lunes, 19 de febrero de 2024

DE TANTO MIRARNOS AL OMBLIGO

 

Con el paso de los años me he ido volviendo imperdonablemente refractario a sumergirme en eso que hoy llaman poesía contemporánea. Parto de la convicción de que no todo lo que se denomina así es, en rigor, verdadera poesía. No creo que merezca la pena entrar en consideraciones más allá de mi propio criterio que es, por definición, un criterio subjetivo.

Lamento reconocer que me resultan terriblemente indigestas esas verborreas de infantes bien alimentados aunque privados del derecho a una verdadera educación, que se debaten entre el ñoño lamento y el cursilirismo, siempre ocupado en el YO más feble, en el sufrimiento del que lo tiene todo y todavía no se ha enterado de nada. Es el signo de los tiempos; la psicología contemporánea (nada más ajeno a la ciencia) pone el YO por encima de cualquier otra prioridad. Entre libros de autoayuda y terapias de dudosa eficacia, tenemos grabadas a fuego las máximas que solucionan buena parte de nuestros conflictos: quiérete mucho, trabaja tu autoestima, tú eres lo primero... y, en fin, ese tipo de consejos que no son, ni más ni menos, que lo que el paciente espera escuchar.

Lejos de culpar a Shopenhauer, no es descabellado inferir que esta concatenación de mantras, proviene de una malentendida mecánica de origen oriental destinada a alcanzar la felicidad como estado, dejando de lado aspiraciones tan sencillas como la asequible posibilidad de sentirse a gusto, y que ha devenido en obsesión al ser adoptada por una sociedad (la nuestra) éticamente voluble y aburguesada.

Millones de seres humanos se entregan al yoga, al taichí, o al mindfulness; panaceas del bienestar, fantásticos curalotodo que, obviamente, no curan absolutamente nada, pero sugestionan de maravilla. Y todo ello para acabar comprendiendo que la cuestión radica en distinguir lo que es verdaderamente necesario y lo que, a todas luces, sería perfectamente prescindible.

De tanto mirarnos al ombligo hemos perdido la capacidad de ver.

Tal vez, un buen chapuzón en las adversidades ajenas nos podrían a todos en situación de comprender que no es tan mala vida la que, por lo menos a buena parte de los occidentales, nos ha tocado vivir. Nos bastaría con saber ponernos en los zapatos ajenos para saber que buena parte de nuestros males son puramente imaginarios.

Seguramente no hubiera perorado todo lo anterior si antes no hubiera tenido la enorme dicha de abrir un libro de poemas, un pequeño, discreto, elegante y humilde libro que una escritora de extraordinaria madurez reflexiva y mesurada elegancia ha dedicado nada más y nada menos que a la otredad. La sobriedad con que María Ángeles Barrionuevo desvela a esos otros, a aquellos que no han nacido en la tierra de la abundancia, a los que tienen que jugarse la vida (y tantas veces la pierden) para aspirar a un porvenir medianamente digno, ha tenido la capacidad de tocarme la moral desde los primeros versos.

Al mar se han ido/ todas las almas/ todos esos cuerpos/ a alimentar los peces/ a volver plateadas sus manos/ Con sus nombres han trenzado collares/ ávidas sirenas/ Dembe, Sikhou, Nesta... / Al mar se han ido.


Así de sencillo y así de complejo: unas pocas palabras y toda esa mezquindad con que defendemos las migajas de nuestro pastel, choca directamente con toda idea de justicia.

Siendo una excepción el amor palmario al prójimo, al diferente, al extranjero; me atrevería a afirmar que ese difícil equilibrio entre la auténtica tragedia y la sutil belleza de las palabras, logra aquí, en el poemario NÓMADAS (Ed. Olé Libros 2024) la emoción que da sentido al hecho poético, la vibración de esa verdad que debería cubrirnos de vergüenza, y que observamos con desdeñosa indiferencia, cuando no con odio miserable.

Ojalá me equivoque, pero auguro que NÓMADAS, no será un superventas, y precisamente porque señala con dedo acusador nuestros más tristes pecados: la inmarcesible codicia y su hija bastarda; la pertenencia.

Hemos recortado con cuidado/ con tijeras cruelmente afiladas/ la hermosa piel de la Tierra/ Tatuado fronteras, organizado nominaciones/ como si fuese nuestra (…) delineado con pasmosa exactitud/ todo lo que nos hace diferentes/ Hundimos puentes, levantamos vallas/ clausuramos con empeño el Paraíso/ Pusimos en sus puertas la espada llameante.

