Somos una gran nación. Ningún otro lugar puede emular nuestros crepúsculos rojizos, ningún otro cielo luce tan azul como el nuestro. Ningún otro reino posee tanto fervor como el de nuestros súbditos. Largos siglos de unión avalan nuestro destino en la historia. Por eso expulsamos a los infames, a los disconformes, a los débiles, a los insumisos. Por eso lanzamos al mar a los extranjeros. Por eso bloqueamos nuestras sagradas fronteras contra los invasores del sur. Por eso nos libramos de su oscura presencia en nuestros invernaderos. Por eso cerramos el paso a las lluvias del oeste. Ahora importamos comida envasada desde otros lugares. Ahora nos bebemos nuestra orina. Ahora nos comemos nuestro dorado pastel y lanzamos las sobras a los desagües. Somos una gran nación y nadie nos hace sombra.
Acabo de revisitar el film de 1995 "Dead man" de Jim Jarmush. Lo hago con cierta incredulidad, sobre todo al caer en la cuenta de los años transcurridos desde su factura y de la circunstancia de que el tiempo obra a favor de este western, o tal vez debería decir "northern". "Dead man" es una película sobria, perfectamente medida en cada una de sus facetas, desde el blanco y negro elegido como soporte visual, hasta la imprescindible música de Neil Young, pasando por cada uno de los actores que materializan este clásico. La narración comienza con un largo viaje en tren, desde Cleveland hasta los vastos territorios recién arrebatados a los indígenas. Los cambios de pasajeros, mientras el protagonista permanece en su asiento, nos van sugiriendo la metáfora de un descenso a los infiernos. A partir de ese viaje seremos testigos de la transformación que experimenta el protagonista, inicialmente un ser ingenuo que viaja en busca de trabajo, y termina dejando aflorar al ser despiadado que todo hombre lleva en su interior. Al contrario que la mayoría de las películas de este género, no veremos tiroteos inverosímiles, donde la bala acaba siempre en el lugar preciso, sino que comprenderemos que la suerte de vivir o morir en una tierra de pistoleros es cuestión de pura casualidad. Lejos de contener un argumento concebido para atrapar el interés de un público ávido de entretenimiento, "Dead man" se alimenta de símbolos mitológicos, y hace uso de una estética fuertemente expresiva. Empezando por el nombre del protagonista, William Blake, y terminando por el viaje en canoa hacia la muerte, la acción dramática exige del espectador algo más de una excusa para atiborrarse de palomitas. No soy yo de los que caen en la gilipollez de los rankings peliculeros. Quiero decir que "Dead man" no es para mi una de las nosecuantas mejores películas de su género; es a mi modo de ver, una gran obra, un brillante largometraje de Jim Jarmush, y ya está. Luego está el asunto del protagonista. Un Johny Dep en la línea del excelencia del film, nos hace (a día de hoy) preguntarnos cómo es posible que una estrella de cine, sea capaz de trenzar interpretaciones tan recomendables como su William Blake, y años después acceda a perpetrar ese engendro de "El llanero solitario". Casos así solo pueden explicarse en función de los honorarios del artista de turno. Sobre todo, tras haber comprobado la capacidad del señor Dep, en aquel tremendo peliculón sobre la decadencia de los últimos indios de américa "The Brave".
Luis
Mariano Renedo no nació en una familia de músicos. Más bien fue la
música quien nació dentro de Luis Mariano. De ahí en adelante,
invirtió toda su vida en formarse como guitarrista flamenco. De
hecho, él tiene muy claro que los grandes de la música pasan toda
su vida evolucionando y que no hay un techo para alguien con la
suficiente curiosidad para buscar la perfección dentro de un
instrumento.
Mientras
otros guitarristas tienen un nombre e incluso un apellido que les
coloca en las portadas de las revistas, Luis Mariano Renedo sigue
buceando en el océano infinito de las posibilidades. Es cierto que
hace ya tiempo que encontró ese estilo que le hace inalcanzable.
Lejos del recreo en el puro virtuosismo, Luis Mariano destila con sus
guitarras el delicado licor de la emoción poética. Los dedos de
este colosal guitarrista, andan ya de vuelta de aquellos tiempos
marcados por la obsesión por emular a los maestros del punteo y,
tras largos años de experiencia profesional, han sido puestos al
servicio de una inspiración compositiva que se inscribe más allá
de los límites de la originalidad.
