sábado, 28 de mayo de 2011

EL PAIS DE LOS IDIOTAS

En el País de los Idiotas había –como en todas partes- ricos y pobres.
Por supuesto, no todos eran idiotas en el País de los Idiotas. En honor a la verdad, nadie se consideraba idiota a sí mismo.
Lo extraño del País de los Idiotas era que los ricos robaban a los pobres. En realidad, eso estaba comúnmente aceptado. Las cosas eran así y eso era lo que había.
El País de los Idiotas era gobernado por marionetas. Las marionetas habían sido confeccionadas con cara de imbécil para que la gente se identificara con ellas.
Cada cierto tiempo se cambiaba de marioneta con la intención de que la gente no se aburriera de ver siempre la misma cara de idiota. Por lo menos, ya que no inteligencia, había variedad.
Los escaparates de las librerías estaban colmados por estultas trilogías escritas para necios que se vendían como rosquillas. Los libros inteligentes, que los había, estaban amontonados al fondo de la trastienda.
La prensa se centraba sobre todo en las declaraciones de los deportistas que, salvo variaciones gramaticales, siempre venían a decir lo mismo. También estaba lo de las edificantes crónicas de sociedad, que eran seguidas con pasión por multitudes de memos.
En el País de los Idiotas las tareas estaban muy bien repartidas:
Los idiotas trabajaban para mantener a las marionetas.
Las marionetas se encargaban de recoger el dinero de los idiotas e ingresárselo a los ricos.
Los ricos se encargaban de mover convenientemente a las marionetas.
Y los lúcidos... bueno, en realidad eso no importaba.
Había bonitos espectáculos deportivos todos los fines de semana donde los idiotas podían desgañitarse más allá de los límites de la compostura. Era una forma de catarsis, algo ramplona, pero eficaz.
La gente andaba tan preocupada por alcanzar la felicidad que se olvidaba de lo fácil que hubiera sido estar a gusto.
Hubo, eso sí, un par de ancianos que empezaron a llamar a las cosas por su nombre. Llamaron ricos a los ricos y pobres a los pobres. No sentó nada bien aquello de que llamaran idiotas a los idiotas.
Entonces, de manera inopinada, algunos descontentos empezaron a protestar contra el orden establecido. Dijeron que no estaban de acuerdo en que los ricos robaran a los pobres y que el gobierno del país se encargara siempre a marionetas con cara de idiota.
Fue curiosa la reacción de los idiotas. No hicieron nada. Siguieron siendo tan tontos como al principio. Eso sí, acusaron a los descontentos de practicar la estupidez sin permiso de las marionetas.
Fue entonces cuando los descontentos se percataron de que aquel País de los Idiotas era mucho más grande de lo que pensaban: el País de los Idiotas ocupaba toda la superficie del planeta. De hecho, desde aquel día, al planeta se le quedó cara de idiota.

