martes, 2 de octubre de 2012

EL JUEGO DE LOS ABALORIOS

Herman Hesse


Cada día se va haciendo más selecto el extravagante club de los que alguna vez leyeron el Ulises de James Joyce y –para colmo- dicen haber gozado con la lectura. Habría que aclarar que no es nada sintomático el sambenito de “lectura compleja” con que se ha querido etiquetar la obra de Joyce. Seguramente estemos viviendo en el momento en que más libros se venden y menos literatura se lea. No es un lamento, es lo que hay. Los mercados –aunque algún ingenuo quiera creer en lo contrario- mandan en las políticas presupuestarias de los gobiernos, y por supuesto, dictan lo que se debe colocar en los escaparates de las librerías. Frente al bombardeo mediático y el enorme peso de la mercadotecnia, el lector medio ha ido perdiendo ese inmensurable tesoro que fue la libertad de elegir. Por supuesto, siempre habrá excepciones; esas anomalías que rompen la regla imperante y que hacen de la literatura un territorio no del todo manipulable.
La discusión sobre las calidades literarias de lo que se publica en estos momentos no ha servido ni servirá de gran cosa. No es ese el tema. El tema consiste en la existencia de otro espacio aún más exclusivo que el de los lectores del Ulises, un círculo en el que resulta casi anecdótico el encuentro entre dos lectores del mismo libro, siendo dicha obra una de las cumbres de la literatura europea. Me refiero a aquellos que en algún momento de sus vidas se sumergieron en las páginas de El juego de los abalorios de Herman Hesse. Seguramente, esos que tuvieron la fortuna de acceder a la apócrifa biografía de José Knecht, el magister ludi que encarna esta metáfora a medio camino entre la utopía y la distopía que, a fin de cuentas, fue la premonición que Hermann Hesse realizó sobre un porvenir que ya es presente. En el mundo de El Juego de los abalorios, la cultura profunda e integral ha dejado de ser un bien al alcance de la mayoría para convertirse en objeto de folletín. La era del folletín ha se ha instalado en occidente, y la inteligencia se nos ha quedado en una aspiración, una quimera cada vez más alejada de los anhelos humanos. El conocimiento y el gozo espiritual han quedado marginados en una serie de reductos donde la mayoría de la humanidad mira con desprecio. El saber es un capricho para unos cuantos “pedantes”, o al menos así piensa buena parte de la crítica moderna. Así las cosas, la mirada a este mundo del folletín que Herman Hesse deposita en las páginas de El juego de los abalorios, se remite al interior de la mítica Castalia, una institución donde el conocimiento y el arte han sido sacralizados.
Penetrar en ese cosmos de Castalia, en ese territorio donde la razón recupera el sentido de la existencia, fue uno de los viajes más valiosos que haya realizado en mi vida. Tenía yo diecisiete años cuando quedé atrapado en aquel presunto ladrillo al que, día a día, encaminaba mis pasos durante los largos meses que invertí en su lectura. Han pasado treinta años y todavía me siento parte de aquella profecía.
Frente a esa obra cumbre de la literatura universal, he escuchado voces que calificaban a Hesse como un autor que diseñó un pensamiento de fácil acceso para los jóvenes lectores de mediados del siglo pasado. Es cierto que muchos de nosotros hemos crecido a la sombra de El Lobo Estepario, Sidharta, Bajo las ruedas, o Demian. Y sin embargo no es menos cierto que valorar a un autor por una parte –nada fútil, por cierto- de su obra, resulta una torpeza de dimensiones inabarcables. Juzgar la literatura de Herman Hesse sin un conocimiento profundo de la más grande de sus obras, es como creer que se conoce a Ravel por ser el autor del “Bolero”. Por el contrario, aventurarse entre las páginas de esta creación literaria de largo recorrido, acercaría al ávido lector a un conocimiento auténtico de aquel que fue el autor de cabecera de las generaciones inconformistas. 
Y todo esto ¿para qué? Pues para acabar reconociendo que en esta vida hay quien está para pasar el rato, pero también hay quien existe para vivir el instante. Ambas actitudes parecen un más de lo mismo, y sin embargo, están situadas en hemisferios opuestos, casi diría antagónicos. Uno se puede embriagar contemplando la superficie del mar, pero les aseguro que en esa posibilidad (como en la vida) es mucho más emocionante sumergirse en el abismo, más allá de lo aparente.