgente amarillo de la caja. Es de suponer que, detrás de aquel misterio hubiera un buen camión –aunque de hecho nadie pudiera dar fe de su existencia- o tal vez una grúa, o quizá hasta un helicóptero. Pero un helicóptero hace bastante ruido, un ruido equivalente a mil aspiradoras funcionando al unísono. Sería de esperar que con el estruendo de tales máquinas, algún vecino habría despertado y dado la voz de alarma, si bien no era ese el caso. El caso es que el piano aparecía, así sin más, en plena calle, cuidadosamente colocado, y con pianista incluido. Un pianista que nadie conocía, a pesar de tratarse indiscutiblemente de un virtuoso, de un músico cuyas cualidades iban mucho más allá de la pura solvencia. Aunque a la postre nadie supiera su nombre. Nadie supo jamás de dónde había llegado. Ahora bien; allá por donde pasaba, siempre quedaba la esperanza de que algún día regresara aquella poderosa magia que dejó hechizados de por vida a esos pocos que tuvieron la fortuna de estar o circular por el lugar preciso en el momento adecuado.

jueves, 18 de agosto de 2011

BORGES Y POLLOCK


Durante los primeros compases de este tórrido verano, he dedicado mis breves vacaciones a compaginar la pintura con la escritura. Como pintor nunca he querido violar la blancura del lienzo para terminar perpetrando un homenaje a la fealdad. Tampoco soy gran cosa a la hora de expresar mi estado de ánimo en el color de las paredes, pero el pasillo estaba hecho una porquería y había que darle arreglo. Raspé primero con una espátula todo el gotelé blanco, y luego fui aplicando en cada segmento de pared delimitado entre dos pilares, unos fondos de color mango, verde lirio y rojo intenso. Fue la falta de monetario lo que me impulsó a tomar las brochas y el rulo, y darle un poco de vida al largo pasillo que conduce hacia el salón de mi modesta vivienda. De los resultados no diré nada, pues no me considero quien para juzgar mi propia obra artística, pero en cuanto a la cuestión del procedimiento, hay algo que nunca borraré de mi memoria.
Yo, siempre tan civilizado, apenas tenía papel con el que cubrir los suelos. Eso se debía a mi obsesión por reciclar todo lo reciclable y a una creciente falta de interés en la prensa escrita. ¿Para qué querría leer esas voces teledirigidas? ¿Para desesperarme con las malas noticias sobre la crisis económica que ya sufría en mis propias carnes? Pues no. Conservaba eso sí, algunos suplementos “culturales” –obsérvese que el entrecomillado tiene la facultad de dejar lo que se dice en entredicho- que tuve que usar como alfombra protectora. De esa manera, no hubo más remedio que ver cómo los venerados rostros de Borges, Hemingway o Faulkner, iban cubriéndose de espesos goterones de pintura o polvorientas raspaduras de despreciable gotelé. Aquello no dejaba de tener cierto tinte herético o, cuando menos, iconoclasta, sobre todo cuando, terminada la faena del día, doblaba cuidadosamente los trozos del mediático suplemento y los introducía en la bolsa negra de la basura. Otra cosa es que, en rigor, tendría que haber separado las excrecencias pictóricas por un lado y las periodísticoliterarias por otro. Ahí me duele.
Llegué incluso a pensar que la cara de Borges, salpicada de explosiones multicolor podría pasar por una obra de arte en nuestros días. Me quedé observando aquel perfil tan inexpresivamente expresivo, retratado en blanco y negro, e iluminado por la colorida metralla al temple, y pensé que tal vez Jackson Pollock querría haber firmado mi involuntario opúsculo. Luego descarté tan perversa idea, sobre todo teniendo en cuenta que Pollock tenía preferencia por el espacio inmaculado del lienzo como soporte a sus atractivos salpicones.
Supongo que, teniendo en cuenta la extrema necesidad que conllevaba el caso, Borges tendrá a bien perdonarme la irreverencia.

miércoles, 3 de agosto de 2011

POR QUÉ NO HABRÉ IDO ANTES


Esa es la pregunta que me hice hace relativamente poco, una semana tal vez, mientras contemplaba boquiabierto –casi con la misma cara de memo que bordaba Owen Wilson- como me hablaban de mí mismo.
Empecemos por partes –que dijo Jack el Destripador- el hecho de que la última película estrenada por Allen empiece con una colección de bellísimas imágenes de París –no confundir con un almidonado pase de postales- justo antes de los títulos de crédito sabiamente envueltas en la encantadora música de Sidney Brechet “Si tu vois ma mére”, no significa que yo me dejara llevar por mis recuerdos de París. Tengo que reconocer que en mi único viaje a París fui (o al menos así quiero recordarlo) feliz. Quizá porque tenía la disposición a serlo –también era el caso del protagonista de la película- o tal vez será porque iba con alguien muy importante para mí. Pero el caso es que esta película me tocó por muchas otras razones.
En primer lugar, el protagonista es un escritor al que las circunstancias no le han permitido desarrollarse como novelista. De hecho el personaje de Owen Wilson apenas consigue dirigir sus propios pasos en la vida, sencillamente porque no cree en sí mismo como escritor, y porque su prometida no tiene el menor reparo en airear ante los demás todas esas debilidades humanas del protagonista. Habría que aclarar que, lo que unos consideran defectos, bajo otro punto de vista podrían pasar por excelencias.
En segundo lugar, porque el director-guionista ha elegido el trasfondo de la literatura como subterfugio para deslizar un par de momentos mágicos en su cine. Tal como ya ensayó en “La rosa púrpura del Cairo” Allen dignifica con impecable habilidad esa dialéctica entre realidad y fantasía a la que nunca terminaremos de acostumbrarnos. Soñar es absolutamente necesario para seguir adelante, porque la realidad es áspera, inasequible para muchos y frustrante para demasiados. El personaje de Owen Wilson vive gracias a su particular utopía: si alguna vez hubiera podido elegir su propio destino habría abandonado el banal mundo de Hollywood para instalarse en París. Porque en aquella ciudad se pueden palpar todavía aquellos años estelares en los que entrabas a un café y podías encontrarte a Scott Fitzjerald discutiendo con Hemingway. Hubo un tiempo sublime en que Gertrude Stein abría la puerta de su salón a artistas como Picasso, Miró, Dalí, Djuna Barnes, Buñuel o Man Ray. Un tiempo en el que podías ver bailar a Josephine Baker una canción interpretada por Cole Porter. A veces añoramos cosas que nunca nos ocurrieron. El protagonista hubiera deseado vivir en aquel tiempo de entreguerras y conocer personalmente a sus ídolos literarios y artísticos. Le hubiera encantado charlar con Gertrude Stein y pedirle consejo sobre esa novela que estaba escribiendo. Como a tantos otros, al personaje encargado por Owen Wilson le hubiera entusiasmado hacer realidad sus sueños. Sin embargo, lo que realmente necesitaba era creer en sí mismo; saber que para el escritor no hay más juez que el propio yo. Entender e interpretar la literatura tal y como él la concebía. Dejar atrás esa fase en la que todos los escritores parecen salidos del mismo tintero, y entregarse a la pasión creativa de su propio estilo, su propia voz.
Puede parecer exagerado, pero cuando uno acude al cine y se siente tocado en lo personal por la magia –la verdadera magia y no el discurso embustero y maniqueo del mal llamado cine fantástico- la mente reacciona por su cuenta, haciendo levitar al cuerpo y derramando una lágrima directamente surgida de la emoción intelectual.