En
efecto, la voz -y no me refiero a la resultante de la vibración de
las cuerdas vocales- de este músico es tan personal que resultaría
disparatado entrar en clasificaciones. ¿Cómo clasificar a un
guitarrista flamenco que sintoniza Radio Clásica en el coche? Por
supuesto, Luis tuvo y tiene sus grandes referentes, a los que venera
y de los que ha obtenido una envidiable formación. Pero el caso es
que nadie como él, extrae de las seis cuerdas esa emoción que te
transporta fuera de ti mismo, y te eleva hacia esos espacios mágicos
donde sólo puedes penetrar con el espíritu.
Una
sobrecarga de timidez y humildad ha dilatado el momento en que la
guitarra dejara de actuar en función de otros protagonistas, para
ofrecerse en su desnuda soledad. En ese aspecto, obvio es decir que
la guitarra de Luis Mariano es solicitada por las mejores voces de
nuestro flamenco. Pero en esta carrera de fondo que es la búsqueda
de la música despojada de accesorios, del poema que se deshace en
notas, faltaba eso que tantos tildan de atrevimiento.
El
pasado 27 de julio, Luis Mariano Renedo apareció completamente solo
en el escenario. Miento: le acompañaba una de esas maravillas que el
guitarrero Antonio Marín Montero, elaboró para el guitarrista
granadino. Y fue precisamente con una granaína, con un toque
clásico, medido en ornamentación y pleno de sentimiento, con lo que
el maestro enmudeció a la audiencia. Personalmente, después de
tantos años asistiendo a recitales poéticos, puedo asegurar que
pocas veces he tenido la dicha de vibrar con la emoción poética con
que Luis Mariano interpreta su personalísima visión de los toques
más jondos.
Y
ahí, en el ángulo opuesto del oropel y los fuegos de artificio, es
cuando uno acierta a entender que está ante uno de esos raros
músicos que saben en qué consiste exactamente eso de crear música.
No es algo común, créanme, escuchar a un artista que tenga un
conocimiento profundo y equilibrado de la materia con la que trabaja.
Hoy, sin ir más lejos, es bastante difícil darse con alguien que se
considere escritor y sepa realmente en qué consiste la literatura.
La
primera parte del recital no era apta para amantes de la jarana, del
lolailo y el lerele; todo lo contrario: estamos hablando de esa
consecución de la verdad musical que suele ser una excepción -como
lo es la excelencia- y no la regla.
Lo
que venga después, que será siempre un más allá en lo
estrictamente musical, está en las manos de este excepcional músico.
Por esperar, yo esperaría volver a ver al señor Renedo sin más
acompañamiento que el de su inseparable guitarra. Y la música.
Lo confesaré sin remilgos; me gusta el tenis. Puntualizo: me gusta ver partidos de tenis en la televisión. En realidad, solo recuerdo haber jugado dos o tres veces en toda mi vida. Sin embargo, como aficionado, creo que he visto unos cuantos miles de partidos en la televisión. Supongo que se debe a que me reconozco incapaz de realizar nada que se acerque a un golpe inalcanzable. Por eso he admirado, casi venerado a jugadores como Borg, Lendl, Mcenroe, Connors, Sampras, Agassi, Federer, Nadal y a jugadoras como Navratilova, Evert, Graff, Hingis, Williams (cualquiera de las dos) o Seles. Admirando a algunos de ellos he pasado momentos inolvidables. Sobre todo cuando los partidos alcanzaban cierta igualdad y las jugadas rebasaban la belleza estética y entraban dentro del terreno de la épica. El tenis -aparte de talento y conocimientos de física aplicada- tiene algo que no tiene la literatura. En este deporte, aparentemente elitista, las grandes finales de torneos están únicamente reservadas a los mejores. Un jugador de tenis jamás llegará a lo alto por tener un cuñado en la Subsecretaría de Enchufes del Ministerio de Cultura. Por muy popular o muy mono (o mona) que sea un tenista (aquí no hace falta poner tenisto) no va a plantarse en la final de Roland Garros si no ha derrotado antes a Becker, Djokovich o a cualquiera de las hermanas Williams. Nada de eso, en este juego solo salvan partidos los que mejor lo juegan y eso, créanme, puede resultar agotador. Otra cosa es el mensaje que el establishment español