domingo, 18 de noviembre de 2018

¿QUÉ PASÓ CON EL TALENTO?


En el diario El País de 18 de noviembre de 2018, una viñeta cómica reproduce un desierto donde un hombre barbudo, cubierto de harapos, se arrastra por la arena mientras un avión despliega una pancarta que ofrece un rescate “premium” por 4,99 euros. La viñeta, no exenta de mordacidad, es -no hace falta ser un lince- un claro remedo del finísimo humor de Forges.
En la música para el ballet La Création du Monde, su autor Darius Milhaud no se cortó un pelo a la hora de plagiar varios detalles de Rapsody in Blue de George Gershwin.
En la mítica movida madrileña, así como en las décadas posteriores, muchas bandas ahora añoradas, recordaban algo más que vagamente a los Beatles, Sex Pistols, The Doors o a Dire Straits. Búmbury imita a Jim Morrison hasta en el vestir, Calamaro hace lo propio con Bob Dylan, Maná suena como Police. Se escapaban de la farsa algunos como Radio Futura o Golpes Bajos que, por aquello de unas letras demasiado intelectuales no pudieron entrar en los 40 principales. Julio Iglesias todavía sigue en situación de libertad tras perpetrar aquel célebre atentado contra la esencia del tango. Luis Cobos hacía como que dirigía una orquesta que ya era dirigida por una caja de ritmos totalmente automatizada.
A día de hoy, son muchos los cantaores que han decidido parecerse a Camarón, incluso en la mala vida que llevaba. La pléyade de íncubos y starlettes inventados en los laboratorios de O.T. o salidos de los clubes de karaoke, han hecho carrera a base de berrear unos gorgoritos tras los que se adivina la afectación de Mariah Carey. Lo que antes era hortera hoy es clásico.
El monólogo dramático, uno de los géneros más complejos del teatro, ha sido suplantado por una estirpe de humoristas de todo a 1€. La Fura dejó de cabrear los poderes fácticos y ahora se deja domesticar (complacientemente) por los nuevos mecenas y por el poderoso caballero.
Los grandes grupos editoriales promocionan y premian a profesionales de las letras que basan el éxito de sus novelas exclusivamente en las truculencias argumentales. El imberbe Joël Dicker cuenta por millones las ventas de un tramposo bodrio bautizado con el original nombre de La verdad sobre el caso Harry Quebert y que, a no mucho tardar, será transmutado en una exitosa serie para televisión. Murakami, eterno aspirante al (inefable) premio Nobel de ¿literatura? ostenta la plusmarca universal en dilatar inútilmente la llegada de los desenlaces en detrimento de una cosa llamada estilo y que es lo que diferencia a lo que caracteriza a los grandes. Merece más que nadie la atención de los guionistas televisivos.
Las novelas góticas, herederas directas de las de caballería -no menos insensatas que aquellas que trastornaron la mente de Alonso Quijano- copan los escaparates de las grandes librerías. Hubo un pequeño asomo de cervantismo que hizo algo más que cuestionar la dictadura de la trama frente a la complejidad de la creación literaria, pero se nos murió sin llegar a viejo, después de haber sobrevivido fregando platos, cuidando campings y robando libros en México D.F.
Frente al imperio de la mediocridad y a la falacia del éxito, afirmo que hay, hubo y habrá talentos olvidados que esperan el autobús en una calle oscura y desierta, después de haber arrebatado un centenar de corazones resucitando al gran Monteverdi.
El talento es hoy una rara anomalía dentro de un sistema que entroniza la mediocridad y margina la genialidad. El talento transgrede la norma y sonda mucho más allá de las percepciones primarias. El talento no anda a la caza de las subvenciones ni al amparo del poeta oficial de turno, porque antes que nada es, fue y será incómodo, impopular e incomprendido. El talento es una débil llama que se mantiene encendida en medio de toda esta oscuridad espiritual que generan los focos del circo y las luces de neón.
Quizá el desprecio por la excelencia que han mostrado durante las últimas décadas nuestros gestores en materia de educación ha parido una sociedad más preocupada por el funcionamiento de dispositivos móviles y las amistades virtuales que por la reflexión y el abrazo. Quizá este mismo desprecio por la excelencia nos ha privado de conocer a más de un genio.