miércoles, 27 de julio de 2011

CONTRA EL EMBRUTECIMIENTO INTELECTUAL




Tal y como andan las cosas, debería dar mi enhorabuena a aquellos que hayan acertado el nombre del tipo –el hombre, no el gato- que aparece en la fotografía que encabeza este artículo. No hay tanto misterio, se trata de Georges Perec, el autor de “La vida instrucciones de uso”. Escribió mucho más, por supuesto.
Hace un titipuchal de tiempo –en 1982 para ser exactos- soportaba yo uno de esos momentos culturales del telediario en el que aparecía una “iniciativa” a tener en cuenta; a la sazón, una orquesta de pianos. Pues sí, alguna mente lúcida entre los lúcidos había creado la primera orquesta del mundo mundial para (exactamente) cien pianos, no veinte ni cincuenta, sino –mira tú por donde- cien pianos. Lo primero que exclamé ante el inusitado interés de mis familiares congregados en torno a la caja tonta, fue que aquello sonaba peor que el canto de un gallo a las tres de la madrugada. No es por divagar, pero resulta que había en los alrededores un gallo –que el diablo lo tenga a su diestra- que se ponía a desafinar a las tres de la madrugada en intervalos de quince segundos, y no paraba hasta las cinco. Volviendo a lo de los cien pianos –no tres ni cuatro, sino exactamente cien- aquel horror de los horrores fue muy comentado entre los “melómanos” de la tertulia familiar que solía disfrutar del fresco atardecer veraniego bajo la espesa glicinia. En aquella ocasión, preferí reventar antes de hablar, por aquello de evitarme ser tachado de pedantillo musical. Ese mismo año, nadie comentó –el telediario tampoco, por supuesto- que había muerto Glenn Gould mientras (y esto es más que probable) ensayaba una y otra vez sobre su Steinway “Las Variaciones Goldberg”. Gould podrá ser un intérprete controvertido, desbordado por las manías y reacio a actuar en público, pero nadie podrá negar la enorme dimensión que otorgó a la obra de Bach en sus versiones de piano. Comparar la magnitud cósmica de las “Goldberg Variationen” en la transcripción y ejecución de Glenn Gould, con aquella horrible orquesta de cien –no cuatro ni cuarenta- pianos de pared toditos juntos, resultaría tan ocioso como irrisorio. El extravagante señor Gould que, todo hay que decirlo, canturreaba mientras ejecutaba sus piezas, o mejor dicho, las piezas de algún que otro genio de la música había creado, era una de esas excepciones entre la abundante mediocridad que caracteriza a la especie humana. Por el contrario, con aquella y otras iniciativas de parecida calaña –me refiero a los cien pianos, no uno ni dos ni tres- parecía reinaugurada una política en progresión geométrica del “embrutecimiento intelectual” a cualquier precio.

Poco después, aparecía en las librerías la magistral novela de Thomas Bernhard “El malogrado” en la que, mediante un alarde de personalidad narrativa y audacia crítica, el autor austriaco convierte a Gould en un personaje literario a caballo entre lo biográfico y lo imaginario. Bendito seas Bernhard, porque tú y los que son como tú le han dado un sentido a todo esto de manchar papeles.
Ese mismo año -1982- fallecía también Georges Perec. El escritor de escritores. No estampo esa frase como el que cita aquello de rey de reyes, ni mucho menos, sino que pretendo llamar la atención sobre el referente que el autor de “La vie mode d’emploi” constituye para unos cuantos escritores, no todos, faltaría plus. En ese aspecto, diré que todavía me sorprendo al hablar con la gente del gremio y comprobar que muy pocos han gozado con la lectura de la obra del extravagante señor que aparece en la fotografía con un gato al hombro. Hace no mucho tiempo tuve la enorme dicha de saborear aquel opúsculo suyo cuyo título ya es un alarde de ingenio: “¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado al fondo del patio?” y tengo que decir que raras veces he gozado riendo a carcajadas con un alarde humor irónico, corrosivo e inteligente, fuera del alcance de todo el que no fuera Georges Perec. No será para tanto, dirán aquellos que no lo hayan disfrutado. Y en el fondo sólo estoy hablando de un pequeño y juguetón subterfugio para esbozar lo que entraña la guerra y aquellos que la practican.
He escogido a Perec por un motivo fundamental: digamos que Georges Perec demostró que para hacer una literatura de dimensiones apreciables, había que dejar la cuestión del argumento como un material más y trabajar duro en aquello que distingue al buen escritor de quienes -sencilla y llanamente- no lo son: el estilo. El estilo y no las tramas, más o menos ingeniosas (contando con que los esquemas argumentales no sobrepasan la docena) es lo que diferencia la literatura de los bodrios al uso.
Después de aquella pianolada masiva, y a raíz de la invasión del fenómeno Best Sellers en nuestro país, he visto cómo el mercado fomentaba un prototipo de lector de novelas garbanceras, desposeídas de pensamiento alguno, basadas únicamente en el difunto criterio del siglo XIX, esto es, la dictadura del argumento, y la industria editorial se empleaba a fondo en satisfacer el mal gusto imperante. Queda aún por desaparecer el talento de unos cuantos lectores que permanecen reacios al embrutecimiento cultural y siguen empeñados en descubrir a esos grandes desconocidos: Mrozek, Gombrowitz, Bernhart, DeLillo... ¿Alguno les suena? Pues me alegro por los que sí e invito a los que no a convertir su mesilla de noche en morada para esos nombres impronunciables. Puede que, después de leerlos, más de uno se adhiera a ese extravagante movimiento de los “refractarios al embrutecimiento intelectual” (nada que ver con la pedantería) y así se reconozca al ser humano como algo más que un compendio de pulsiones primarias. Estamos en internet, no tienen más que teclear Variaciones Goldberg, en el youtube (se pronuncia yutiub, creo) para gozar con las excepciones a la regla.

