miércoles, 27 de julio de 2011

CONTRA EL EMBRUTECIMIENTO INTELECTUAL




Tal y como andan las cosas, debería dar mi enhorabuena a aquellos que hayan acertado el nombre del tipo –el hombre, no el gato- que aparece en la fotografía que encabeza este artículo. No hay tanto misterio, se trata de Georges Perec, el autor de “La vida instrucciones de uso”. Escribió mucho más, por supuesto.
Hace un titipuchal de tiempo –en 1982 para ser exactos- soportaba yo uno de esos momentos culturales del telediario en el que aparecía una “iniciativa” a tener en cuenta; a la sazón, una orquesta de pianos. Pues sí, alguna mente lúcida entre los lúcidos había creado la primera orquesta del mundo mundial para (exactamente) cien pianos, no veinte ni cincuenta, sino –mira tú por donde- cien pianos. Lo primero que exclamé ante el inusitado interés de mis familiares congregados en torno a la caja tonta, fue que aquello sonaba peor que el canto de un gallo a las tres de la madrugada. No es por divagar, pero resulta que había en los alrededores un gallo –que el diablo lo tenga a su diestra- que se ponía a desafinar a las tres de la madrugada en intervalos de quince segundos, y no paraba hasta las cinco. Volviendo a lo de los cien pianos –no tres ni cuatro, sino exactamente cien- aquel horror de los horrores fue muy comentado entre los “melómanos” de la tertulia familiar que solía disfrutar del fresco atardecer veraniego bajo la espesa glicinia. En aquella ocasión, preferí reventar antes de hablar, por aquello de evitarme ser tachado de pedantillo musical. Ese mismo año, nadie comentó –el telediario tampoco, por supuesto- que había muerto Glenn Gould mientras (y esto es más que probable) ensayaba una y otra vez sobre su Steinway “Las Variaciones Goldberg”. Gould podrá ser un intérprete controvertido, desbordado por las manías y reacio a actuar en público, pero nadie podrá negar la enorme dimensión que otorgó a la obra de Bach en sus versiones de piano. Comparar la magnitud cósmica de las “Goldberg Variationen” en la transcripción y ejecución de Glenn Gould, con aquella horrible orquesta de cien –no cuatro ni cuarenta- pianos de pared toditos juntos, resultaría tan ocioso como irrisorio. El extravagante señor Gould que, todo hay que decirlo, canturreaba mientras ejecutaba sus piezas, o mejor dicho, las piezas de algún que otro genio de la música había creado, era una de esas excepciones entre la abundante mediocridad que caracteriza a la especie humana. Por el contrario, con aquella y otras iniciativas de parecida calaña –me refiero a los cien pianos, no uno ni dos ni tres- parecía reinaugurada una política en progresión geométrica del “embrutecimiento intelectual” a cualquier precio.

Poco después, aparecía en las librerías la magistral novela de Thomas Bernhard “El malogrado” en la que, mediante un alarde de personalidad narrativa y audacia crítica, el autor austriaco convierte a Gould en un personaje literario a caballo entre lo biográfico y lo imaginario. Bendito seas Bernhard, porque tú y los que son como tú le han dado un sentido a todo esto de manchar papeles.
Ese mismo año -1982- fallecía también Georges Perec. El escritor de escritores. No estampo esa frase como el que cita aquello de rey de reyes, ni mucho menos, sino que pretendo llamar la atención sobre el referente que el autor de “La vie mode d’emploi” constituye para unos cuantos escritores, no todos, faltaría plus. En ese aspecto, diré que todavía me sorprendo al hablar con la gente del gremio y comprobar que muy pocos han gozado con la lectura de la obra del extravagante señor que aparece en la fotografía con un gato al hombro. Hace no mucho tiempo tuve la enorme dicha de saborear aquel opúsculo suyo cuyo título ya es un alarde de ingenio: “¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado al fondo del patio?” y tengo que decir que raras veces he gozado riendo a carcajadas con un alarde humor irónico, corrosivo e inteligente, fuera del alcance de todo el que no fuera Georges Perec. No será para tanto, dirán aquellos que no lo hayan disfrutado. Y en el fondo sólo estoy hablando de un pequeño y juguetón subterfugio para esbozar lo que entraña la guerra y aquellos que la practican.
He escogido a Perec por un motivo fundamental: digamos que Georges Perec demostró que para hacer una literatura de dimensiones apreciables, había que dejar la cuestión del argumento como un material más y trabajar duro en aquello que distingue al buen escritor de quienes -sencilla y llanamente- no lo son: el estilo. El estilo y no las tramas, más o menos ingeniosas (contando con que los esquemas argumentales no sobrepasan la docena) es lo que diferencia la literatura de los bodrios al uso.
Después de aquella pianolada masiva, y a raíz de la invasión del fenómeno Best Sellers en nuestro país, he visto cómo el mercado fomentaba un prototipo de lector de novelas garbanceras, desposeídas de pensamiento alguno, basadas únicamente en el difunto criterio del siglo XIX, esto es, la dictadura del argumento, y la industria editorial se empleaba a fondo en satisfacer el mal gusto imperante. Queda aún por desaparecer el talento de unos cuantos lectores que permanecen reacios al embrutecimiento cultural y siguen empeñados en descubrir a esos grandes desconocidos: Mrozek, Gombrowitz, Bernhart, DeLillo... ¿Alguno les suena? Pues me alegro por los que sí e invito a los que no a convertir su mesilla de noche en morada para esos nombres impronunciables. Puede que, después de leerlos, más de uno se adhiera a ese extravagante movimiento de los “refractarios al embrutecimiento intelectual” (nada que ver con la pedantería) y así se reconozca al ser humano como algo más que un compendio de pulsiones primarias. Estamos en internet, no tienen más que teclear Variaciones Goldberg, en el youtube (se pronuncia yutiub, creo) para gozar con las excepciones a la regla.