sábado, 20 de febrero de 2010

Diarios de Cabezadeperro 2

Pensemos en la apatía.
La apatía puede ser, según se mire, un don o una rémora. Ahora es una virtud social, una cualidad digna de encomio, porque hoy la mirada es incapaz de percibir los matices, está enfocada para el discurso aprendido, no para las ideas. Somos parte de un subconjunto de incondicionales de esto o aquello, de células ajenas a la duda.
Nuestra apatía nos ha robado la capacidad de aceptar la complejidad de la que estamos hechos. Por eso tendemos a simplificar todo cuanto nos rodea; por eso y porque el pensamiento simple siempre ha gozado de éxito. Cuando más sencillo sea el mensaje, más aceptación tiene entre las masas. El gran éxito del nacionalsocialismo fue la simplicidad de su mensaje: nuestra nación es demasiado grande para tan poco espacio, por lo que se hace imprescindible ir comiendo terreno a los vecinos. La idea es simple, como la mayoría de las ideologías.
Y en esa línea, la ideología vendría a ser algo así como la no necesidad de tener criterio, ¿para qué? si ya tenemos adoptada una doctrina bien perfilada por los ideólogos de nuestro amado partido.
Ya podemos volver a instalarnos en nuestra cómoda apatía.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Diarios de Cabezadeperro

Mal empezamos el día. Anoche estuve escudriñando algunos artículos acerca del principio de incertidumbre y como consecuencia tuve una pesadilla de lo más incierta. Por la mañana me desayuno una entrevista con un crítico literario (cuyo nombre olvidé al poco de digerir aquella sopa de letras) en la que se reconocía deudor de Franz Kafka.
Según parece, uno de los grandes ¿¡descubrimientos!? de la crítica literaria en la segunda mitad del siglo XX, fue la asombrosa influencia de la obra de Kafka en los autores contemporáneos. Una idea sorprendente, partiendo de la base de que el primer gran heredero del legado kafkiano, Samuel Beckett, fue capaz de estirar la prosa hasta límites que rara vez volverían a rebasarse. El caso de Beckett no es único pero indudablemente resulta el más notorio hasta el momento. Por supuesto, dentro de la apuesta por una literatura como campo de expansión del pensamiento y del estilo, dentro de una idea de lo escrito como experiencia única e insobornable, nos queda la enorme e ignorada obra de Witold Gombrowitcz, el valeroso DeLillo, y las generosas aportaciones de Djuna Barnes, Vila-Matas, Goytisolo, Perec, y probablemente algunas docenas de talentos inéditos. Teniendo en cuenta por donde van los tiros en el mercado editorial, apostaría un buen gripazo a que debe haber por ahí verdaderos genios inéditos.
Lo que sorprende es que todavía resulte una rareza lo de escarbar en el antes. ¿Existió el síndrome Kafka antes de Kafka? Porque, seamos rigurosos, la genialidad no surge por generación espontánea. Ciertamente, sería inimaginable la obra del checo sin el precedente de Melville y su Bartleby, y menos aún sin ese lugar extravagante que fue el instituto Benjamenta, mitológico santuario del Jacob von Gunten. Al igual que somos lo que comemos, porque estamos hechos de lo que nuestro organismo fagocita y sintetiza, no es menos cierto que el escritor es en gran medida lo que ha leído. La diferencia entre la mediocridad y el talento consiste en que el talentoso ha leído libros mediocres y ha sabido olvidarse con facilidad de ellos. Murakami cita con asiduidad a Kafka, pero en su literatura, apenas reluce la influencia kafkiana. Kafka es citado como el que muestra las fotografías de esos lugares donde ha practicado el superficial entretenimiento del turismo: con buenas dosis de prejuicios y elevado desconocimiento del medio.
A la vista del panorama, la influencia de los grandes escritores ha sido poco menos que anecdótica. Quién se atrevería a fecha de hoy, a someter al lenguaje más allá de su propia coherencia, más allá de la funcionalidad descarnada con que se escriben los complacientes éxitos editoriales cuyo principal mérito es reproducir por enésima vez los valores literarios decimonónicos. La teta de Balzac, en su ingenua pretensión de representar la realidad desde un punto de vista objetivo –cosas más delirantes se han visto- sigue dando de mamar a los grandes vendedores de argumentos.
Y mientras tanto, el lector medio ha perdido ese afán de aventura que le llevaba a rebuscar en librerías y bibliotecas en busca de un peldaño más en su viaje sin retorno. El mercado es reacio al talento. Ahora todo el mundo tiene que leer el mismo libro, aunque el engendro de turno suela contener un número indeterminado de clichés, lugares comunes, malversaciones líricas y finales triunfales.
Si ahora va a resultar que leer literatura se ha convertido en un ejercicio de pedantería elitista.
¡Oh, acojonante!