miércoles, 20 de julio de 2011

EL PRÍNCIPE DE MI REPÚBLICA


Nunca antes había escrito algo sobre Lolo. El hecho de que se trate de un perro no es óbice para que un escritor dedique unas líneas a su figura. Una figura grande y flemática que hace ya doce años me acompaña. Precisamente en estos momentos, mientras tecleo estas palabrillas, Lolo sestea apoyando su cabezota sobre mi pie derecho. La cuestión de que mi perro sea o no guapo es, probablemente, algo subjetivo. Lo que a mí me importa es eso que le hace único: su carácter. Pues, cuando paseamos por la calle, es corriente que otros perros, generalmente menos agraciados y más bajitos que Lolo, le increpen con unos ladridos generalmente ridículos. Por supuesto, lo normal es que Lolo pase de largo con la cabeza alta y mirada despectiva. Nada de eso le conmueve. Él sabe que esos grotescos ladradores se ponen gallitos por pura envidia y porque ellos tienen la cabeza más cerca del culo. Eso sí, ninguno de ellos se atreve a un tête a tête por aquello del riesgo a ser pisado por una de sus manazas. Tampoco es que Lolo sea amigo del confrontación, más bien parece que todo eso de llegar a los dientes es completamente ajeno a su forma de ser.
Cosa aparte es su relación con las personas. Yo diría que, por más reveses que le ha dado la vida, Lolo sigue convencido de que todo el mundo es bueno. Hay, entonces, quien se acerca completamente subyugado por la sonrisa bonachona de Lolo, y acaricia sus orejas de terciopelo, dejándose llevar por los encantos del sujeto en cuestión, o quien se cruza a otra acera ante la amenaza de un animal “previsiblemente peligroso” a juzgar por su tamaño. De todo hay en la viña del señor; menos uvas. Él, en cambio, ignora las fobias ajenas, pasa olímpicamente de las envidias, y se preocupa más por darse un trote entre las flores y soñar con que siempre es posible un mundo mejor aunque lo más fácil sea empeorarlo.
Sinceramente, a mí me gustaría parecerme a Lolo.

domingo, 10 de julio de 2011

LA TÍA DE THOMAS BERNHARD Y LA PODEROSA



Qué tiene que ver la tía de Thomas Bernhard con una motocicleta a la -por razones más sentimentales que veraces- bauticé con el nombre de la poderosa. Nada a priori. Todo a fin de cuentas. Porque fueron dos libros del gran maestro austriaco los que me acompañaron en en último viaje por esas carreteras infames que tanto me gustan y tan poco agradan a los usuarios de las autovías. Eso suele suceder cuando lo que importa es el camino (que decía el ingenioso hidalgo) y no tanto el destino. Esta mañana de domingo, un domingo apacible y no demasiado caluroso, decidí buscar el frescor de las montañas penibéticas subido al cacharro metálico. Ya sé que alguno pensará que soy de aquellos que se solazan en su propia adrenalina lanzándose a altas velocidades sobre el asfalto. Sin embargo debo aclarar que no pertenezco a ningún club, y que lo mío es la endorfina. Suelo viajar solo y voy así parando de pueblo en pueblo, ante las mirádas atónitas de los lugareños, buscando algún lugar apacible donde pasar unas horas bajo la sombra de los árboles. El de hoy se llamaba Tocón, y di con él durante el camino de regreso de La Peza. En esta pequeña pedanía de Quentar hay una terracita donde uno puede sentarse desde horas tempranas y disfrutar de la calma necesaria para degustar unas papas con alioli al tiempo que se sumege el las páginas de un libro.
Hoy tocaba el turno a Thomas Bernhard y además por partida doble. Primero una relectura que llevaba un tiempo deseando emprender: "El Malogrado". En esta novela, junto al personaje real del músico solitario, Glenn Gould, aparecen y desaparecen aquellos seres damnificados por el encuentro con la genialidad. El malogrado es mucho más que una novela de ficción con pinceladas biográficas, se trata de una de las mayores lecciones de estilo y pensamiento literario de todo el siglo veinte. A ese lenguaje obsesivo con que define tanto al narrador como a los protagonistas, deberíamos unir la fuerza de unas ideas que, tal vez, deberían haber sido escuchadas con mejor juicio en los últimos años. En 1983, Bernhard escribe lo siguiente: "Ninguna palabra se me ha vuelto más repugnante que la palabra socialismo, cuando pienso en lo que se ha hecho con ese concepto. Por todas partes, ese abyecto socialismo de nuestros abyectos socialistas, que explotan el socialismo en contra del pueblo y, con el tiempo lo han hecho tan vil como ellos mismos". Uno entiende ahora, cuando relee estos textos, de donde viene el adjetivo "polémico" que se puede leer en todas las biografías sobre Bernhard. Se puede o no compartir el criterio de este magnífico escritor, pero ideas como estas son para echarse a temblar: "La mayoría de los artistas no sabe nada de su arte. Tienen una concepción artística diletante y se quedan durante toda su vida en el diletantismo". Miro a mi alrededor y, prefiero no hablar, no sea que los egregios de turno se me hechen encima.
En cuanto a esa joya inclasificable que es "Mis premios", confieso que he disfrutado como un marrano en un charco de esa incisiva reflexión que Bernhard ensaya sobre los premios literarios, su significación y su insignificancia. Bernhard recogió unos cuantos premios a lo largo de su densa trayectoria. Todos ellos fueron, para él, meros hornamentos, bagatelas para engordar la autoestima. En este ensayo, aparte de la mofa y el escarnio que el autor austriaco realiza en torno al ego de los artistas y el reconocidísimo mamoneo que gira en torno a las distinciones para intelectuales, Thomas nos introduce un interesante personaje: su tía. Según narra el autor, cada vez que tenía que ir a recoger un premio, tomaba la precaución de ir acompañado de su tía. Curiosa costumbre. La tía de Berhard -cuyo nombre no se especifica- aparece en todas esas ocasiones investidas de pompa y circunstancia. Pero, y he aquí mi principal motivación a la hora de redactar estas líneas, ¿existió realmente la tía de Thomas Bernhard? ¿Era, por tanto, un personaje real y no una de sus muchas invenciones? Por favor, si alguien tuviera conocimiento de tal hecho, que me lo diga. Y si fuera posible, que me manden una foto de la tía de Bernhard.

