domingo, 16 de diciembre de 2012

LA BICICLETA



Alfred Jarry en su bicicleta

“Cada vez que veo un adulto en bicicleta dejo de desesperarme por el futuro de la raza humana”
H.G.Wells

A veces –contadas veces- el editor acierta al encabezar una obra de compilación con un aforismo. En este caso, el aforismo de H.G. Wells es la guinda de ese maravilloso pastel denominado “Ubú en bicicleta”, (Ediciones Gallo Nero, 2012) dedicado a algunos de los mejores opúsculos de Alfred Jarry, padre de la patafísica, creador de Ubú Roi, y precursor de gran parte de las vanguardias literarias del siglo XX. 

La máquina de tracción humana, ese exoesqueleto que algunos reverenciamos frente a los malos humos, fue una de las pasiones que Jarry mantuvo a lo largo de su corta existencia hasta el punto de hacerla protagonista de algunas de sus creaciones literarias. Jarry es el tipo que pasea en bicicleta por París en esa fotografía que corona esta entrada, y que, por supuesto, nunca llegó a pagar. Ningún otro autor ha llegado a mimetizarse tanto con su propio personaje. No fue el único; su doctor Faustroll ha sido a su vez santo patrón de la ciencia patafísica moderna, una ciencia del absurdo que empieza a albergar más genialidades que la masonería.

Para algunos como un servidor, la bicicleta no es una máquina en sí, sino parte de un todo compuesto por el motor primario –el insustituible ser humano- y el exoesqueleto más generalizado de cuantos se puedan encontrar. Una bicicleta no genera más contaminación que la del propio aliento, sus piezas se pueden reciclar hasta el infinito, es el vehículo que pesa menos que el usuario, apenas ensucia el suelo por donde rueda, y coadyuva a liberar casi tantas endorfinas como la risa. Como decía Mario (Sancho Gracia) en la película “La bicicleta” de Sigfrid Moleón: en el coche enciendes la música; en la bicicleta, tú cantas.

Resulta bastante complicado matar a alguien atropellándolo con una bicicleta. Habría que pasar unas cuantas veces por encima de la víctima para dejarla bien muerta. Las cifras de los atropellos mortales tienen su campeón mundial: el automóvil. Uno se puede lesionar gravemente en un accidente ciclista pero, por lo general, ese tipo de accidente resulta mortal con la inestimable colaboración de un coche. La bicicleta no hace ruido. Una manifestación de tres mil ciclistas atraviesa la Gran Vía de Granada en diez minutos y no deja ni una octavilla en el suelo. 

 Si a esto le añadimos que la bici no consume combustibles fósiles, y que el que pedalea no paga el billete de autobús, llegaremos a la conclusión de que nos hallamos ante un artefacto altamente transgresor.

Será por eso que el Ayuntamiento de Granada “estudia” la posibilidad de prohibir la circulación de bicicletas por la arteria principal de la ciudad. Quizá a nuestros próceres les resulte peligroso que un elemento tan inocuo comparta espacios con otros vehículos, como de hecho lo hace en la mayor parte de las ciudades centroeuropeas donde el tráfico es más fluido por la sencilla razón de que hay menos automóviles. Cada día hay más de cien mil bicicletas en las calles de Berlín. No hablemos de Ámsterdam, Copenhague, Oxford, Barcelona, Helsinki, Praga, Estocolmo, Bruselas, Luxemburgo, Estrasburgo, Oslo, Ginebra… No sé si seguir con la lista o reconocer que nunca aspiraremos a superar un pensamiento rancio y provinciano basado únicamente en el interés económico.

El que ha tenido la suerte de enamorarse de esta bellísima máquina sin tubos de escape ni lujos innecesarios, sabrá ya que no es preciso recurrir al salto en paracaídas ni a las drogas de diseño para experimentar esa eufórica ingravidez que brota en las entrañas al deslizarse por calles, carreteras, pistas y caminos, por el simple placer de hacerlo. 

Cada día, siendo aún de noche, vuelo en mi bicicleta hacia la oficina donde intento ganarme la vida decentemente. No me importa que llueva o haga frío, que el camino se ponga cuesta arriba o que algún conductor amenace mi existencia. Supongo que ese es uno de los motivos por los cuales empiezo la mañana con una sonrisa en la cara. Suban a un autobús, métanse en un atasco a hora punta, y miren a su alrededor. Observen las caras de quienes les rodean y busquen un solo gesto de alegría. A lo mejor va ser verdad eso de que el carburador de un ciclista está en su propio corazón.

Tal vez pedalear no garantice ninguna comodidad. Es, incluso posible, que sea un ejercicio arriesgado. Siendo así convendrán conmigo que esta vida es ya de por sí lo bastante perra como para que, encima, le quitemos ese poco de emoción que le da sentido.