lunes, 15 de febrero de 2010

I


Esta noche
quiero que te pongas ese camisón que tanto me gusta;
el de seda ocre que te regaló tu madre,
aquel cuya caricia
hace evocar la piel de los melocotones.
Ese, cuyo perfume;
un aroma cálido de almíbar,
enciende el firmamento bajo nuestro techo.

Esta noche
quiero que te vistas con las dunas,
que yo me encargaré de cabalgar tus sombras
con los ojos ebrios del delirio
y las manos sembradas de azucenas.


II

Esta fruta que ofrezco a tu boca
es la flor del amor inflamable.
Fresón de dulce anís,
árbol del merengue,
mazorca de la pasión.

Esta miel que derramo en tus labios
tiene el gusto sabroso de la ambrosía,
la textura del mango
y el aroma de sublime de las Perseidas.

Esta espuma de mar que florece en tu lengua,
este inerte delirio que precede a la calma;
esta savia esquivada a tu vientre;
es el vívido sudor que palpita en las lonjas,
es el pulso que muerde los pechos de las adolescentes,
es el canto que emiten los guijarros de la playa
es la tímida brisa que exhalan las faldas,
es la lluvia argentina de tus lágrimas.

domingo, 14 de febrero de 2010

VACAS SAGRADAS

¿Estoy escribiendo en un medio de masas, o tal vez me encuentro en medio de un medio de masas, escribiendo para una minoría? En ese último caso, se daría la paradoja de que estoy usando un mass media para comunicarme con unos pocos, lo cual no deja de ser un curioso acto de elitismo. Un hecho pretencioso sin duda; como intentar afinar la voz en un karaoke.
No se puede negar a los medios de masas su intachable capacidad de para evidenciar el creciente grado de mal gusto y ramplonería que invade nuestra sociedad. Hasta tal punto son eficaces que gracias a ellos hemos asumido que el horterismo, la ordinariez y la indolencia son hoy unos valores en alza. No es generalizado, por supuesto, pero sí es un hecho innegable. El problema, si lo podemos llamar así, no está en los medios, sino en una audiencia entregada al cretinismo sin fronteras. La estulticia es algo más que una moda: es el estado natural de la audiencia. Pero ¿quién tiene la responsabilidad de este predominio de una masa acrítica sobre cualquier forma de ir un paso más allá? Una pregunta, en mi opinión, de las que habría que dejar inertes.
La influencia de lo mercantil ha llegado a tal extremo que la literatura, un terreno que parecía fuera del alcance de este Mefistófeles de lo banal, se ha banalizado hasta el punto de no ser un fin en si misma, sino un medio para llegar a la pantalla. Escribir literatura es por el momento una anomalía, frente a la exigencia de perpetrar meros guiones de cine o televisión o, al fin, para ese universo insondable que son las descargas digitales.
En ese terreno, en el de la no-literatura, o el puro argumento como forma de entretenimiento, hay siempre unas cuantas vacas sagradas que acaparan la atención de los lectores y se agolpan en las estanterías de los centros comerciales. Los medios de masas han logrado eliminar todo rastro de literatura del mercado gracias a esas vacas sagradas de la no-literatura, cuya cualidad esencial es la de tener las ubres colmadas de mala leche. Y para darle salida a tanto excedente de vitriolo, los medios de masas completan su círculo cerrado con los folletines dominicales, donde las vacas sagradas se despachan a diestro y siniestro, ensanchando hasta el infinito el inventario general de insultos y despropósitos.