miércoles, 15 de junio de 2011

CUANDO EL NIÑO ERA NIÑO


Uno de los mayores riesgos que conlleva el devastador transcurso del tiempo es el de la pérdida de la mirada infantil, esa forma de ver el mundo que todos –unos más que otros- tuvimos en algún momento de nuestra vida. Esa mirada transparente que se maravilla ante las cosas que los adultos somos incapaces de valorar. Recuerdo aquel dibujo en que el niño Saint Exupery representaba a una serpiente que se había tragado un elefante y que algún adulto confundió con un sombrero. A menudo los adultos percibimos las cosas con una simplicidad torpe y desangelada que nos impide saborear la eternidad del instante. Me refiero también a ese don de gozar con lo grotesco, con lo absurdo y lo imaginativo.
Cuando el niño era niño andaba con los brazos colgando, quería que el arroyo fuera un río, que el río fuera un torrente, y que este charco fuera el mar.
No es por casualidad que haya elegido este ensoñador verso con que Peter Handke ilustró la película “El cielo sobre Berlín” para iniciar un artículo crítico sobre el espectáculo de la Needcompany “This door is too small for a bear” (Esta puerta es demasiado pequeña para un oso). El título lo está diciendo todo: esta puerta, la puerta de la imaginación es demasiado pequeña para una criatura que ha perdido su propia pequeñez, esta puerta es demasiado bajita para pasar de pie; tal vez sería recomendable hacerlo a cuatro patas. Para entrar en esta habitación es necesario ser niño. Luego, no mucho más tarde, el niño se hace adulto, y aprende a adoptar poses críticas, miradas suspicaces y prejuicios, sobre todo muchos prejuicios. Si el adulto crítico ha extraviado su mirada de niño, también habrá perdido la oportunidad de gozar ante lo aparentemente pueril, ante la aparición de un nuevo principito. El adulto crítico se obsesiona coleccionando adjetivos recurrentes, buscando el punto débil de lo que intenta comprender, y se olvida de regocijarse sin manchar su mirada con su propia frustración.
Cuando el niño era niño no tenía opinión sobre nada, no tenía ninguna costumbre, se sentaba en cuclillas, tenía un remolino en el cabello, y no ponía caras cuando lo fotografiaban.
Win Wenders coloreaba con los sorprendentes versos de Peter Handke aquel Berlín grisáceo y obtusamente acorralado, al igual que Bigas Luna era capaz de transmitir el despertar a la sensualidad desde los ojos de un niño en “La teta y la luna”. La Needcompany ha hecho otro tanto de lo mismo en el último espectáculo que ha presentado en el Alhambra. Porque la Needcompany tiene esa rara virtud de buscar intensamente en el lenguaje escénico para no repetirse una y otra vez, tal cual hacen tantas otras compañías. En este caso, bajo la dirección de Grace Ellen Barkey, el espectáculo basa todo su potencial en la magia de fascinantes coreografías que recorren un fugaz camino entre un inicio aparentemente anárquico, rebosante de objetos con vida propia, y un final pleno de armonía y limpieza estética. En el concepto de Barkey no hay una separación clara entre los roles de actor y bailarín. Todos participan del absurdo infantil de los textos, del histrionismo de marionetas que se encarnan en personas, y todos entran en la evolución de una danza que culmina en una contagiosa placidez. Con este planteamiento, es lógico que echemos de menos a la fantástica Viviane de Muynk, protagonista de la inolvidable “Habitación de Isabella”. Lo que se atisba en el ambiente es la presencia implícita del director de la compañía, la no ausencia del Jan Lawers que ahora cede el testigo a Grace Ellen Barkey. Que Jan Lawers no firme el espectáculo es lógico, sobre todo por el protagonismo de la danza y el movimiento sobre cualquier otro discurso, pero también es cierto que la estrecha relación entre Lawers y Barkey se deja notar en el inconfundible estilo y en la puesta en escena del montaje. Hay un sello Needcompany que, por fortuna, está empezando a contagiarse en nuestro teatro.
Estamos pues, ante un espectáculo pensado para la apertura mental y la disposición lúdica del espectador. Se impone una necesidad de superar viejos tabúes, como el de la desnudez de un cuerpo, la desacralización de la sexualidad. Una de esas puestas en escena que nunca debería acabar, entregada a esa música final de Rombout Willems que actúa como una inyección de optimismo y vitalidad.
No es tan difícil volver a mirar con los ojos limpios de nuestra niñez; bastaría con observar hacia dentro y reconocer que seguimos siendo el mismo yo con un envoltorio un poco más ajado.
Luego, sales a la calle colmado de ilusión, intentas digerir lo que acabas de sentir mientras escuchas otros puntos de vista –algunos muy contrapuestos al tuyo, como el de mi amiga Medea-, asimilas con media sonrisa que nada es objetivo en este fascinante mundo en el que cohabitas, caminas bajo la lluvia y entras en el único bar abierto en el Campo del Príncipe, donde te tomas unas cañas con los mejores bailarines de este lado del universo.

MEDEA Y YO
Ya va siendo hora de que les hable de Medea. Tengo un par de buenas razones para hacerlo. En primer lugar, con ese nombre tan teatral nadie mejor que ella para compartir estas crónicas trágicómicodramáticas. La segunda razón es mucho más simple: Medea es quien me acompaña a todas las funciones de teatro donde estoy acreditado. Ella comparte gozos y pesares conmigo, además de esas largas conversaciones con las que digerimos –regadas con excelente lúpulo- cada una de las obras de los templos de Talía y Melpómene. Esto último ha sonado muy pedante, lo admito, pero más extravagante sonará lo de ir al teatro en compañía de una tal Medea y sin embargo tengo motivos de peso para hablar de ello. El más importante de todos es que Medea y yo no siempre estamos de acuerdo en nuestras opiniones acerca de la función que acabamos de presenciar. Sin ir más lejos, la última producción de La Imperdible en torno al mito de los siete pecados capitales puso a prueba nuestra capacidad para escuchar las tesis del otro –siempre con la debida cortesía y el mutuo respeto por la opinión ajena- y, si me cabe, enriqueció aún más mis escuetos horizontes de crítico provinciano. Más que nada porque, según mi forma de ver las cosas, ponerse a hablar de pecados a estas alturas de la historia (creo yo que andábamos por los albores del siglo veintiuno) me parece en cierta forma un pequeño contrasentido. No porque aquellas máculas que San Gregorio Magno detalló allá por el siglo sexto de la era cristiana hayan perdido vigencia en su totalidad, sino porque existe una cosa llamada tiempo que, mira tú por dónde, cambia y matiza los valores morales hasta el punto de que una cosa como la lujuria es hoy síntoma de buena salud, y aquel hombre o mujer que –por la causa que fuere- experimenta una pérdida en su deseo, tiene la opción de acudir al facultativo especialista para intentar recuperarlo. No digamos de la avaricia, que es el pilar sobre el que descansa nuestro sistema, el sistema de querer siempre más, de andar insatisfecho con la nómina y el automóvil, con la ropa y las vacaciones. La avaricia –ojalá me equivocara- se ha convertido en una virtud. Nuestros grandes banqueros ocupan las portadas de los folletines dominicales, las cabeceras de los telediarios y los sueños de más de un joven ejecutivo. Medea admite a regañadientes estas digresiones mías pero también objeta que, moralmente, la avaricia sigue siendo un pecado, pues si bien es cierto que el mundo en que vivimos está sustentado sobre el anhelo de engordar las cuentas corrientes, también lo es que esa insatisfacción de la que yo hablaba es fuente de infelicidad para el que la padezca. Touché; acepto que la avaricia puede ser entendida como un pecado, pero insisto en que lo de la lujuria no cuela. Ella está de acuerdo en esto último y parece que en lo fundamental hay consenso. Eso sí, en cuanto al resto de los pecados Medea se cuadra en la cuestión de la vigencia. Y yo no digo que no (aunque tampoco que sí) lo que digo es que ahora el número siete se ha quedado corto, que en nuestros días hay cualidades tan notables como el fanatismo, la sinrazón, la ausencia de ética, la ramplonería o el egoísmo, y que nadie, en mayor o menor medida, está libre de ellos. Ella advierte con lucidez que todos esos pecados –salvo algunos de los que navegan por internet- existen de toda la vida, y que, por supuesto, deberían engrosar la lista de faltas graves. Cómo iba yo a contrariarla en algo tan razonable.
Cosa distinta es la cuestión del uso (¿o abuso?) de las modernas tecnologías en el teatro. Bajo mi punto de vista, el teatro es un arte desnudo, un espacio en el que el actor solo, con su cuerpo como herramienta, tiene ante sí el reto de activar la mente del espectador para hacerle ver lo que no está, aquello que únicamente habita en los territorios de la imaginación. A mi juicio, todo aquello que muestre lo evidente es, en cierto modo, una perversión del verdadero sentido del teatro. Medea reconoce que puedo tener razón en lo fundamental, que las concesiones a la galería suelen ir unidas al menosprecio de la inteligencia ajena, pero me advierte que tal vez peco de cierto fundamentalismo, que no debería acotar un arte que basa su supervivencia en la libertad de aquellos que se atreven a avanzar. Puede que sí, reconozco, pero yo sigo creyendo en la palabra como medio para expresar emoción. La emoción, dice ella, no es patrimonio únicamente de la palabra, porque también está en la música, en la imagen y en todo aquello que afecte a los sentidos. Lo que yo digo es que la tecnología está bien cuando sirve como un material más para apoyar lo que se quiere decir, sobre todo en el caso que nos ocupa, pero cuando ésta se impone sobre lo esencial, el teatro como sentimiento humano se tambalea y corre el peligro de convertirse en puro alarde. Pero, objeta ella, no estamos hablando simplemente de teatro, porque lo que acabamos de ver es también danza y poesía. ¿Acaso quedó dañada la poesía por el apoyo de música e imagen? En manera alguna, contesto, pero la cuestión no es esa; la cuestión es si todo este despliegue de medios que acabamos de ver no ocultaba una notable falta de ideas, si las metáforas que desarrollaban los esforzados bailarines eran en realidad una ensalada de clichés ausentes de recursos creativos. Ahí le he dado, pienso yo muy ufano. Pero Medea no se deja convencer fácilmente, y así, entre trago y trago de cerveza, vamos llenando la noche de reflexiones y contradicciones. Porque, en eso también estamos de acuerdo, la contradicción es un buen elemento para llegar a buenas conclusiones, aunque éstas se resistan.

