jueves, 5 de septiembre de 2013

LAS LÍNEAS DE LA IMPOSTURA


Hay conflictos que poseen una naturaleza cimentada sobre la más aplastante de las lógicas. Son aquellos que se generan continuamente –casi de forma periódica- en esos espacios que, sobreviviendo a los fundamentos básicos de la razón, continúan marcando diferencias entre los seres humanos.
Pocas cosas son tan inútiles, ruines y evanescentes como los conflictos fronterizos. Y sin embargo, como bien demuestra el devenir histórico, las desavenencias nacidas como corolario de la existencia de las fronteras, poseen una constante palmaria: todas ellas son inevitables.
Resulta entonces patético contemplar como, tanto los medios de comunicación, como los personajes públicos, recurren al rasgado de vestiduras cuando “una oportunista mano negra” parece descorrer la cortina que oculta lo más despreciable del sentimiento humano. El conflicto fronterizo -a fuerza de ser artificial, estéril y reiterativo- está en la naturaleza misma de la frontera. Las fronteras son producto de la violencia. Ninguna línea imaginaria se traza en un mapa sin un claro precedente bélico. Las fronteras han servido a su vez para crear mezquinos sentimientos que tienden a identificar a los de dentro y excluir a los de fuera.
Todas ellas proceden del mismo imperativo histórico: el de aquellos tiranos de la antigüedad que derramaban la sangre de sus vasallos para anexionarse tierras vecinales. Por supuesto, no todos los vasallos acudían de buen grado al matadero para dar satisfacción al sátrapa de turno. Para solventar esta pequeña minucia se inventó el sentimiento nacional, el patriotismo o el nacionalismo: con la sana intención de convertir a los siervos en carne de cañón. Hoy sublimamos esas batallas (no todas) mediante fervorosos encuentros deportivos en los que el forofo, bandera en mano, se desgañita insultando al taimado rival.
Otro gallo nos cantaría si, antes de enarbolar banderas, nos detuviésemos a pensar en lo que eso significa. Que esa aparente necesidad de identificación en la masa, no se sustenta en el trillado proyecto común, sino en la terca idea de la superioridad sobre lo ajeno, inculcada desde la cuna y consagrada en los altares del amor patrio. La frontera, símbolo triunfante de la obsolescencia ideológica de nuestro mundo, es la expresión política de la violencia que habita en el corazón humano.
Así pues, ¿qué otra cosa que el conflicto puede surgir de las zonas nacidas y maduradas en el más puro conflicto? ¿A qué escandalizarse por la materialización de esas diferencias que hemos creado a golpe estupidez? ¿Qué podemos esperar de aquellas marcas que separan a familias que se desprecian mutuamente?
Siendo claro que las partes interesadas prosiguen en su contumaz empeño en desafiar lo razonable, digamos que una hipotética desaparición de esas líneas que surcan los mapas políticos, es algo así como una quimera inalcanzable.
Y lo que resulta más curioso: estando en una coyuntura internacional en la que los mercados marcan el ritmo de los Ejecutivos occidentales, ¿de qué hablamos cuando hablamos de soberanía?
A lo mejor va a resultar que todas estas tribulaciones veraniegas no son más que fuegos de artificio –que no llegan a la categoría de estrellas fugaces- concebidos para hacernos mirar a otro lado, para que la atención del respetable se desvíe de lo verdaderamente importante.

lunes, 2 de septiembre de 2013

LA PUERTA DE LOS ABISMOS


De nada sirvieron las advertencias de mi hermano. Él vino conmigo aquel día plomizo de otoño en que nos mostraron la casa. La casa era fría, nadie lo podía negar. Sin embargo, su precio era más que razonable. Bastaría con una reforma en profundidad para dejarla transformada en el hogar de mis sueños.
Poco me importaron las habladurías de los vecinos. Cuentos sobre familias que enfermaban por las bajas temperaturas de la casa. Historias de niños tísicos que murieron años atrás, quedando su espectro adherido a los cimientos de la casa. Vagas referencias a inquilinos que abandonaban el recinto después de una primera y última noche. Chismes propios de mentes ociosas.
Invertí todos mis ahorros en una reforma integral. Saneamiento de las instalaciones de agua y electricidad, aislamiento térmico en las paredes, ventanas de carpintería metálica con doble cierre, tarimas flotantes de madera y radiadores de última generación. La obra terminó en primavera. Liquidé mis deudas y corrí a instalarme una lánguida tarde de mayo. Calenté una infusión y salí a la terraza a contemplar el efímero crepúsculo. Cuando cerré la puerta tras de mí lo comprendí todo. No era cuestión de aislar la casa de la atmósfera exterior, porque lo de fuera nada influía en lo de dentro. El frío ya estaba en la casa, antes que la propia casa.