martes, 13 de septiembre de 2011

ALTA SOCIEDAD



La Duquesa del Infantado, doña Maria de las Nieves Molinari, miraba a través de sus impertinentes al palco de los Condes de Palancares. El Conde de Palancares, don Andrés Adalberto Quirós y Pérez Pi de las Alpujarras, miraba de soslayo el generoso escote de su nuera, Petronila Cercedillas, quien no perdía detalle de la espléndida diadema que lucía la Baronesa del Tocón. La Baronesa del Tocón admiraba el ostentoso abanico de plumas de caribú de doña Fuencisla Rancaño, a la sazón viuda del Vizconde de Socuéllamos y estrábica desde la cuna, quien con el ojo derecho atendía el drama que se desarrollaba en el escenario, mientras que con el izquierdo escudriñaba cada gesto de la última amante de Emeterio Braojos, hijo primogénito de la marquesa de Los Alminares. A decir de las malas lenguas, la tal Amaranta Cijuela, mujer de nebulosa reputación, jamás llevaba ropa interior bajo aquellos vestidos de seda japonesa. ¡Ni tan siquiera una combinación! Y para colmo, era más que conocido el affaire que a su vez mantenía con el ínclito Mariscal Von Flüsse, laureado estratega y amante de reconocido prestigio. Pero eso de las amantes era tan solo una tapadera, porque en ese mismo instante, Emeterio Braojos acechaba con ardor al hijo imberbe de los Condes de Armilla –lo que se dice un efebo- mientras la señora Condesa, doña Maria de los Remedios Rivers, clavaba los prismáticos en la tercera fila del patio de butacas, donde el muy estólido de Cornelio Rabanal lloraba a moco tendido con el aria de soprano que la diva emérita, Aurora Padilla, destrozaba al final del tercer acto. Claro que también era posible que Cornelio llorase por culpa de los torpes gorgoritos que pergeñaba la Padilla con la tácita intención de humillar a Masenet. A todo esto, el Condeduque de Churriana dormitaba en su palco, y tan solo abría los ojos cuando la Condesa de Maracena le atizaba en el cogote con su estola de armiño. Desvió entonces la señora Condesa de Armilla sus impertinentes al palco de doña Ignacia Manuela Alcántara, marquesa de Las Albuñuelas, quien miraba a la platea donde era a su vez observada por la recientemente salida del convento, señorita Molinari, hija de la duquesa del Infantado.
¡Menuda desfachatez! -dijo entre dientes la señora Marquesa de las Albuñuelas cuando cayó en la cuenta de que su intimidad era literalmente violada por aquella presunta mojigata- ¿Es que ya nadie enseña modales a la juventud?