NADIE LO QUIERE CREER
Hay muchos diccionarios, los oficiales y los apócrifos, aunque ninguno de ellos sea capaz de expresar todas las sensaciones que caben en la palabra hablada. Porque, a decir de mí amiga, en el teatro hay un decir sin explicar, un sugerir sin pronunciar que otorga a las palabras un inconmensurable valor cualitativo. Medea insiste mucho en que debemos presenciar el último espectáculo de La Zaranda. Estoy de acuerdo. No es que me deje impresionar por los premios nacionales, quizá es cuestión de trayectoria, de esa forma de marcar estilo que algunos grupos consiguen a base de talento y años de ejercicio. La Zaranda, siempre dentro de su lenguaje tan peculiar, es uno de esos grupos que nunca decepcionan, tal vez porque en casos como este la profesionalidad no va reñida con una insaciable energía por recorrer el camino menos transitado.
La poética de Eusebio Calonge oculta una metáfora sencilla y maliciosa, un viaje en el interior de una casa desvencijada que los criados quieren heredar cuando la señora acabe de diñarla –si es que se decide de una vez- una casa que apesta a naftalina y humedad porque nadie se atreve a abrir las ventanas. Hay casa suficiente para los presuntos herederos, porque la casa es Grande, pero resulta que la casa también es Una y de difícil división. Habrá que inventar nuevos linderos para que todos queden contentos. La señora se muere poco a poco, primero un brazo, luego el otro, un ojo que sólo se abre cuando hay que recitar de memoria los blasones de la casa y aquellos reyes tolosanos cuya sangre se coagula ahora en las venas de una vieja cuyo cuerpo se va gangrenando de pura nostalgia. La nostalgia que quedará impregnada en la atmósfera de la casa para siempre, porque el cadáver de la gobernanta quedará embalsamado como aviso para navegantes.
Medea me hace jurar por mis siete churumbeles que no olvidaré escribir sobre la cuestión del simbolismo. Porque, amigos míos, el juego de los símbolos suscita y reclama socarronas carcajadas entre el respetable. Se cuenta la verdad de manera oblicua, rehuyendo del chascarrillo facilón y abrazando el riesgo sin el menor recato. Es ahí donde La Zaranda encuentra la conexión perfecta con su público, en el hecho de contar con la intuición del espectador para completar el complejo ritual del esperpento. Nada se ajusta más que esa visión esperpéntica de La Zaranda a ese trozo de Historia que se desliza de forma sublime hasta alcanzar momentos cumbres de la conjunción de recursos teatrales: Tres magníficos actores, una luz angosta, casi sofocante, y una dirección impecable. Cada objeto del atrezo es manipulado una y otra vez, transformándose en un decorado que adquiere vida y significado propio. Cada frase del texto oculta un mensaje cifrado que arranca al espectador de los brazos de doña Pasividad. La magia del teatro ha vuelto. De hecho, siempre estará ahí, esperando a que la varita mágica de Paco el de la Zaranda haga saltar la chispa de la excelencia.
Por medio de un tirón de orejas al viejo estilo patafísico, Medea me espeta que en esa conexión con el público se incluye el dedo acusador que nos señala a todos como parte de una sociedad atravesada por la nostalgia. Es cierto, no lo voy a negar, puede que nos creamos muy progres pero en realidad no hemos hecho gran cosa por superar el apego por lo rancio, por el permanente recuerdo de los reyes godos y las grandezas del pasado, aunque esas grandezas estuvieran siempre teñidas de actos infames. Todavía recurrimos al contexto histórico para justificar un pasado que fue, en más de una ocasión, mucho más espeluznante que glorioso. Tal vez nos ocultamos en una pose intelectual de pacotilla para evitar reconocer que somos lo que somos porque una vez fuimos lo que fuimos. Nos cuesta caminar hacia delante porque nos hemos acomodado en esa añeja poltrona roída por la carcoma desde la que nos miramos en el espejo de la autocomplacencia esbozando una sonrisilla bobalicona.

