lunes, 28 de octubre de 2013

NADIE NOS QUISO CREER




Aquella crisis de principios de siglo se llevó consigo lo mejor de nosotros. Nadie sabe a ciencia cierta cuánto tiempo duró pero el caso es que, años después de que las voces autorizadas dieran por terminada la depresión, seguíamos respirando una atmósfera enrarecida, como si alguien hubiera teñido de gris nuestras vidas y ya no halláramos el modo de recuperar los colores perdidos. 
A pesar de los saldos positivos, de los dividendos favorables y las subidas de tipos de interés, la mayoría de nosotros seguía teniendo la sensación de que todo continuaba igual.
Es más, sin apenas darnos cuenta, empezamos a normalizar un estado de postración que iba desembocando en una dinámica de cierres generalizados. Cerraron las tiendas de antigüedades, los ultramarinos, los cabarés, las terrazas, los encantes, las mercerías, las librerías de viejo, las tiendas de música, los bazares, las salas de cine, e incluso llegaron a cerrar algunos espacios que antes tuvieron la condición de públicos. Y sin embargo, la gente seguía pasando de largo en medio de aquella desolación como si nada estuviera sucediendo. Nos habíamos acostumbrado a ver como el mundo entero cerraba sus puertas, y aun así, reconozco que a día de hoy, no es fácil imaginar un panorama tan desolador.
Llegó el día en que alguien advirtió que llevaba años sin ver a una pareja besándose en la calle. A pesar de lo extraño de tal afirmación, los demás no tardamos en corroborarla. Aquellos que estaban casados o emparejados, advirtieron pronto que habían perdido la cuenta del tiempo que no ejercitaban el arte de besar. Recorrimos parques, estaciones, bulevares, riberas, avenidas y vestíbulos de hotel, y no encontramos el menor atisbo de aquella inocente muestra de pasión.
Ya nadie hablaba de furtivos amantes que se besaban en callejones, de aquellos novios que aprovechaban la oscuridad de las salas de cine para unir sus bocas. Y lo peor, ninguno de nosotros echaba de menos algo tan hermoso y tan sencillo como el roce de unos labios. No obstante éramos conscientes de aquella realidad, por más que la tuviéramos perfectamente aceptada. Aunque nadie nos quisiera creer, negarlo habría sido faltar a la verdad: alguna fuerza -no sabemos cual- que gravitaba muy por encima de nuestras voluntades, nos había despojado del deseo de besar y ser besados.
De alguna manera que nunca supimos explicar, aquella húmeda fricción entre bocas, aquella desesperada lucha de dos lenguas por ser una, aquel intercambio de delirio y saliva, junto con todo lo que pudiera significar, se convirtió en un anodino recuerdo, que acabó evaporándose con el transcurso de los años.