miércoles, 26 de febrero de 2014

LA FLOR DE ALMENDRO


Fue hace tanto tiempo que ya ni siquiera recuerdo su nombre. No podría precisar de qué color tenía los ojos; si era alta o baja, morena o rubia. Sólo sé que su pelo olía exactamente igual que huelen las flores de almendro. Su pelo poseía un perfume denso y vagamente dulce. Un aroma discreto y sensual capaz de encender mis mejores instintos y hacer que me temblaran las piernas.
Eso fue, como digo, hace tantos años que, a veces, he llegado a sospechar si no se trató de otra vida, o mejor aún, de otro de mis muchos sueños.
Desde entonces aguardo impaciente cada mes de febrero a que los almendros estallen como relámpagos en la noche y atraigan la vehemente danza de las abejas.
Este año -debe ser por las lluvias- me ha costado encontrar una flor que me hiciera evocar aquel deseo adolescente. Un deseo vívido y hermoso que se completaba en sí mismo, sin el impulso de buscar otras flores más carnales.
El viejo almendro de mi barrio, ya casi moribundo, apenas exhibió unas leves salpicaduras de nata en la copa. Los almendros de mi pueblo de adopción, se llenaron de colores blancos y rosáceos, pero con un aroma tan tenue que apenas era perceptible a corta distancia.
Salí entonces a pedalear por los olivares que rodean la demacrada ciudad donde habito, y encontré un joven ejemplar al borde del camino. Detuve el velocípedo -aun a riesgo de esnafrarme- en pleno descenso, y compartí por un instante el libar de unos cuantos insectos.
Allí volví a evocar -aunque siempre supe que todo instante es irrecuperable- aquel perfume del primer amor; aquella evanescente sensación que una vez le dio sentido al resto de mi vida.

Perdón por el arrebato cursilírico. No volverá a suceder... por el momento.