nos quiera meter a la hora de televisar una final. Está claro que, para ver la final de Wimbledon, entre Venus Williams y Garbiñe Muguruza había que estar dado de alta en una televisión de pago. No es que el partido tuviera mucha historia, ya que Muguruza no dejó que se luciera Williams igual que, semanas antes en la Philippe-Chatrie, Wawrinka no tuvo la menor opción frente a un espléndido Nadal al que todo (o casi todo) le salía de maravilla. Apenas hubo partido en ambas ocasiones. Pero ese no es el tema. El tema de este lamento mío es que, al contrario que sucedió en el Roland Garros, donde pudimos ver la final en abierto, la mayor parte de los aficionados no pudimos ver ninguna de las finales del Wimbledon. ¿Por qué? Pues muy sencillo. La final femenina, ganada por Garbiñe Muguruza, era femenina y, como era femenina, no era de interés nacional. Ole tus cojones. La final masculina, entre Federer y Cilic no era jugada por ningún español y, por lo tanto, no se retransmitió por televisión de todos los españoles. Sin embargo, los que de verdad amamos el tenis, sentimos una honda admiración por ese fenómeno que es Roger Federer, como la sentimos en su momento por el increíble "resto" de Ivan Lendl, o el correoso juego de Mcenroe que, además, aderezaba sus partidos con simpáticas discusiones con el juez árbitro. Nos gusta ver jugar a Federer contra quien sea y, si es contra Nadal mucho más, y si ambos están en estado de gracia, ya ni te cuento. Aunque ninguna de las finales de Wimbledon 2017 tuviera mucha rivalidad, me hubiera gustado disfrutarlas. La femenina y la masculina. La que jugaba una española y la que jugaban un par de guiris. ¡Es que soy un tipo muy raro, lo sé! Será porque a mí, lo de las banderas y los testículos, como que me da igual.
Martina Navratilova
¿O será que nos hemos vuelto tan ciegos que solo nos interesa una final de Grand Slam cuando la juega un español y, además, varón? O será que estamos hablando de personas civilizadas y, claro, eso ya no se lleva. Al menos me queda la ilusión de seguir admirando en vídeo enlatado, el impresionante tenis que jugaba Martina Navratilova. No era española, lo sé, pero ¡cómo jugaba la muy joía!
Aparte de montañas, la
fe mueve millones; millones de almas y (muchos más) millones de
unidades monetarias. El ansia por creer más allá de lo cuestionable
desemboca en una curiosa paradoja: el homo sapiens gasta buena parte
de su tiempo -materia constatable- en especular con lo inverosímil,
de tal manera que, al cabo de milenios de evolución, el mentado
primate se ha convertido en una criatura cándida que apenas
distingue entre la ilusión y lo ilusorio.
La fe, capaz de general
actos sublimes, también ha sido un recurrente subterfugio para
perpetrar los hechos más perversos, desde la prehistoria hasta el
presente. Y todo por una quimera, por una entelequia con tintes
infantiles.
Tal vez necesitemos
algo más que una dudosa realidad para satisfacer nuestras
necesidades emocionales. Es posible que nuestra disposición a soñar,
nos empuje a desear más que una vida. Nada que objetar. El ser
humano está hecho para mucho más que crecer y multiplicarse. Lo que
no se entiende es esta sinrazón que nos lleva a aceptar como
incuestionables los trucos de prestidigitación, dejando de lado esta
máquina portentosa con la que todos nacemos.
Nuestra capacidad para
imaginar, elucubrar, especular y fabular es ilimitada. Si a eso
sumamos la posibilidad de compartir nuestros universos íntimos,
estamos hablando del más grande de los motores que, para colmo, va
montado de serie. La imaginación podría convertirnos en seres
mágicos y, sin embargo preferimos confiar en el mundo (real) de las
apariencias. Somos acaso el producto del más burdo de los realismos
y por ello estamos consintiendo que algo tan material como una
pantalla -sea del tamaño que sea- nos arrebate nuestra propia
esencia.
La vida es mucho más
que un cómputo de beneficios a corto plazo: es una posibilidad de
alcanzar territorios infinitos, una ocasión irrepetible de traspasar
la superficie de los espejos, un instante para burlar los efectos
secundarios de la muerte.