Fue Albert Einstein quien, en una carta que dirigió a Sigmund Freud afirmó que "el nacionalismo es el sarampión de la humanidad. Una enfermedad infantil". Algo tan perverso como la obligatoriedad de llevar un pasaporte para viajar, era impensable hasta la Primera Guerra mundial que, curiosamente, fue el momento en que la exaltación nacionalista condujo a la muerte a más de diez millones de seres humanos, y al descalabro social a todo un continente.

Ciertamente, la mayoría de los que habitamos en el Hemisferio Norte, no veremos en primera persona cómo el hambre consume a nuestros propios hijos, no tendremos que subirnos a un débil cascarón para atravesar un mar que, a día de hoy, es el mayor cementerio del Planeta Tierra, y no tendremos que recoger hortalizas en un invernadero a cincuenta grados centígrados. La mayoría de nosotros no tendrá que cargar con el irracional sambenito de ser el enemigo de la civilización occidental.

Es una suerte que todavía existan sensibilidades que construyan materiales tan delicados como unos poemas, donde el ritmo, la musicalidad, el sabor de las palabras y la belleza estética, se supediten a esa extraña criatura que es el amor al prójimo. Una gota en el océano, sí, pero al fin y al cabo una gota perfumada con la lucidez de quien demuestra que la dignidad humana empieza justamente en nuestros semejantes.


viernes, 19 de enero de 2024

DOÑA HORTENSIA

 

A sus provectos noventa y nueve añitos, eso sí, con un cutis impecable y una beatífica sonrisa dibujada en las comisuras, doña Hortensia vio cumplido su fervoroso deseo de no llegar a los cien. Quedó ella plácidamente dormida, con el Cándido de Voltaire entre las manos, mientras sonaba Autumn Leaves en la radio, y en el aire flotaba un envolvente perfume de magnolias que se colaba por su balcón desde el jardín de los vecinos.

Ni una sola arruga enmarcaba sus ojos marinos, ni un solo pliegue llegó a surcar su sedosa frente, y ello sin haber pasado jamás por las manos del codicioso cirujano, sin haber recibido ni un solo pinchazo de sintético botulismo.

Ante el estupor de los dermatólogos y la curiosidad de las vecinas, doña Hortensia alegaba que llevaba más de ochenta años sin experimentar el menor enfado y que, la última vez que fue poseída por un berrinche, supo atender a las sabias palabras de su abuela, quien le apremió a superar la irritación recordándole que cada rabieta a la que se entregase provocaría una arruga más en su angelical semblante.

Dicho y hecho; la pequeña y dulce Hortensita decidió que, en adelante, no encontraría ningún motivo para el enfado y que nada, ni el peor de los demonios, conseguiría turbar su ánimo.

Y bien que lo consiguió.

Reconozcamos que, motivos para cabrearse, hay incontables, si bien es cierto que la simpar Hortensia aprendió a valorarlos en su justa medida, esto es: ninguna; ni la menor.

Si fue o no feliz a lo largo de su generosa existencia es cosa baladí, pues el ser humano es hijo del instante, y el instante (efímero por definición) puede tener de todo menos duración. Si el éxtasis amoroso durase lo mismo que una sinfonía de Bruckner, dejaría de llamarse éxtasis. Digamos que, allí sentada con su amado Voltaire, en su poltrona favorita, o paseando en bicicleta, o llevando de la mano a sus nietos, e incluso resolviendo un pertinaz crucigrama, ella supo entender la importancia de eso que llamamos estar a gusto, y nunca dejó de ser consciente de que, más arriba de los plomizos nubarrones que ocultan la luz del sol, despunta un azul tan insondable como lo fueron las pupilas de doña Hortensia.


domingo, 24 de septiembre de 2023

MARIO Y LISETTA

Andrea Camilleri
 

Lo que aparentaba ser el sueño eterno de dos amantes, va a verse interrumpido por la insaciable curiosidad del comisario Montalbano. Los amantes Mario y Lisseta, asesinados durante la segunda guerra mundial, despiertan ahora llamando a la conciencia de quien les ha encontrado. Han pasado más de cincuenta años y, a pesar de la bruma del olvido, aparece alguien que tiene preguntas cuyas respuestas poseen vocación de imposibles.

El perro de terracota es una novela más entre las muchas que Camilleri dedicó al personaje del comisario Montalbano, un tipo de carácter insufrible, celoso, despótico, obsesivo, glotón, maniático, estricto en el método y heterodoxo en las estrategias, que a su vez no tiene más remedio que soportar las ínfulas de jefes estúpidos, políticos rancios y periodistas tendenciosos.