Y en ese contexto; ¿quién escribe para ser leído? Pues los hay. Los hay en la misma medida que existen lectores que siguen anteponiendo el placer de leer a otro tipo de bagatelas. Mientras exista la palabra, habrá quien prefiera ejercer su derecho a imaginar, por encima de los sueños prefabricados. Una palabra es capaz de generar un número infinito de imágenes, de sabores, olores, y emociones. Hay palabras que por sí solas son poemas. Lo cual no quiere significar que no existan imágenes capaces de emocionar. Nada más lejos de mi intención. Lo que quiero decir es que el imperio de la imagen, como buen imperio, es un hecho invasivo, una criatura parida por el hombre, y por tanto capaz de lo sublime y de lo perverso. La imagen por sí misma no ha robado nada, pero quienes la usan como negocio han sabido provocar una marginación del pensamiento, un menosprecio de la inteligencia. El hecho de narrar un cuento, con sencillas palabras, y los mecanismos que éste desencadena frente al poder exterminador de la imaginación que ejercitan los dibujos animados, es algo más que discutido y ensayado por pedagogos, psicólogos, educadores y, cómo no, escritores.
Y ahí viene nuestro dilema: ¿escribimos para adaptarnos a la pantalla o seguimos creyendo en la literatura? Lo segundo parece más bien una cuestión de fe, pero a estas alturas de nuestra civilización es lo que hay. Si seguimos creyendo en la literatura tendremos que atenernos a las consecuencias. No hay más que echar una ojeada a los foros de lectura para caer en la cuenta de que los medios de masas han hecho bien su trabajo: se lee lo que el mercado impone, y al mercado rara vez le interesa la literatura.
Y aún así, sigue y seguirá existiendo ese instante mágico en que un lector, tal vez aislado del bombardeo mediático, descubre por su propia cuenta que hay una literatura más allá del marketing, y que esa literatura no es ni mucho menos elitista, es sencillamente inteligente. Y la inteligencia es una aspiración al alcance de todo individuo que crea en sí mismo, que mantenga intacta esa curiosidad por aquello que existe a la vuelta de la esquina, aparentemente invisible pero ontológicamente verdadero.
Existe, aunque nadie parezca advertirlo, un tipo de lector que no se deja engañar por la melaza del mercado. Un lector que se sumerge en la aventura de buscar con auténtico criterio y con rebelde independencia. Pues sí, leer literatura es un acto de rebeldía, frente a un orden global que aplasta la voluntad del individuo con el imperativo de lo que hay que leer. Les aseguro que ese tipo de lector al que me refiero suele tener un sentido de la estética altamente contagioso. El virus del buen gusto ataca hasta en las mejores familias.
La literatura no es un hecho cultural concebido para uso y disfrute de unos cuantos pedantes, -eso no es más que una falacia tan burda como intencionada- la literatura, igual que la música, es un derecho, un placer y un lujo al alcance de millones de seres humanos. Les ruego que no confundan lo literario con esos libros escritos para crear negocio. Siempre han existido los llamados best-sellers, objetos que crearon enormes revuelos, se vendieron por toneladas, y luego desaparecieron de la memoria. Y siempre ha existido la literatura, ese vicio malsano que ha sobrevivido a los tiempos y a los mercados. Recuerden que hubo una vez un escritor que fue capaz de crear una obra de arte haciendo una parodia de los libros de caballería, que eran ni más ni menos que la misma cosa que nuestros idolatrados best-sellers; amasijos de entretenimiento en estado puro, de argumento sin pensamiento, de aventura sin valor, o con ideales torpes y trasnochados.
Y en este estado de cosas, disparatando como estoy, diré que lo de vender poco es ya un acto de coherencia, un ejercicio de idealismo en medio de tanto y tan plano realismo.

© Gärt