Hubo
un accidente. Caí a una piscina vacía y aterricé en el fondo con
la cabeza. Estuve en coma varios días. Durante aquella lucha a vida
o muerte yo me veía flotando entre las estrellas. Tenía apenas
cinco años.
Cuando
desperté ya no sentía aquella ingravidez. Sentía dolor de cabeza.
Recuerdo vagamente que alguien
me ofreció el regalo que yo quisiera elegir. Sin pensarlo dos veces
pedí un cohete. Quería subir a un cohete y volver a flotar entre
las estrellas. Me trajeron un pequeño avioncito de juguete. Pero yo
no quería ser piloto; yo quería ser astronauta. Quería ver el
mundo desde fuera y contárselo a los demás. Quería sumergirme en
el universo y experimentar esa vertiginosa ingravidez que me
hace sentir insignificante.
Más
tarde me olvidé de aquel capricho, perdí la ilusión por cualquier
cosa y anduve centrado en la inútil pretensión de atrapar el
instante. Leía libros, me emborrachaba de inmediatez y me dejaba
llevar por los delirios ajenos. En otros términos: me hice
adolescente.
Esta
noche he vuelto a soñar que estaba a punto de subir a una nave que me
llevaría a la luna. De alguna forma, nunca abandoné el sueño de
ser astronauta. Siempre he sido lo que he soñado.
Aquella
fue la primera razón por la que, años después, y de forma lenta y
gradual, me hice escritor.
"Todo ángel es terrible" (Rainer Maria Rilke)