Ahora bien, los que nos dejamos embriagar por sus vicisitudes, caeremos subyugados bajo su encanto humano, zamparemos las novelas de Camilleri con la voracidad del perro que roe un hueso de jamón, y sacrificaremos el sueño con la sola idea seguir los pasos de Montalbano y su reducido equipo de inadaptados. Facio, paradigma de la eficacia, es ajeno a los nuevos tiempos y aún se maneja a base de papelitos en los que anota absolutamente todo lo que averiguan aunque la mayor parte de los datos no sirvan para nada. Augello se pierde en la contemplación de una falda. Galluzo es un buenazo, aunque también es propenso a disparar tiros al aire y dar chivatazos a la prensa. Catarella (¡qué grande Catarella!) patoso hasta el paroxismo, pero referente moral, amén de genio innato de la informática. Y el viejo dottore Pascuano, goloso impenitente que fantasea con hacerle la autopsia a su querido comisario.


Con estas y otras mimbres Camilleri construye un hito en el cuadro de la novela policíaca. Al igual que Conan Doyle y Simenon, Camilleri crea con Montalbano un fenómeno de impredecibles repercusiones
editoriales al tiempo que atrae a millones de lectores al ejercicio literario, digno de un versado dramaturgo, en el que el estilo y el pensamiento priman sobre la trama. Camilleri roza lo sublime en la definición de cada uno de los personajes evitando describirlos de forma directa al modo galdosiano, y optando por sus acciones, sus conflictos y sus errores.

Lejos de los inverosímiles héroes de la pantalla, la humanidad de Montalbano, su estéril combate contra el afán de protagonismo de la clase política, su empeño en conocer la verdad por encima de la caza al culpable, le hacen merecedor de un lugar fuera de lo establecido en la novela negra.

A través de los relatos de Camilleri el ávido lector entrará en el universo mítico de Sicilia, en escenarios inventados que son paisajes reales poblados de personajes robados de lo cotidiano: matronas vociferantes, empleados taciturnos, porteras chismosas, ingenuos choricillos, inmigrantes despreciados, beatas de estampita, curas de cabecera de mafiosos, abogados tortuosos y, sobre todo, gente humilde, individuos desposeídos de todo menos de su dignidad.

Montalbano no es infalible: carga con sus miedos y sus pesadillas como lo hace el resto de los mortales, con la única diferencia de que, el comisario de policía de Vigata, el gourmet de las trattorías de Sicilia, capaz de contemplar un cadáver e incapaz de presenciar una agonía; se nos ha hecho inmortal... al menos para unos cuantos.


jueves, 25 de mayo de 2023

EL TIEMPO DE LAS TINIEBLAS


Cuando una librería cierra, una galaxia entera pierde parte de su luz. No se trata tan solo de una mala noticia; es la señal inequívoca de que toda la sociedad ha fracasado. Hemos naufragado en las escuelas, en los parlamentos, en los informativos, en los foros económicos, en la familia y, sobre todo, en nuestros valores.

Cuando una librería -una pequeña, encantadora, modesta y mágica librería- desmonta sus anaqueles y cierra los candados, todos nosotros, los que aún creemos en la posibilidad de salvar al ser humano, todos los que vivimos aferrados a la convicción de que la vida no basta por sí sola, de que es quimérico alcanzar la plenitud al margen de las letras impresas; todos nosotros, digo, perdemos buena parte de nuestra biografía, todos nos hundimos un poco más en el fango de la mediocridad.

Hemos sido capaces de entronizar el obsceno espectáculo de lo banal, el morboso interés por la miseria ajena, el narcisismo ridículo, el parasitismo insolente, la compulsión por lo novedoso, la insaciable codicia, y sin embargo, hemos proscrito nuestra capacidad de imaginar.

Cuesta trabajo entender que estemos renunciando a ese espacio donde todavía es posible la libertad, para entregarnos voluntariamente al yugo de un diminuto dispositivo de propagar bulos y ansiedad, para convertirnos en hojas de hierba arrastradas por un vendaval de discursos vacuos.

Entrar en una librería, acariciar esos pequeños islotes de sensibilidad, saborear la belleza de unas palabras capaces de elevarnos muy por encima de nuestra finitud, es arriesgarse a perder la gravedad, es sumergirse en el corazón del universo sin ninguna garantía de regresar a lo que fuimos.

El olor de las páginas de un viejo libro despierta al niño soñador que alguna vez abandonamos para dejarnos llevar por el apego a lo insustancial.

Una puerta no se cierra por sí misma: somos nosotros, ciegos de ignorancia, quienes nos encerramos en el angosto espacio de lo inmediato. Lo triste, lo verdaderamente triste, es que no hemos reparado en que esa puerta que hemos cerrado era antes un puente hacia lo insólito.


Quien vive solo de lo tangible, renuncia a la posibilidad de lo imposible.


domingo, 29 de enero de 2023

LO QUE NO QUEREMOS VER

África no se parece en nada a la distorsionada imagen que nos han inoculado desde el cine occidental. Acostumbrados a los clichés que nos endosa la mente supremacista que impera en las productoras cinematográficas, estamos convencidos de que el paisaje africano es una inmensa cancha para que los impolutos blancos disfruten de sus safaris mientras los negros portean fardos sobre sus cabezas o sirven el té en vajilla de porcelana.

