domingo, 2 de marzo de 2014

MÁS FLORES DE ALMENDRO


Mi madre, esa criatura que nos enseñó lo que significaba soñar, nos contaba que el más grande de los Omeyas, Abd al-Rahman III, mandó edificar una ciudad palatina de ensueño en honor a su concubina favorita, la granadina Azahara. A decir de las leyendas -las de mi madre, por supuesto- mientras se edificaba la medina en las faldas de Sierra Morena, el califa preguntó a su amada qué era aquello que más añoraba de su Elvira natal. Ella le dijo que todos los inviernos echaba en falta aquellas montañas, de nombre Sulayr, que se cubrían de un blanco manto de nieve. La nieve, ese frágil elemento en peligro de extinción, poseía para aquella pequeña mujer de grandes ojos, un embrujo evocador.

Un día soleado del invierno de 945, cuando por fin estuvo terminada la hermosa Madinat al-Zahra, ambos amantes fueron a contemplar las maravillas que habían concebido los mejores artistas del califato. Tanto los jardines de la medina como las montañas que la abrigaban habían sido cubiertos de almendros que, en aquellos días se hallaban en plena floración.

Dicen que una suave brisa que bajaba de la sierra, hizo que millones de pétalos blancos flotaran en el aire como una suave nevada, algunos de los cuales fueron a caer sobre el maravillado rostro de Azahara. 


A veces, leyenda e historia se mezclan y confunden como una gota de agua en un vaso de vino. A veces, incluso los poderosos sienten la necesidad de escribir poesía para dar rienda suelta al ser humano que ocultan bajo su coraza de soberbia.


Azahara no vivió muchos años más. Dejó tras de sí, un rey nostálgico y una obra tan bella como efímera. En el año 1010 de la era cristiana, Madinat al-Zahra fue incendiada y destruida a resultas de una guerra civil.


Cuando visité por primera vez las ruinas de aquella ciudad perdida, tuve que comunicar a mi madre que ya no existían los almendros que rodeaban la ciudad, y que la presión inmobiliaria empezaba a amenazar el paisaje de aquel depauperado vestigio de la grandeza humana.


Lo cierto es que, mil años después, volví a experimentar la sensación de ensueño que me inoculaban los relatos de mi madre. La magia que aún me sigue envolviendo cuando me dejo mecer por las divinas palabras de Sherezade, perfumaba la espléndida voz de aquella reencarnación de Azahara, llamada Kate Bush, cuyos ojos oscilaban entre la melancolía y la fascinación como el aleteo de una mariposa.