Hoy ha nevado. Vale la
pena madrugar para contemplar la ciudad -o al menos sus partes
horizontales- cubierta de una esponjosa capa de helado de limón.
Aprovecho la ocasión para salir de paseo con el señor Brun. El señor
Brun es un boxer de color canela que aún no ha cumplido los dos
años. No puedo evitar que su breve compañía me recuerde la
ausencia de aquel que fue el compañero de mi vida. Ahora transito
entre la alegría del momento y la nostalgia del amigo perdido.
Pero el señor Brun tiene toda
una vida por delante. Hoy será la primera vez que pise la nieve. Al
principio titubea antes de poner sus cuatro patas en la crujiente
granizada. Unos minutos después corre enloquecido sobre la virginal
colcha que hay tendida detrás de La Cartuja.
Cuando regresamos a casa,
una conjunción de pisadas, rodadas y sol, ha empezado a derretir ese
fugaz milagro que tantos y tan buenos momentos me ha dado. Los niños
-la niñez no tiene edad- libran cruentas batallas con bolas de
nieve. Ojalá todas las guerras se resolvieran a base de bolazos de
nieve. Pero claro, pedir inteligencia a un militar es como pretender
resolver un problema de matemáticas sin recurrir a la lógica. Más aún; si los
generales dispusieran solamente del blanco elemento para el noble arte de la guerra, seguro que se las apañarían para provocar espantosos aludes.
Pero afortunadamente hoy
ha nevado. Mi ciudad -una ciudad cualquiera de provincias- se ha
vestido de blanco y nos ha regalado un sublime instante de alegría.
La
vida es como la nieve: alcanza su plenitud cuando menos te lo
esperas y luego se va derritiendo hasta extinguirse. Cierto es que
deberíamos aprender de la nieve a esponjar la tierra para la nueva
vida que ha de resurgir en primavera. No todos entienden la vida como
un compendio de pequeñas alegrías. Algunos persiguen cosas más
tangibles y derrochan su existencia adquiriendo bienes innecesarios.
Alguien dijo que las
cosas imprescindibles van en sentido inverso al precio. Un diamante
puede costar más que una vivienda, pero la vivienda es necesaria
mientras que el diamante no sirve para nada. Un yate es mucho más
caro que la ropa con que ahora me abrigo. Una botella de champagne es
más cara que el agua. Y así hasta llegar al único bien
imprescindible que no tenemos que pagar: el aire. El aire flota y se mueve, corre bajo las faldas, se cuela por las rendijas del corazón y, lo más importante, no está sujeto a las leyes del mercado.
La nieve es tan bella
como efímera. Tal vez deberíamos madrugar para gozarla antes de que
se nos derrita.