VAGALUME Y LOS “TO.CAOS”

Si en algo coincidimos plenamente Medea y yo es en el enorme placer que significa para nosotros asistir a una función de Teatro de Calle. Así con Mayúsculas; porque el Teatro de Calle, es la esencia misma de la escena –una escena sin escena, o tal vez con el escenario más grande de los posibles- la madre de todas las batallas imaginarias. Vagalume, nuestra compañía decana del teatro sin barreras, ha vuelto a dar en el clavo con su último espectáculo recientemente estrenado en el parque zaidinero de Carlos Cano. “To.Caos” es un montaje dedicado a los verdaderos protagonistas de los montajes: a nuestros queridísimos técnicos, a los magos del amperio y los decibelios, a los brujos anónimos que escuchan los aplausos en el anonimato de la cabina. “To.Caos” se sirve de ingeniosa deconstrucción del mítico “Romeo y Julieta” para rendir homenaje a los personajes sin personaje. Tal es así, dice uno de ellos, que hemos necesitado a otros personajes para hablar de nosotros mismos. Los “To.Caos” son arquetipos de un mundo rico y diverso de personalidades donde todos somos necesarios, un mundo enloquecido, rebosante de energía positiva en el que hay que sacar adelante, cueste lo que cueste, los sueños por los que tanto trabajamos. Porque en la farsa a cielo abierto lo histriónico es una virtud, y el exceso sabiamente manipulado –desde los implantes neumáticos de la gran payasa Nía Cortijo, hasta los ocho suicidios de Romeo y Julieta- es sinónimo de trabajo bien hecho. Pero el Teatro de Calle, es mucho más que un espectáculo, yo diría que en él reside la esencia misma del teatro, toda esa fuerza magnética capaz de hechizar los ojos del niño que, insisto, todos deberíamos conservar en nuestro interior. Tenemos la fortuna de contar con el buen hacer de Vagalume y de un creciente número de compañías que salen a campo abierto con el objetivo de hacernos soñar: bien por ellos.
Cuando el niño era niño no sabía que era niño, para él todo estaba animado, y todas las almas eran una.

lunes, 13 de junio de 2011

BLOOMSDAY


“Nieva. Observo soñoliento cómo los copos, de plata y de sombras, caen oblicuos hacia las luces. Ha llegado la hora de variar su rumbo hacia poniente. Sí, los diarios están en lo cierto: la nieve está cubriendo toda Irlanda. Cae sobre la oscura llanura central, sobre las colinas despobladas, sobre el mégano de Allen y, más al oeste, cae suavemente sobre las sombrías y sediciosas aguas de Shannon. Cae así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposa, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Mi alma se sume en un duermevela mientras escucho caer la nieve lánguidamente sobre todo el universo, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.”

Este es el final del conocido relato de James Joyce “Los muertos”, incluido en el libro “Dublineses”. Me he permitido aportar mi propia traducción usando un tiempo presente y la primera persona, cosa que, en mi humilde opinión, no desvirtúa el espíritu del original y, mucho menos, la magnífica traducción de Guillermo Cabrera Infante en 1972.
Según el canon literario actual –es decir; según el canon del mercado literario- Joyce es un autor complejo, elitista, insoportablemente exigente. Según esos afortunados que consiguieron pasar de las cien primeras páginas del “Ulisses” (1922), Joyce es el cenit del estilo literario, el autor del texto más importante del siglo XX. Probablemente, y a la vista de que los autores que se decantan por el éxito en lugar de la literatura, acatando las normas decimonónicas –planteamiento, nudo y desenlace- Joyce seguirá ocupando por muchos años la cumbre de la narrativa contemporánea. Que James Joyce sea contemporáneo cien años después, no habla muy bien de los que estamos vivos.

Algunos –esperamos pasar de la media docena- de esos que se zamparon el ínclito mamotreto, nos vamos a reunir el próximo Jueves día 16 de junio a las 20 horas, en la taberna irlandesa “Hannigan & Sons” (C/ Cetti Meriem, a espaldas de “Granada 10”) para conversar con una pinta de cerveza en la mano y brindar gritando “Larga vida a Ulises”, “Larga vida a Joyce”. Seremos de esos a los que se llama ahora freaks o frikis, y a mucha honra. Nos quedaremos muy lejos de lo que estará pasando en Dublín, donde toda una ciudad estará de fiesta para celebrar ni más ni menos que un libro, el gran libro. El Bloomsday de Dublín, no puede compararse con ningún otro evento relacionado con la literatura. Ni las ferias de Franckfort o Guadalajara (Mexico), ni los torpes homenajes institucionales a poetas muertos que se suelen perpetrar por los cuatro puntos cardinales, llegarán nunca a la emoción y el cariño con que los dublineses inmortalizan a un gran escritor.
Otro irlandés de lujo, Samuel Beckett, desafiaba el talento de los escritores venideros con aquella enorme y mágica sentencia:
“Todo de antes, nada más jamás. Jamás probar, jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.”

sábado, 28 de mayo de 2011

EL PAIS DE LOS IDIOTAS

En el País de los Idiotas había –como en todas partes- ricos y pobres.
Por supuesto, no todos eran idiotas en el País de los Idiotas. En honor a la verdad, nadie se consideraba idiota a sí mismo.
Lo extraño del País de los Idiotas era que los ricos robaban a los pobres. En realidad, eso estaba comúnmente aceptado. Las cosas eran así y eso era lo que había.
El País de los Idiotas era gobernado por marionetas. Las marionetas habían sido confeccionadas con cara de imbécil para que la gente se identificara con ellas.
Cada cierto tiempo se cambiaba de marioneta con la intención de que la gente no se aburriera de ver siempre la misma cara de idiota. Por lo menos, ya que no inteligencia, había variedad.
Los escaparates de las librerías estaban colmados por estultas trilogías escritas para necios que se vendían como rosquillas. Los libros inteligentes, que los había, estaban amontonados al fondo de la trastienda.
La prensa se centraba sobre todo en las declaraciones de los deportistas que, salvo variaciones gramaticales, siempre venían a decir lo mismo. También estaba lo de las edificantes crónicas de sociedad, que eran seguidas con pasión por multitudes de memos.
En el País de los Idiotas las tareas estaban muy bien repartidas:
Los idiotas trabajaban para mantener a las marionetas.
Las marionetas se encargaban de recoger el dinero de los idiotas e ingresárselo a los ricos.
Los ricos se encargaban de mover convenientemente a las marionetas.
Y los lúcidos... bueno, en realidad eso no importaba.
Había bonitos espectáculos deportivos todos los fines de semana donde los idiotas podían desgañitarse más allá de los límites de la compostura. Era una forma de catarsis, algo ramplona, pero eficaz.
La gente andaba tan preocupada por alcanzar la felicidad que se olvidaba de lo fácil que hubiera sido estar a gusto.
Hubo, eso sí, un par de ancianos que empezaron a llamar a las cosas por su nombre. Llamaron ricos a los ricos y pobres a los pobres. No sentó nada bien aquello de que llamaran idiotas a los idiotas.
Entonces, de manera inopinada, algunos descontentos empezaron a protestar contra el orden establecido. Dijeron que no estaban de acuerdo en que los ricos robaran a los pobres y que el gobierno del país se encargara siempre a marionetas con cara de idiota.
Fue curiosa la reacción de los idiotas. No hicieron nada. Siguieron siendo tan tontos como al principio. Eso sí, acusaron a los descontentos de practicar la estupidez sin permiso de las marionetas.
Fue entonces cuando los descontentos se percataron de que aquel País de los Idiotas era mucho más grande de lo que pensaban: el País de los Idiotas ocupaba toda la superficie del planeta. De hecho, desde aquel día, al planeta se le quedó cara de idiota.