Para conocer el verdadero rostro de África y, sobre todo, con la intención de comprender algo tan lejano como ignoto, el autor del libro UN GESTO INSUFICIENTE, Antonio Osuna Ropero, ha confeccionado la experiencia de dos viajes de cooperación en una aldea de Mozambique, en forma de diarios pormenorizados con ilustraciones de su propia mano.

El proyecto inicial consistía en ir a la escuela situada en Marera, a unos veinte kilómetros al sur de Chimoio, que es la ciudad más cercana, y enseñar a los alumnos a elaborar queso de forma artesanal. Pese a las dificultades que conlleva la abrumadora pobreza de aquel país al sur del continente y la escasez de medios materiales, y con un segundo viaje de por medio, se consiguió abrir una pequeña quesería dotada de todas garantías las sanitarias, que en la actualidad es gobernada por los propios alumnos del centro.

Esta, digámoslo así, podría ser la sinopsis del libro.

Ahora bien, una vez que el lector se sumerge en la espléndida prosa de Antonio Osuna, y por tanto en el verdadero contenido del libro, no tiene más remedio que poner en solfa la visión del mundo, que hasta ese momento gobernaba sus esquemas. Llegados a este punto el lector se verá inmerso en una apasionante experiencia que fluctuará entre la luminosa descripción de fondo y forma, las lúcidas reflexiones, y la justa indignación ante la evidencia de la enorme injusticia que están obligados a padecer aquellos que han tenido la desdicha de nacer en un lugar perversamente olvidado.

Precedido de una modesta autobiografía del autor, hombre criado en el campo andaluz, de humilde extracción social y enorme cultura autodidacta que va quedando patente en las páginas del libro, el relato de los viajes, los paisajes y, sobre todo, el paisanaje mozambiqueño, tiene por fuerza que remover las fibras sensibles del lector.

Sobre la tierra rojiza de África, salpicada de una vegetación muy diferente a la que podemos ver en nuestro continente, el autor nos presenta una realidad diametralmente opuesta a la que un occidental puede vivir en nuestros días. Desde una esperanza de vida muy inferior a la nuestra, un modelo de alimentación —cuando la hay— pobre en aportes energéticos, y unas carencias sanitarias que deberían avergonzar al primer mundo, Mozambique es una muestra más del enorme fracaso que, en materia social, ha supuesto el progreso. Tenemos medios técnicos que nos han ayudado a superar unas terribles pandemias, somos capaces de enviar sondas espaciales más allá del sistema solar, conversamos fácilmente con gentes que están en el otro lado de la Tierra, y sin embargo dejamos morir en la más absoluta miseria a millones de seres humanos, algunos de ellos por enfermedades que aquí se palían con paracetamol.

No es cuestión de andarse con paños calientes: para que nosotros podamos tener el ritmo de vida que disfrutamos en la mayor parte del hemisferio norte, para que unos cuantos plutócratas acumulen una riqueza que jamás tendrán tiempo de disfrutarla, en otros sitios han de carecer de lo más elemental. El mercado manda.

Las reflexiones del autor, deslumbrantemente redactadas y marcadas por la experiencia real y el profundo estudio del medio en el que se ha movido son, en muchas ocasiones, devastadoras, pero también necesarias. No solo vamos a quedarnos en el relato de ficción que nos venden las partes interesadas, como seres humanos precisamos comprender lo que, de forma deliberada, se esconde a nuestra mirada.

A la mirada de Antonio Osuna no le basta con recrearse con los bellísimos atardeceres de África, sino que se centra en las personas que habitan uno de los lugares más deprimidos del mundo. El albañil que trabaja descalzo, los chiquillos de las aldeas que se interesan por el blanquito que pasea solo por los polvorientos caminos, las enfermeras que atienden un centro de salud sin medicinas ni médicos, los viejos que han pasado la vida soñando con ver el mar y nunca lo logran, las parturientas que se juegan la vida en el intento, los misioneros que luchan sin apenas armamento contra la ignorancia y el hambre, las mujeres pobres condenadas desde niñas a una maternidad múltiple y a sacar adelante a su prole sin la ayuda del inseminador.

UN GESTO INSUFICIENTE es un libro de personajes que recrea con pasión la encarnizada lucha de un modesto pueblecito de Córdoba por sacar adelante un pequeño proyecto de desarrollo: un gesto insuficiente, sí, pero también un gesto necesario.

No es gratuito preguntarse qué sucedería si en estos mundos donde los perros se atan con longaniza, se multiplicaran unos cientos de miles de gestos inútiles.