lunes, 23 de mayo de 2011

UTOPÍA

Cuando uno tiene a bien echar una mirada a la historia desde el momento que le ha tocado vivir, no tiene más remedio que reconocer que, para bien o para mal, el transcurso del tiempo y el resultado del pensamiento revertido en acción ha supuesto una evolución en las formas de vida –sobre todo en las occidentales- que incluye alguna que otra conquista social. Cayeron tiranías, enfermedades, carencias culturales e incluso alguna que otra institución milenaria. En muchos casos esas rémoras fueron sustituidas por otras tal vez mucho más sutiles pero no menos preocupantes. En un sistema –el nuestro- en el que se habla de libertades, nadie o casi nadie levanta la voz contra la desmedida mercantilización de nuestro pequeño universo social. Se ha mercantilizado cualquier producto: la comida, el arte, el entretenimiento… pero también hemos llegado al punto donde el hombre, su pensamiento, e incluso su dignidad se han convertido en objeto de compra y venta. La mercantilización ha alcanzado algunos derechos de una sociedad aparentemente democrática: se compran e intercambian los votos, los escaños, los cargos políticos, se regatea con los derechos laborales de los trabajadores, mientras el capital continúa al margen de una fiscalidad que en su ochenta por ciento incumbe a la renta. Con ese ochenta por ciento, que son los impuestos de la clase media y baja de un país en plena crisis, se financia a una banca, que lejos de contribuir al despegue de la economía, reparte dividendos entre las altas jerarquías. Invirtiendo el (falaz) mito de Robin Hood; el estado toma el dinero del pueblo y se lo reparte a los adocenados. Una gran parte de la clase política, lejos de compartir el día a día de los más débiles, se acomoda en una intolerable burbuja de prebendas y privilegios. Todos ellos legales, por supuesto, pero tradicionalmente amparados en el desconocimiento de la masa y la vista gorda practicada por casi todos los medios informativos. Las nóminas de sus señorías y, sobre todo, sus obscenas dietas, consuman el efecto contrario a su nomenclatura y engordan cada vez más barrigas y cuentas corrientes. Si a eso le sumamos la facilidad con que un diputado o ministro accede a un sueldo vitalicio, nos resulta poco menos que delirante cómo tales individuos, desde su exclusiva torre de marfil, han tenido la desfachatez de atrasar la edad de jubilación de los verdaderos trabajadores –aquellos que con su silencioso esfuerzo diario contribuyen a que esto no acabe de hundirse muy a pesar de sus dirigentes políticos- bajar nóminas y congelar pensiones. Del absentismo de los parlamentarios ni hablamos.
Es muy improbable que un diputado en cortes, o en asambleas autonómicas, o un ministro, o un subsecretario o un edil de capital, pueda hacerse cargo de lo que supone sobrevivir con una pensión mínima. Es casi imposible que uno de los muchos cargos o ex cargos que la menguante teta del estado está obligado a mantener, se haga una idea de lo que significa cargar con una hipoteca durante toda la vida.
Primera conclusión: los garantes de la democracia han desprestigiado a la democracia, ante la mirada conformista de la mayoría.
Ahora bien; todo hace parecer que la historia ha llegado a un punto donde la ignorancia del ciudadano sobre sus gobernantes ha empezado a volatilizarse. Tal vez sea internet, o quizá el conjunto de las penurias que la mayor parte del país vive en la actualidad, pero el caso es que, de manera inesperada, un considerable sector de la sociedad ha salido a la calle para cuestionar la veracidad de un estado de derecho. Frente a la opinión de algunos políticos de que la democracia consiste en votar cada cuatro años, los descontentos gritan que ya ha llegado el momento de dejar de ser súbditos para convertirse en ciudadanos. Frente a los privilegios de la banca y la corrupción política, los futuros ciudadanos exigen un control los gastos públicos y una legislación que vincule el aparato financiero al desarrollo de todos. Dicho de otra forma, si el estado ha insuflado las arcas de todos los bancos, el estado debería controlar en forma de acciones ese capital regalado al poder especulativo, de tal manera que a la hora del reparto de beneficios, hacienda hubiera acusado recibo. ¿Tan difícil era de entender? Pues al parecer no ha sucedido así. Ha sucedido que nuestro dinero, el dinero de los contribuyentes, ha ido a parar al bolsillo de los altos ejecutivos de los bancos. ¿Por qué? Pues sencillamente porque ese es el sistema. Un sistema que está condenado a caer, evidentemente, pero que aún tiene que dar muchos coletazos. Un sistema que promueve y garantiza la injusticia social, la desigualdad y la financiación de las campañas políticas. Un sistema donde las entidades financieras causan una crisis económica y estructural, y como castigo por su incompetencia, se llevan dinero público, eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja.
En las tertulias de cafetería, nuestra vetusta burguesía se queja de la falta de conciencia social de un pueblo que encaja todo este despilfarro sin responder, sin salir a la calle y sin reaccionar. Pues bien, cuando esto sucede, cuando millones de indignados salen a la calle para protestar contra el desamparo de los más débiles, contra la corrupción estructural y contra la apatía de los que deberían representarnos, empiezan a menudear las voces de la desconfianza. Siguiendo las consignas de los incondicionales, la prensa se hace eco de acusaciones de manipulación y oportunismo. Y sin embargo, el llamado movimiento 15 M, sigue ahí, sostenido por la voz de la desesperación, por la voz de la impotencia, por la voz de los sin voz. Estos indignados, tal vez hijos directos de un pequeño manifiesto de Hessel y Sampedro, tal vez víctimas de una forma de gobierno que hace gala de la injusticia como norma de estilo, nos están recordando una verdad terrible: la utopía ya no es aquello del bienestar o la igualdad de oportunidades, no señoras y señores: la utopía es la democracia, la verdadera democracia. Una democracia que, como concepto político, está muy alejada de este sucedáneo que nos han vendido como se vende una mercancía de dudosa procedencia.
No: de ninguna manera, la democracia no consiste en depositar el voto en la urna cada cuatro años. La democracia es algo mucho más complejo. Ser ciudadano es ser parte activa del sistema, es comprometerse con el destino de una sociedad, es responsabilizarse personal y solidariamente de lo que incumbe a todos. El voto no es tan solo un acto de delegación del poder, ya que la actividad política y administrativa debería ser primero un servicio público y no un pedestal desde el que organizar innecesarias obras públicas y disparatados festejos. Es el político quien debe servir al pueblo y no al contrario.