lunes, 23 de mayo de 2011

UTOPÍA

Cuando uno tiene a bien echar una mirada a la historia desde el momento que le ha tocado vivir, no tiene más remedio que reconocer que, para bien o para mal, el transcurso del tiempo y el resultado del pensamiento revertido en acción ha supuesto una evolución en las formas de vida –sobre todo en las occidentales- que incluye alguna que otra conquista social. Cayeron tiranías, enfermedades, carencias culturales e incluso alguna que otra institución milenaria. En muchos casos esas rémoras fueron sustituidas por otras tal vez mucho más sutiles pero no menos preocupantes. En un sistema –el nuestro- en el que se habla de libertades, nadie o casi nadie levanta la voz contra la desmedida mercantilización de nuestro pequeño universo social. Se ha mercantilizado cualquier producto: la comida, el arte, el entretenimiento… pero también hemos llegado al punto donde el hombre, su pensamiento, e incluso su dignidad se han convertido en objeto de compra y venta. La mercantilización ha alcanzado algunos derechos de una sociedad aparentemente democrática: se compran e intercambian los votos, los escaños, los cargos políticos, se regatea con los derechos laborales de los trabajadores, mientras el capital continúa al margen de una fiscalidad que en su ochenta por ciento incumbe a la renta. Con ese ochenta por ciento, que son los impuestos de la clase media y baja de un país en plena crisis, se financia a una banca, que lejos de contribuir al despegue de la economía, reparte dividendos entre las altas jerarquías. Invirtiendo el (falaz) mito de Robin Hood; el estado toma el dinero del pueblo y se lo reparte a los adocenados. Una gran parte de la clase política, lejos de compartir el día a día de los más débiles, se acomoda en una intolerable burbuja de prebendas y privilegios. Todos ellos legales, por supuesto, pero tradicionalmente amparados en el desconocimiento de la masa y la vista gorda practicada por casi todos los medios informativos. Las nóminas de sus señorías y, sobre todo, sus obscenas dietas, consuman el efecto contrario a su nomenclatura y engordan cada vez más barrigas y cuentas corrientes. Si a eso le sumamos la facilidad con que un diputado o ministro accede a un sueldo vitalicio, nos resulta poco menos que delirante cómo tales individuos, desde su exclusiva torre de marfil, han tenido la desfachatez de atrasar la edad de jubilación de los verdaderos trabajadores –aquellos que con su silencioso esfuerzo diario contribuyen a que esto no acabe de hundirse muy a pesar de sus dirigentes políticos- bajar nóminas y congelar pensiones. Del absentismo de los parlamentarios ni hablamos.
Es muy improbable que un diputado en cortes, o en asambleas autonómicas, o un ministro, o un subsecretario o un edil de capital, pueda hacerse cargo de lo que supone sobrevivir con una pensión mínima. Es casi imposible que uno de los muchos cargos o ex cargos que la menguante teta del estado está obligado a mantener, se haga una idea de lo que significa cargar con una hipoteca durante toda la vida.
Primera conclusión: los garantes de la democracia han desprestigiado a la democracia, ante la mirada conformista de la mayoría.
Ahora bien; todo hace parecer que la historia ha llegado a un punto donde la ignorancia del ciudadano sobre sus gobernantes ha empezado a volatilizarse. Tal vez sea internet, o quizá el conjunto de las penurias que la mayor parte del país vive en la actualidad, pero el caso es que, de manera inesperada, un considerable sector de la sociedad ha salido a la calle para cuestionar la veracidad de un estado de derecho. Frente a la opinión de algunos políticos de que la democracia consiste en votar cada cuatro años, los descontentos gritan que ya ha llegado el momento de dejar de ser súbditos para convertirse en ciudadanos. Frente a los privilegios de la banca y la corrupción política, los futuros ciudadanos exigen un control los gastos públicos y una legislación que vincule el aparato financiero al desarrollo de todos. Dicho de otra forma, si el estado ha insuflado las arcas de todos los bancos, el estado debería controlar en forma de acciones ese capital regalado al poder especulativo, de tal manera que a la hora del reparto de beneficios, hacienda hubiera acusado recibo. ¿Tan difícil era de entender? Pues al parecer no ha sucedido así. Ha sucedido que nuestro dinero, el dinero de los contribuyentes, ha ido a parar al bolsillo de los altos ejecutivos de los bancos. ¿Por qué? Pues sencillamente porque ese es el sistema. Un sistema que está condenado a caer, evidentemente, pero que aún tiene que dar muchos coletazos. Un sistema que promueve y garantiza la injusticia social, la desigualdad y la financiación de las campañas políticas. Un sistema donde las entidades financieras causan una crisis económica y estructural, y como castigo por su incompetencia, se llevan dinero público, eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja.
En las tertulias de cafetería, nuestra vetusta burguesía se queja de la falta de conciencia social de un pueblo que encaja todo este despilfarro sin responder, sin salir a la calle y sin reaccionar. Pues bien, cuando esto sucede, cuando millones de indignados salen a la calle para protestar contra el desamparo de los más débiles, contra la corrupción estructural y contra la apatía de los que deberían representarnos, empiezan a menudear las voces de la desconfianza. Siguiendo las consignas de los incondicionales, la prensa se hace eco de acusaciones de manipulación y oportunismo. Y sin embargo, el llamado movimiento 15 M, sigue ahí, sostenido por la voz de la desesperación, por la voz de la impotencia, por la voz de los sin voz. Estos indignados, tal vez hijos directos de un pequeño manifiesto de Hessel y Sampedro, tal vez víctimas de una forma de gobierno que hace gala de la injusticia como norma de estilo, nos están recordando una verdad terrible: la utopía ya no es aquello del bienestar o la igualdad de oportunidades, no señoras y señores: la utopía es la democracia, la verdadera democracia. Una democracia que, como concepto político, está muy alejada de este sucedáneo que nos han vendido como se vende una mercancía de dudosa procedencia.
No: de ninguna manera, la democracia no consiste en depositar el voto en la urna cada cuatro años. La democracia es algo mucho más complejo. Ser ciudadano es ser parte activa del sistema, es comprometerse con el destino de una sociedad, es responsabilizarse personal y solidariamente de lo que incumbe a todos. El voto no es tan solo un acto de delegación del poder, ya que la actividad política y administrativa debería ser primero un servicio público y no un pedestal desde el que organizar innecesarias obras públicas y disparatados festejos. Es el político quien debe servir al pueblo y no al contrario.

