La semana pasada, mientras recorría
los dédalos de la Medina de Tetuán siguiendo los sabios pasos de mi
amiga María Ángeles, reparé en la presencia de aquel perro sobre
la tapia del cementerio. El atardecer parecía ganarle la partida a
un espléndido día de primavera mientras aquel solitario animal
sesteaba entre el reino de los vivos y el de los ausentes.
A la mañana siguiente, después de
tomar un delicioso té en el Café París, regresé a la Medina -esta vez en
solitario- y dejé que mis pasos me extraviaran entre las
interminables hileras de comercios.
De nuevo y por pura casualidad llegué al cementerio. No lejos de la tapia, sobre una
de aquellas humildes tumbas volví a encontrarme con el mismo perro.
Esta vez se hallaba sentado en el suelo
con la mirada absorta. Comprendí entonces que aquel animal
permanecería el resto de sus días acompañando a su amo.
Había leído y escuchado historias
parecidas sobre la fidelidad de algunos perros, pero nunca lo había
presenciado como lo estaba haciendo en aquel cementerio.
De esos compañeros que no todo el
mundo aprecia, he aprendido muchas lecciones, pero la más importante
de todas es que la felicidad se encuentra en las cosas más
sencillas. No hay que rebuscar en las agencias de viajes, ni en los
boletos de lotería, ni en los telefonillos de última generación para ser feliz. Basta con saber apreciar el
instante en su justa medida. Y la medida del instante es incalculable
precisamente porque es efímero.
Cuando nuestro perro nos sigue a todas
partes, no es que ande buscando afecto, sino más bien para
entregarnos el suyo, para asegurarse de que no nos sentimos
desvalidos.