La belleza no es un lugar común, ni un territorio gobernado por una mente caprichosa y, sin embargo, está sujeta al arbitrio de los gustos; los imperantes y los más refinados. Donde unos se recrean en la popularidad de los tenores con un buen chorro de voz, de las sopranos prestas a los gorgoritos y a romper copas de cava con chirriantes agudos, otros nos complacemos en la calma sublime de la música casi susurrada, de la melodía que nos mece como los cálidos brazos de una madre. Raquel Andueza, soprano de voz natural versada en la música del primer barroco, extraordinaria intérprete de los Madrigales de Claudio Monteverdi, encarna a ese tipo de cantante que nunca triunfaría en la Scala de Milan, nunca llenaría estadios de fútbol ni palacios de los deportes. Y no lo hará porque su forma de cantar, aparte de ser un epítome de coherencia, un monumento a las pasiones íntimas, es un enjambre de pura belleza sin artificios, sin concesiones a la galería, sin lucimientos innecesarios: la voz de Andueza -o tal vez lo que sólo ella es capaz de hacer con su delicado instrumento- es la esencia de la música en estado puro.
La Galanía en el Patio de los Arrayanes
La Galanía, ensemble de lujo de música antigua, y su maravillosa solista Raquel Andueza, eligieron un repertorio exquisito para coronar al Gran Monteverdi bajo las arcadas del Palacio de Comares. Optaron por hablarnos del amor sufrido, de la necesidad de amar aunque el amor duela, de la pasión con que algunos seres son capaces de experimentar tan misterioso sentimiento. Lejos de pretender un lucimiento vacuo y narcisista, Andueza y los suyos conmovieron con una soberbia andanada de cargas de profundidad: interpretaron la música sin florituras, sin la menor licencia al exceso, sin caer en el fácil fuego de artificio para arrancar ovaciones. Raquel y los suyos no se permitieron un solo desfallecimiento, de hecho el programa fue creciendo en complejidad emocional a medida que la fría noche se templaba con las notas de Merula, Cavalli, Marini, Anglesi y Kapsberger, hasta rozar el cielo con el Lamento della Ninfa, donde la soprano vació toda la pasión del universo en los versos del prodigioso madrigal.
«Haz que vuelva mi amor
tal como antaño fue,
o déjame morir, para que
no sufra más.
(...)
Ni tendrá nunca
besos tan dulces de esa boca,
ni más tiernos, ay calla,
calla, él bien lo sabe.»
La voz, la sublime voz de Raquel Andueza, su saber estar y su compromiso con la belleza -incluso en la propina de Lully, ya fuera de programa- nos recordaban que quien no ha sufrido el tormento del desamor, nunca podrá valorar las delicias del amor verdadero. Sufrimos por el amor no correspondido y, sin embargo, necesitamos amar... aunque nos duela.
Uno, que no es más ni
menos que algo de tiempo y otro tanto de anhelo, ha de armarse de
paciencia cuando tiene la mala suerte de ir a caer en la sala de
espera de un prestigioso traumatólogo. Esperar, aparte de un
derroche casi siempre inútil, es un ejercicio de humildad para el
que no siempre estamos preparados.
Durante la última espera
traumatológica, consumí tantas dosis de agonía que tuve tiempo de
presenciar cómo todos los presentes a mi llegada y alguno de los que
fueron arribando mucho más tarde que yo, iban pasando a la consulta,
y viendo sus esperanzas de sanación moderadamente cumplidas. Vi a
una señora de andares renqueantes salir con paso firme después de
oír lo que quería oír. Presencié cómo una hermosa muchacha de
pronunciadísimo mentón y diminutísima nariz emergía de la mágica
sala con todas las recetas necesarias para una existencia dichosa. Conocí a
un jocundo caballero al que las radiografías habían encontrado un camafeo
prendido en la clavícula. Y, finalmente, pude ver a una nación casi al completo, incapaz
de concebir la vida sin un dispositivo de intercomunicación en la
mano.
Pero, sobre todo y por
encima de todo (valga la redundancia), pude contemplar en el espacio
de aquellas dos horas, el universo en toda su intensidad. Dos horas
fueron más que suficientes para releer por vigésimo tercera vez las
sagradas páginas de El Aleph, denso
relato en el que el tiempo y
el espacio quedan comprimidos hasta el punto de que Todo puede estar
contenido en un espacio no más grande que un globo ocular.