miércoles, 13 de abril de 2011

LAVI E BEL

Cuando escribo estas líneas pienso en aquellas cosas que me identifican como persona: mis errores, mis defectos, mis principios, mis cobardías... Según parece, de un tiempo a esta parte, pertenezco a un grupo nada selecto de folicularios cuya opinión, más o menos fundamentada, podría ejercer cierto tipo de influencia. Tal condición podría servirme para convertir una teoría, o un adjetivo ingeniosamente colocado, en un arma de consecuencias fácilmente predecibles. Permítanme que me ría para mis adentros. Por muy en serio que me tomase lo que escribo, siempre lo haré dando por sentado que se trata tan solo de mi forma de ver las cosas. Rara vez, al redactar una crítica teatral, tenemos en cuenta el enorme esfuerzo individual y colectivo que supone poner en pie una obra –frecuentemente montada a pesar de los pesares- y la renuncia que lleva aparejada la vida de los que sobreviven del puro riesgo. Hacer teatro es partir desde la nada hacia un camino plagado de incertidumbres.
Partiendo de la base de que lo perfecto no existe, podríamos llegar a un cierto consenso sobre la calidad de una función determinada. Los parámetros de calidad son, por supuesto, algo que depende en muchos casos del criterio de cada espectador. Pero ¿qué sucede cuando una obra es capaz de arrebatar la respiración del público, hacerlo saltar de sus asientos, romper la barrera imaginaria que separa el escenario del patio de butacas, hacer al espectador parte integrante e indisoluble del espectáculo y, sobre todo, REIR; reírse del mundo, de la historia, del más allá y del más acá. Reírnos de nosotros mismos, de cada uno y de todos a la vez; de nuestro propio ser, de nuestra identidad y de nuestros dolores. Reírnos de lo más sagrado y hacerlo de la forma más inocente. Reírnos hasta el punto de perder la noción del tiempo, de suspirar después de dos horas que se nos quedan cortas, e incluso pensar que nos hubiera gustado compartir con los ausentes esta experiencia vivificante. Esa y otras muchas cosas llega uno a pensar cuando sale del “Cabaret Líquido” de Laví e Bel. El “Cabaret Líquido” ha sido la pequeña gran Oda a la Alegría que una compañía de Granada ha paseado por España. En ese aspecto no sería aventurado afirmar que un modesto proyecto se ha convertido en una empresa saludablemente ambiciosa. Laví e Bel, se llevó un sorprendente Max de Teatro, compitiendo con producciones de altísimo presupuesto y éxito garantizado. Eso no es nada fácil. Pero el éxito no puede medirse únicamente mediante el cómputo de la taquilla, no señores, el éxito de una función de cabaret está en su capacidad de hacer soñar sin grandes artificios, sin necesidad de fatuas exhibiciones de poderío material. El éxito –término al que prefiero observar con cierto distanciamiento- puede estar en el don de convertir la deliberada cutrez en una obra de arte. El cabaret tiene esa magia que consiste básicamente en hacer escarnio de sí mismo, en presentarse ante el espectador y mostrar sus propias carencias de tal manera que todo parezca premeditadamente deformado, retorcido y estirado, con la noble intención de encender la chispa del ingenio, conectarla con la mecha de la complicidad, y hacerla estallar en carcajadas.
Si yo les dijera que el “Cabaret Líquido” ha sido el mejor espectáculo humorísticosatíricomusical que he presenciado en años a la redonda, ustedes me podrían contestar que estoy cayendo en el fácil ejercicio de sobrevalorar una función por el hecho de que ha sido cocinada en el pueblo donde vivo. Lo que distingue una mentalidad provinciana de un pensamiento abierto es precisamente la convicción de que nada hay más grande que el pueblo de uno. Pero ¿y si esta vez estuviéramos en lo cierto? En esta bendita tierra -como en tantas otras- nadie va a ejercer de profeta. Laví e Bel ha tenido que darse un baño de risas y emociones por la geografía nacional (y parte del extranjero) para que nos demos cuenta de lo que tenemos delante de las narices.
Las entradas para la función sorpresa del pasado veintisiete de febrero, duraron menos que una lluvia de verano. Estar presente en la despedida del “Cabaret Líquido” ha sido el privilegio de una inmensa minoría. Una sola función en la que el Teatro Alhambra no se vino abajo gracias al hormigón añadido en las últimas obras de reforma. Pero ¿por qué una sola? ¿Por qué no un par de meses en cartel? ¿Acaso no se ha demostrado con “La barraca del zurdo”, que el equipo de Emilio Goyanes tiene cuerda para rato. Cierto es que “Cabaret Líquido” es un montaje costoso, con un equipo de profesionales que se ganan la nómina a fuerza de genialidad, y con un trabajo creativo que el dinero no puede pagar. No es cuestión de ponerse a meditar en voz alta sobre la rentabilidad de un buen espectáculo, sobre todo cuando queda demostrado que el dinero invertido genera un movimiento económico nada despreciable.
Pero todo esto no es más que una pataleta personal. Yo lo que quiero es que todo el mundo pueda subirse a este crucero imaginario y navegue con el mayor de los talentos posibles hasta alcanzar la risa perfecta, la alegría de estar y sentirse vivo. A este respecto les diré que últimamente se han patentado muchos y muy efectivos medicamentos para paliar los estados melancólicos, depresivos y frustrantes que necesariamente tenemos que afrontar, pero ninguno tan eficaz como pasarse hora y media de ensueño en un teatro y seguir sonriendo todavía cuando han pasado días e incluso meses. La risa inteligente no tiene efectos secundarios, no reseca las glándulas, no precisa de aditivos, y además multiplica la producción de endorfinas, dopaminas y ganas de vivir. La risa bien inducida no nos va a curar las amarguras, pero nos dará una tregua para respirar entre hiel y hiel, y considerar seriamente que, después de la oscuridad, siempre habrá un amanecer que nos inunde los ojos de luz y esperanza, que más arriba de esos nubarrones grises se extiende un azul infinito.
Atrás va a quedar la enorme potencialidad de los actores para hacer girar cada instante de la obra con agudas improvisaciones, con morcillas de pata negra y con inesperados giros que sorprendían hasta al propio director. Atrás quedará nuestro deseo utópico de que el “Cabaret Líquido” vuelva periódicamente como los fríos invernales.
Yo que tantas veces he vivido el teatro como una experiencia frustrante, a medio camino entre el quiero y el no puedo; también necesito entender el milagro de la escena como un paño que te limpia las gafas y te permite ver la vida con una nitidez deslumbrante. Verdad y apariencia se confrontan en el teatro como dos espejos que se desafían con la nada de por medio. Entonces, cuando menos te lo esperas, puede suceder que estés siendo partícipe de esa fuerza magnética capaz de librarte de tu morralla sentimental, de extraer emociones que nunca habrías imaginado poseer, de verte señalado por el dedo acusador de la evidencia y obligarte a reconocer tu vulnerable humanidad. No es malo abrir los ojos para descubrir lo que hay más allá de nuestro exiguo horizonte. Y todo, por el módico precio de una entrada y noventa minutos de complicidad.

Gärt