sábado, 20 de marzo de 2010

EUROPA

Uno, que siempre se ha quejado de las muchas lacras que azotan y azotarán a su pueblo, no tiene más remedio que reconocer que hay una cuestión donde el andaluz podría ser digno de reconocimiento. Pues sí, damas y caballeros, el andaluz tiene una virtud –contando con que lo que algunos ven como una virtud es contemplado por otros como una tacha- pero además es una de esas raras cualidades que nadie ha discutido hasta ahora. Veamos. Frente a las grandes problemáticas filosófico-culturales que llevan gangrenando Europa desde la noche de los tiempos en torno a la identidad nacional de cada pueblo, algunas de las cuales, justo es decirlo, suelen resolverse con alardes de folclore y pamplinas varias; resulta que el andaluz nunca se ha preocupado por su identidad, por el hecho de pertenecer a un grupo homogéneo donde reconocerse como miembro de tal sociedad o forma de pensar. Esto tiene una fácil explicación: en primer lugar, los andaluces jamás han sido homogéneos en nada, ni siquiera en el habla, y mucho menos en las costumbres. Pretender que un habitante de Mecina Bombarón pueda hacer patria con otro de Segura de la Sierra, es poco menos que menospreciar la inteligencia.
En segundo lugar, tendríamos que aclarar que el andaluz nunca ha necesitado sentirse como tal, sencillamente porque lo es. Cuando uno es, ¿para qué precisa perder el tiempo en intentar comprender un hecho inevitable? Eso, a mi entender, es una cuestión de azar. Se nace donde se nace, y por tanto se es, más allá de las cuestiones de voluntad o simpatías. Nos podemos gustar más o menos tal como somos, pero nunca podríamos negar lo que somos. Por tanto: nacemos como nacemos, respiramos una forma de ser (o más bien unas cuantas formas de ser más o menos parecidas) y no hay más que contar. Ni falta que hacen las banderas, ni falta que hacen los himnos, ni falta que hacen las romerías y las ferias. Esto tiene su parte buena, porque cuando uno es algo sin necesidad de experimentar alardes patrióticos, queda descartado que se nos ocurra ir a hacer la guerra por la patria, o por los intereses de algún patriota.
Los pitagóricos lo explicaban de una forma deliciosamente poética, aunque a la postre resultara de escasa entidad científica. Cada planeta del universo recorre su correspondiente órbita a una velocidad de miles de kilómetros por hora, de manera que cada uno emite un zumbido, como el que emite una flecha al cortar el aire, pero en función de su tamaño. Digamos que cada uno de esos zumbidos planetarios se corresponde con una nota musical (probablemente algo grave) y que todos esas notas componen un inmenso acorde, como si pulsáramos al mismo tiempo todos los pedales de un gran órgano barroco pero, claro está, un órgano del tamaño del universo. El caso es que todos nacemos y vivimos sumergidos en ese acorde, pero no lo percibimos, porque desde que habitamos en el vientre de nuestra madre, el acorde universal está ahí, en todas partes y en todas las dimensiones, y nuestros oídos se acostumbran a él hasta el punto de convertirlo en aparente silencio. Está ahí pero no lo sentimos. Es sin necesidad de ser percibido. Existe aunque nuestros sentidos no se percaten de su verdad.
Hay quien dice que la existencia de Europa como un todo, como una sola nación, va a ser una de las mayores utopías de nuestra era. Razones no le faltan, pues la pretensión de meter a esta abigarrada cuna de occidente en un mismo barco, con la enorme diversidad que hay contenida en el viejo continente, resulta lo más parecido a enviar una nave tripulada al sol –aunque se intente de noche- o creer en un futuro sin guerras, sin hambre y sin ordinariez. Tal vez por ese motivo, esto de la Unión Europea atufe demasiado a interés económico, a mercadomanía y bancocracia, y poco o nada a cuestiones culturales y estructurales.
Razón de más para darse por vencido si un foráneo nos pregunta qué nos identifica a los europeos con respecto al resto del mundo. Porque un musulmán, podría decir que el Islam, con todas sus variedades y sus diferentes formas de contemplar el mismo texto, ha creado una identidad supranacional, una cierta cultura, eficazmente diferenciada de aquello que no lo es. Yo puntualizaría que el Islam no es tan unitario como unos creen y otros pretenden. Y si no que alguien trate de convencer a un sufí de que tiene que practicar la yihad o guerra santa. Y sufíes hay a millones.
Pero este no es el tema, la cuestión es encontrar si hay algo que identifique a los europeos como tales, si existe algún símbolo, alguna razón por la cual podamos sentir una experiencia común. Y mira tú por donde, cuando ya estaba convencido de que esto de Europa no tenía mucha sustancia, de que hace tiempo que nos hemos olvidado de Sócrates y de la escuela de Atenas, me acuerdo de algo que ningún otro pueblo más que el Europeo, puede o debería entender como signo de identidad. Todos los europeos nacemos bajo ese acorde universal del que hablaban los pitagóricos, y creemos que no está ahí, hasta que volvemos a escucharlo, a sentirlo como algo intrínsecamente nuestro, como algo de lo que podemos enorgullecernos. Los europeos tenemos la Novena Sinfonía de Beethoven, tenemos algo mucho más que una patria, un himno o una bandera, aunque la mayor parte de nosotros no sepamos percibirla, aunque muchos de nosotros vivamos en una sordera menos orgánica que la del compositor, pero mucho más emocional. Podría decir incluso, que el hecho de que Beethoven compusiera la Novena Sinfonía cuando ya estaba completamente sordo, es la más grande de las metáforas sobre la condición europea. Y diría más; esa cosa nuestra, ese excepcional acto de grandeza humana, ha sido capaz de traspasar las fronteras del fanatismo y la tontería patriotera. NUESTRA Novena Sinfonía, es amada y sentida en Johannesburgo, en Philadelphia, en Santiago de Chile, en Kyoto, en Beijing, y seguirá por muchos años demostrando que, aunque sea de forma excepcional, el hombre también es capaz de crear cosas sublimes.
Y créanme si les digo que, aunque parezca poco, muy poco o casi nada, que nuestro único signo de identidad se encuentre entre las notas del Himno a la Alegría; haber nacido bajo el signo de esa música celestial, y ser capaz de derramar una sola lágrima cuando ese acorde universal nos atrapa, nos muerde y nos zarandea, es mucho más grande que la más grande de las victorias.
Larga vida a La Novena.