Y
allí, en ese espejo donde emerge la pura esencia, escuché los cantos
de las ballenas corcobadas bajo los hielos del ártico. Allí
escudriñé a un petimetre con sus rubias melenas recién
desengrasadas, engrasándolas de nuevo a fuerza de obsesivas
caricias. Probé todos los vinos que jamás me hubiera podido
permitir. Besé los labios de Nefertiti. Sobrevolé la Corriente de
Groenlandia sobre la espalda de un albatros gigante. Perdí la vida
en la batalla de Dunkerke. Accedí
a todos los libros de la biblioteca de Alejandría. Caminé sobre las
aguas del mar de Galilea y enterré la semilla del árbol de la
ciencia.
Todo
eso pude, resumidamente, experimentar en aquellas dos horas de
espera, porque el ancho universo y todos sus detalles tiene cabida en
el interior de El Aleph.
Estas criaturas, habitantes de nuestro arcano más recóndito, nos enseñan, un día sí y el otro también, el verdadero sentido de la felicidad. Estos seres heroicos y pacientes, son la manifestación utópica del amor verdadero. Suponemos lo contrario, pero lo cierto es que son ellos los que nos domestican, los que fundan un lazo definitivo con esa media naranja que los hace sentir completos. Son ellos y solo ellos los que nos garantizan sin reservas que siempre, haga el tiempo que haga, estemos del humor que estemos, habrá alguien que se alegre de vernos.
Con Clarice Linspector
Quién si no nos comprendería como ellos hacen, incluso en la más errónea de nuestras conductas. Ni los propios hijos guardan en su interior la capacidad de regresar a nuestros brazos aunque se sientan agraviados. Ni el mejor de los amigos, te perdonaría la peor de las injusticias. Ellos no necesitan perdonar porque no saben lo que es el rencor.
El amiguete de Pablo Neruda
La gran lección de nuestros perros, porque me refiero a ellos (a quién si no) es su capacidad de ser dichosos con las cosas más sencillas. Ellos no necesitan un aumento de salario (hacen su trabajo sin exigir contraprestaciones materiales) ni te piden un telefonillo de cuarta generación, ni una consola de videojuegos. Un simple paseo les basta para sentirse los reyes del mundo. Una mano nuestra en sus orejas, es el mayor de los galardones en su escala de valores.
El "terrible" Morgan y su colega Andrés Sopeña
Porque nuestros perros tienen sus valores; sencillos e inquebrantables. Ellos viven por y para el afecto. Les basta sentir la caricia de nuestra mano para creerse habitantes del mejor de los mundos.
La familia de Louis Ferdinand Celine
Lo más probable es que nunca lleguen a conocer lo que Shopenhauer pensaba de ellos -tampoco lo sabe la mayoría de nuestros congéneres- pero es indudable que su esencia es uno de los mejores referentes para aquel que quisiera aspirar a ser mejor persona.
Mark Twain y compañía
Y creedme que puedo entender a aquellos que no guardan sentimiento alguno hacia los animales, por más que no comparta esa estrambótica creencia de que el ser humano es el centro de la creación. Ya sé que ningún perro fue capaz de crear nada parecido a una obra de arte, ningún perro inventó artilugio alguno que sirviera para hacernos más fácil la existencia, como tampoco han construido armas, o diseñado espantosos edificios en nombre de la modernidad, o inventado sus propias razas, o despreciado a los de fuera, o se forrado a costa de los demás... Ellos, nuestros queridos compañeros, se limitan a querernos tal como somos, en nuestras grandezas y en nuestras miserias, en nuestra alegría y nuestra melancolía.
Al menos no está solo
Serían incapaces de abandonarnos. Algo que, desgraciadamente, nosotros hacemos todos los días con ellos. Es tanto lo que ellos nos dan a cambio de tan poco que, mirándolo fríamente, resultan un buen negocio. Me pregunto qué sería de nosotros si no existieran los perros. Y me respondo que el ser humano sería otra cosa, otra cosa diferente, por no decir mucho peor, de lo que es ahora. Menos mal que, algunas veces, tenemos el detalle de darles algo bueno. El poeta polaco Czeslaw Milosz escribió esto:
El calor de los perros, y la esencia,
desconocida, de la perredad. Y no obstante, la sentimos. En la
húmeda lengua que cuelga, en el terciopelo melancólico de los
ojos, en el olor del pelaje, diferente al nuestro y afín. Nuestra
humanidad entonces se hace más clara, común, palpitante,
babeante, peluda, aunque para los perros nosotros somos como
dioses que desaparecen en los palacios acristalados de la
razón, ocupados en actividades incomprensibles. Quiero
creer que las fuerzas que están sobre nosotros, librándose a
operaciones para nosotros impenetrables, tocan a veces nuestras
mejillas y nuestro pelo y entonces sienten en sí mismas este
pobre cuerpo y la sangre.
