sábado, 25 de febrero de 2012

EL FIN DE LA POSMODERNIDAD


Resulta complejo hablar con seriedad de algo tan difuso, tan etéreo, como el concepto de posmodernidad. Dado que nunca ha habido acuerdo entre los posmodernos, tal vez deberíamos aceptar que precisamente esa misma falta de armonía podría servirnos de referencia. Nadie duda ya sobre la falta de cohesión entre aquellos que se lanzaron de cabeza al saco de la posmodernidad como característica definitoria. Eso engloba a la cuestión del reparto del pastel. Los posmodernos tienen algo claro: la tarta es grande, pero cuantos menos seamos para comérnosla, tanto mejor. 
A diferencia con las generaciones de principios del siglo XX –pongamos por caso al grupo del 27- los posmodernos no han querido acercar posiciones entre sí, nunca han pretendido constituir corporaciones exentas de sectarismo exclusivista. Han ejercido incluso un alto grado de discriminación con respecto a los que no forman parte de sus mesnadas. Nada que objetar con respecto a la calidad de sus productos, dado que la cuestión de la calidad es siempre absolutamente subjetiva. No se puede medir el valor de una obra de arte, de un texto literario, si no es bajo la sombra de unos parámetros preestablecidos. Ahora bien, en cuanto a las aportaciones que –sobre todo en el caso literario- hemos recibido de la posmodernidad, habría que afirmar que ésta ha adolecido por lo general de una ausencia de compromiso con la búsqueda de nuevas voces. El posmodernismo, como reacción contra las vanguardias de principios de siglo, se establece en muchas ocasiones como un más de lo mismo. Sin dudar, eso sí, en ahogar cualquier intento de dar la nota por parte de alguna que otra voz discordante. Porque la élite posmoderna se ha alojado en el sistema apoderándose de los medios de masas y, rechazando de paso, la más mínima intromisión en su campo de acción.
El surgimiento del posmodernismo como reacción consecuente contra las vanguardias precedentes, ha dado como resultado una colección estilística a medio camino de ninguna parte que impregna de nostalgia todo aquello que es elaborado en este ambiente. Pasarán los años y seguiremos leyendo odas y panegíricos a la movida de los ochenta. A más de un intelectual se le escapa una lagrimita cuando evoca aquellas noches de un Madrid plagiado de Vigo, donde menudeaban grupos de música que a su vez parodiaban a formaciones anglosajonas. Había, eso sí, raras excepciones, pero la norma imperante se basaba en una imagen que en ocasiones rayaba en el patetismo más decadente. Y aquella época de pintorescos contrastes y más ruido que nueces, fue mitificada a imagen y semejanza de una generación de burgueses disfrazados de progre, entregada a la impostura de una falsa izquierda criada en colegios de pago.
Toda actividad artística tiene como fin un determinado producto. Cuando ese producto se convierte en mercancía, entra en un campo donde la competencia es norma. Así pues, el factor a tener en cuenta en un mercado competitivo es la eliminación sistemática de competencia. Aunque hubiere pastel para todos, el posmoderno exige un lugar exclusivo en la mesa. De esa manera entra en acción el juego de los golpes bajos entre los comensales. Ninguno de ellos soporta la presencia de los demás porque todos entienden que son merecedores del trozo de tarta más grande, o mejor aún: la pieza completa. 
Ahora bien: en los márgenes de esta opípara merienda, fuera de las cadenas de montaje de los suplementos culturales y lejos de las áreas de influencia de las reglas de lo políticamente correcto, empiezan a crecer constelaciones de pensadores libres. Quizá hicieron estilo de vida de aquella máxima de Francisco Ayala de buscarse un trabajo digno y no esperar vivir de la literatura. Hasta el momento, lo que antes eran astros solitarios, han sabido navegar por su propia cuenta en los diversos campos de la creación.  Despreciados por los egregios y rechazados por el mercado, se han alimentado en la heterodoxia hasta adquirir voces inéditas. La cualidad que les hace diferentes es el respeto -e incluso la sacralización- por esa diferencia. No esperan que todos hablen su mismo idioma, que los demás sigan sus pautas estilísticas o sus convicciones morales. Lo que admiran en el otro es que siga su camino más allá de dogmas y reglas. Han empezado a compartir experiencias sin aguardar a que la oficialidad les ofrezca la teta de su patrocinio. Tienen por tanto dos ventajas sobre la moribunda posmodernidad: son independientes y al mismo tiempo desean y necesitan estar juntos. Ahora solo queda esperar a que ellos solos sean capaces de combinar esos condimentos para obtener un guiso que no sepa a más de lo mismo.  De una cosa podemos estar seguros; lo que venga después de la posmodernidad será cualquier cosa menos la eterna repetición de ideas y conceptos a que estamos acostumbrados. Tiempo al tiempo.

domingo, 19 de febrero de 2012

TODOS LOS POETAS TIENEN DOBLE VIDA



Salvo raras excepciones, todos los poetas llevan doble vida. De algo tendrán que comer las criaturas, digo yo. Los hay profesores, dependientes, administrativos, ingenieros, fotógrafos, zapateros, aparejadores, bibliotecarios, jornaleros, mineros, restauradores, carteros, camareros, instaladores de cocinas, farmacéuticos, porteros, comerciales, sociólogos, vigilantes de vertedero, cocineros, estomatólogos, e incluso médicos. Seguro que he dejado atrás un número considerable de variopintas profesiones –espero que nadie se siente olvidado u ofendido- pero es que la vida es así y en la viña del señor tiene que haber de todo, menos uvas. Viene al caso esto de la necesidad de trabajar para poder escribir, justamente por la profesión médica. Mi admirada poeta (y a pesar de todo amiga) Carmen García es, entre otras muchas cosas, médico especializada en inmunología. También trapichea con bolígrafos de imitación, pero al parecer no se trata de una actividad muy lucrativa, dado que luego se dedica a regalarlos a los amigos.  Pero ese no es el caso. El caso es que en su época de laboratorio –la mejor de su vida, según me contó- fue partícipe de un inquietante descubrimiento. Por causas fortuitas, el equipo donde trabajaba la poética doctora García, llegó a la conclusión de que los hornos microondas con portezuela de cristal alteraban el ADN de todo bicho viviente que pasara por las inmediaciones del citado artilugio.
Este descubrimiento podría ser la explicación a la extraordinaria decadencia intelectual y moral que empieza a manifestarse en nuestra civilización occidental. Las alteraciones en el ADN causadas por la proximidad del horno microondas serían la causa de que una buena parte de nuestros adolescentes no sepan lo que es leer por el puro placer. Cierto es que no podemos cargar todo el peso de la culpa en los microondas, cuando todos sabemos que nuestro sistema educativo sigue empleándose a fondo en privar a los jóvenes de su derecho a la educación.
Lo que sí parece plausible es que el devastador efecto de los microondas en el ADN sea el causante de que nuestros gobernantes se dediquen a regalar dinero público a los banqueros; despojar a la clase trabajadora de derechos fundamentales, bajar el sueldo a los empleados públicos, subir el sueldo de concejales y alcaldes, cerrar bibliotecas, indultar a políticos corruptos y, en fin, hundir en el descrédito a esa utopía llamada estado de derecho.
Por supuesto, todo esto es pura teoría. Pero también es cierto que, por más que le doy vueltas a la cabeza, no encuentro otra explicación para la actitud conformista, complaciente, e incluso masoquista de un pueblo literalmente estafado por los de arriba. Eso explicaría la única razón de que nuestros gobiernos actúen de manera tan infame. Todo aquel que actúa de forma mezquina lo hace “porque quiere y puede”.