sábado, 10 de marzo de 2012

NADA ELEGANTE QUE PONERME

Martina Gedeck


El sábado pasado, mientras disfrutaba de una sutil y elegante cena en Zur Letzten Instanz en compañía de Martina Gedeck –o debería confesar que era yo el acompañante de frau Gedeck- no tuve más remedio que reconocer que siempre había carecido del menor gusto para la vestimenta. Pues sí, es ya una constante  en mi torpe desaliño indumentario el hecho de no tener nada elegante que ponerme. A Martina le da exactamente igual que yo sea un desastre en el vestir. Tampoco le importó el pequeño incidente de la semana anterior, cuando fui sorprendido por un avezado paparazzo almorzando con Marion Cotillard en Cartier. Ni a Martina ni a Marion les importa salir en el papel couché comiendo con un tipo tan haragán. Seguramente ven en mí cosas que no se perciben a primera vista. Supongo que ambas disponen de una percepción sobrehumana, porque ni yo mismo sé cuál es la razón por la que me encuentran interesante. Eso es lo que ambas dicen: interesante. Nada de guapo, ni atractivo, ni bien parecido, como si de ser interesante se pudiera sacar algún partido. Primero tendría que saber en qué consiste ser interesante. O tal vez debo admitir que se trata de algo subjetivo, algo que sólo cada una de ellas puede apreciar y que, a juzgar por la experiencia, se encuentra fuera de mi alcance. Si al menos supiera cómo hace uno para ser interesante tendría a mi alcance alguna manera de premiar su inestimable generosidad. Porque, lo confieso, ellas nunca me dejan pagar la cuenta y encima me envían de vez en cuando una botella de Riesling o de Chardonay. No necesitan hacerlo: saben perfectamente que les basta con chasquear el dedo para que, en un santiamén, me plante en París o en Berlín, babeando cual perro encelado. Aunque los amigos no lo entiendan, soy de ese tipo de tontos que renunciaría a una escapada con Scarlet Johanson, por saborear un strudel mientras me baño en los poliédricos ojos de la señora Gedeck.  Sobre todo porque sé que nadie lo querrá creer cuando lo cuente.

Desde que leí En brazos de la mujer madura de Stephen Vizinczey nunca he podido resistirme al irresistible encanto del solomillo en detrimento de las hamburguesas. Uso la misma metáfora con que Paul Newman explicaba su largo y apacible matrimonio con Jane Woodward, con cierto recelo por aquello de que se malinterprete. Ellas en cambio –me refiero a Marion y a Martina-  se ríen de buena gana cuando yo les suelto alguna parida de esa calaña. Pero yo sigo sin explicarme qué diantre habrán encontrado en un tipo tan falto de talento para hacerme merecedor de las mejores sonrisas del mundo. 

Me consuela saber que eso de la elegancia es una cuestión moral y que hasta la fecha no he sucumbido a la tentación de confundirla con la apariencia. Prefiero los gestos, los pequeños detalles, a veces inapreciables, que marcan la diferencia. Me gusta ceder el paso, y de paso echar un vistazo al cuello de alguna que otra Nefertiti, siempre y cuando no sea de escayola.

domingo, 4 de marzo de 2012

EGO



El ego del escritor –extensivo al resto de las artes- ha sido una de las constantes más visitadas por los biógrafos contemporáneos. Parece como si la condición de artista viniera inevitablemente unida a la necesidad del ego como afirmación de la personalidad o más bien como manto protector contra las temibles acechanzas de la crítica adversa. Esto, por supuesto, es radicalmente relativo. Tomemos el caso de Kafka, sin ir más lejos, un escritor en cuya personalidad podríamos encontrar los rasgos más complejos, pero en modo alguno y por mucho que rascáramos, alcanzaríamos a aplicar la regla del ego, una regla que se quiebra en más de una ocasión (Rilke, Melville, Bukowski, Blecher)  y que sin embargo sigue y seguirá presente hasta la desaparición del creador como modelo de personalidad.

Del ego del escritor opinaba Mailer que, comparado con el de un boxeador, era absolutamente ruin. Es indiscutible que hay que tener un ego superlativo para entrar en un cuadrilátero y aguantar un castigo seguro con la única esperanza de devolverlo redoblado. En esas andaba la fabulosa personalidad de Gertude Stein, cuyo ego la mantenía en pie frente a los ataques de la mediocre crítica norteamericana. Ambos ejemplos de un yo desarrollado (incluso hipertrofiado) vendrían a ejemplificar una finalidad común: la capacidad de encajar embestidas sin flaquear en el empeño, para así definir un estilo, una forma de ser basada en la inquebrantable personalidad del que se expone ante los demás tal y como es. Porque el que se atreve a expresar mediante el árduo oficio de la escritura, comete la osadía de exponerse al juicio ajeno. Digamos, por cierto, que el que juzga siempre lo hace desde una posición más cómoda que el juzgado. Escribir es un acto de impudicia que coloca al escritor en el banquillo de los acusados. Y eso no es bueno ni es malo; forma parte del juego en el que pretende llegar con las palabras más allá de la mera reflexión y entra en el terreno de la comunicación. 

Ahora bien; no hay que confundir la firmeza de carácter con la necesidad de disponer de una autoestima estupenda.
Según Bukowski –un escritor cuya obra ha sobrevivido al mito de una biografía ciertamente peculiar- el único juez del escritor es uno mismo. Si necesitas confiar en la opinión de los otros para afirmarte como creador, es que no estás seguro de lo que estás haciendo. Una cosa es la duda y otra bien diferente la inseguridad. Bukowski no necesitaba la ayuda de un ego prominente para confiar en lo que escribía. Si de algo presumía el creador del realismo sucio era de haber escrito su primer poema a los cuarenta años de edad. 

Así las cosas, resulta obvio concluir que el ego del artista nunca debería prevalecer sobre la persona. Observando el histriónico personaje en que se convirtió Dalí en su delirante culto a la (su) personalidad, es evidente el riesgo que uno corre de perderse a sí mismo cuando su ego degenera en pintoresca megalomanía. Un curioso tipo de patología que afecta con más frecuencia al mediocre que al genio y que, a fin de cuentas, convierte al intrépido sujeto en una criatura ridícula, incapaz de evolucionar, y de diferenciar el espectáculo del verdadero arte. 

No es exclusivo del artista eso del ego. Digamos que, en mayor o menor medida, es algo que afecta al común de los mortales, de tal manera que nadie está exento de algún que otro ataque de soberbia. De falsa modestia está la atmósfera llena. Por supuesto siempre será más marcado en profesionales de prestigio, como el arquitecto inglés que planta un cimborio de cristal en la azotea del Reistach y se queda tan pancho, o aquel cirujano que viendo las cicatrices que habían precedido en mi vientre a la causada por él, no tuvo empacho en pronosticar que la “suya” iba a ser la más bonita. El que no esté encantado de conocerse que levante la mano

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