miércoles, 13 de junio de 2012

LA DURA REALIDAD


Devuelto al lugar de origen después de una maravillosa semana en África –Ceuta, sin ir más lejos- tiene uno que enfrentarse a esa áspera realidad del día a día. Lo cotidiano suele hacer más daño que un cantazo en la quijotera. Pero es lo que hay. Y lo que hay es caerse de la cama aún de noche y pedalear hasta la oficina. Hasta ahí, todo bien, o más o menos bien, porque a día de hoy, lo de tener un trabajo donde se labora el doble que antes por menos salario, menos derechos, y más desprecio de los de siempre, parece todo un privilegio. Alguien tendrá que pagar la enorme deuda que se han currado los gerifaltes de los bancos. Ahora incluso con el aliciente de que esa deuda habrá que solventarla con el Banco Central Europeo.
Uno vuelve a casa, sabiéndose afortunado porque un día –ya muy lejano- se dejó de copas, de amiguetes y de televisión (esto último fue de todo menos un sacrificio) y se quemó las cejas empollando leyes durante más de dos años. El privilegio se enrarecía cuando veías que el resto de los sueldos duplicaban al tuyo, que más de uno te soltaba aquello de por esa miseria no me levanto a trabajar y, aún así, seguías madrugando a comerte los papeles que nadie quería tragarse. Hubo alguno que abandonó la función pública y pasó a mejor vida.
Pues sí, tengo que decir que soy un privilegiado. Tragar papeles y desprecio me ha dado la oportunidad de hacer esto que estoy haciendo. Ya lo digo Francisco Ayala:  si quieres ser escritor, búscate un trabajo decente. Puede que lo primero siga siendo una aspiración, pero lo segundo está fuera de toda duda: mi nómina es de una transparencia que al fisco no se le escapa ni una coma. ¿Puede todo el mundo decir lo mismo? No hace falta responder a esa pregunta; como decía Berlusconi, sólo los tontos pagamos unos impuestos que, al fin y al cabo, son calderilla que irá a parar a nuestros queridos bancos.
Quejarse es inútil. Tenemos lo que tenemos porque –tal vez- nos lo hemos merecido. Pero no es eso lo que hace más duro mi regreso a la realidad. No es la constancia de que el jamón serrano –del ibérico ni me acuerdo- se acabó para mí lo que me duele. Se trata de otra cosa, otra cosa que ya no tiene marcha atrás. Lo que me priva de la alegría de estar vivo es la ausencia de un ser querido con el que viví los doce años más hermosos de mi vida. El saber que ya nunca volveré  a acariciar la cabezota de mi perro es lo que me aleja de aspirar a algún instante de plenitud. Frente a eso, frente a lo irreversible, esas tribulaciones del día a día me parecen triviales, huecas e inconsistentes.
Y sin embargo hay que seguir. Más que nada porque no queda otro remedio.