miércoles, 22 de marzo de 2017

EL DISCRETO TAMAÑO DEL UNIVERSO


Uno, que no es más ni menos que algo de tiempo y otro tanto de anhelo, ha de armarse de paciencia cuando tiene la mala suerte de ir a caer en la sala de espera de un prestigioso traumatólogo. Esperar, aparte de un derroche casi siempre inútil, es un ejercicio de humildad para el que no siempre estamos preparados.
Durante la última espera traumatológica, consumí tantas dosis de agonía que tuve tiempo de presenciar cómo todos los presentes a mi llegada y alguno de los que fueron arribando mucho más tarde que yo, iban pasando a la consulta, y viendo sus esperanzas de sanación moderadamente cumplidas. Vi a una señora de andares renqueantes salir con paso firme después de oír lo que quería oír. Presencié cómo una hermosa muchacha de pronunciadísimo mentón y diminutísima nariz emergía de la mágica sala con todas las recetas necesarias para una existencia dichosa. Conocí a un jocundo caballero al que las radiografías habían encontrado un camafeo prendido en la clavícula. Y, finalmente, pude ver a una nación casi al completo, incapaz de concebir la vida sin un dispositivo de intercomunicación en la mano.
Pero, sobre todo y por encima de todo (valga la redundancia), pude contemplar en el espacio de aquellas dos horas, el universo en toda su intensidad. Dos horas fueron más que suficientes para releer por vigésimo tercera vez las sagradas páginas de El Aleph, denso relato en el que el tiempo y el espacio quedan comprimidos hasta el punto de que Todo puede estar contenido en un espacio no más grande que un globo ocular.
Y allí, en ese espejo donde emerge la pura esencia, escuché los cantos de las ballenas corcobadas bajo los hielos del ártico. Allí escudriñé a un petimetre con sus rubias melenas recién desengrasadas, engrasándolas de nuevo a fuerza de obsesivas caricias. Probé todos los vinos que jamás me hubiera podido permitir. Besé los labios de Nefertiti. Sobrevolé la Corriente de Groenlandia sobre la espalda de un albatros gigante. Perdí la vida en la batalla de Dunkerke. Accedí a todos los libros de la biblioteca de Alejandría. Caminé sobre las aguas del mar de Galilea y enterré la semilla del árbol de la ciencia.
Todo eso pude, resumidamente, experimentar en aquellas dos horas de espera, porque el ancho universo y todos sus detalles tiene cabida en el interior de El Aleph.