Resulta curioso que, a lo largo de la vida, uno haga tantas cosas que sabe perfectamente que no van a servir de nada. Uno da los buenos días a la señora panadera, a pesar de que ésta nunca va a contestar. Uno pega carteles para una velada poética, sabiendo que solo van a acudir unos cuantos conocidos. Hacemos ejercicio conscientes de que la próstata nos puede fallar el día menos pensado. Nadie nos va a devolver lo mucho que nos han robado, pero aun así, hacemos lo que hay que hacer y clamamos en el desierto para que el viento nos escuche. Aunque sepamos que los que nos roban la vida no van a sentir el menor arrepentimiento. Seguiremos tratando con respeto al prójimo, aunque el prójimo nos trate con zafiedad, porque nuestra forma de ser es suficiente para dar testimonio de que quisimos ser personas cuando estaba pasado de moda. Somos conscientes de que el arte de pensar es una actividad perseguida, y sin embargo, seguimos escribiendo literatura. Nos va la vida en ello...
Ya no me esperaba Penélope. Se cansó
de devanar mi ausencia y se largó a vivir su vida. No se lo
reprocho. Yo, en su lugar, no habría esperado tanto. Aunque, y eso
es más cierto, yo no estaba en su lugar. Eso no descarta que, algún
día que otro, la siga echando de menos.
Me fui de Ítaca sin estar muy
convencido. Me fui para añorar la tierra que me vio nacer. Y cuando
regresé, pasados veinte años, tan solo me aguardaba mi perro.
No fue un regreso glorioso. Apenas
traía nada en la valija. Algunos recuerdos, algún sueño roto, y
unos cuantos surcos serpenteando por mi cara.
Volver al hogar, el sueño más antiguo
que una pueda haber soñado. Volver para darse cuenta de que era yo
mismo el que se bebía mi vino y se acostaba con mi mujer. Volver
para saber que ya no está mi padre, que los amigos de la niñez
desaparecieron para siempre, que el azul del cielo nunca será tan
intenso como aquel que nos guarecía todos los veranos.
Uno vuelve a lo que creía su hogar, y
se encuentra con que el suelo que antes pisaba ya no reconoce sus
huellas. Tuve, eso sí, la suerte de ser rescatado por algunos seres
excepcionales. Recuerdo sus nombres, sus caras, sus voces como si
nunca se hubieran ido. Estaba el bueno de Miguel Dédalus con su ritmo habitual
de bebedor sincopado, dos cervezas y un vino. Imposible olvidarse de
la mirada azul de Ángel Mulligan, o esa forma tan cadenciosa de leer poemas de
Paddy Friebe. Por cierto que, fue ayer mismo cuando me lo encontré
junto al ruinoso Hospital de Finnegans e hice el gesto de estrechar
su mano, al que, por supuesto, él respondió con un cálido abrazo.
Luego nos centramos en los estragos de los años. Le confesé que ya
no dispongo de mi célebre jab de izquierda, y que sigo sin dar mi
brazo a torcer.
Los amigos; esos que están ahí antes
de que los necesites. Digo yo que, más de una vez, fueron ellos
quienes me necesitaron. ¿Estuve ahí? Imagino que no siempre. Quiero
recordar que el bueno de Luis Purefoy, me llamó hace poco para ver
si podía contar conmigo. Le dije que sí, que no pensaba largarme a
incendiar Troya, ni nada por el estilo.
Molly está ahora en casa, quemándose
las pestañas con el enorme ensayo que escribe sobre nosequé de la
diáspora africana. Sabe que no ganará nada cuando acabe, pero eso no la detiene. Ella, aunque no lo piense, da la sensación de
estar esperándome. Será porque siempre regreso a casa cuando sé
que está habitada.