lunes, 24 de septiembre de 2012

EL PEOR VIOLINISTA DEL MUNDO


En la Avenida de la Desolación habitan hombres y mujeres de todos los colores, de todos los sabores, de todos los tamaños, de todos los sonidos, de todos los credos, de todos los humores. Caminan a intervalos irregulares zigzagueando sin sombra bajo el cielo plomizo de otro día perdido. Se desplazan veloces sin el menor interés en el trozo de vida que recorren. Pululan invisibles, insensibles, insignificantes, transformados en números que se diluyen en la masa.

Todo el universo habita en la Avenida de la Desolación. Nada se escapa a ese sistema de cuerpos celestes que recorren una y otra vez los mismos caminos por el bulevar. Todo lo que pasa y habita en este pedazo de hormigón tiene su cometido. Hasta los mendigos cumplen con su función.

En la avenida de la Desolación, menudean las miradas furtivas, los otoños pesimistas y los desprecios por el sentimiento ajeno.

Bajo el asfalto de la Avenida de la Desolación se pulverizan decenas de miles de cadáveres olvidados. La gente circula sobre los muertos sin historia, los muertos del silencio, los muertos de la infamia, ignorando que en otro tiempo esos huesos estuvieron dotados de conciencia, de deseo y de ansia de belleza.

Una bandera ondea al final de la avenida, empañada de sangre y vergüenza. Una bandera preside orgullosa el paseo de las chicas PeloPantene que venden su estulticia a cambio de veinte segundos de gloria.

Un batallón de cretinos derrocha la única vida que le ha sido dada frente a una pantalla que vomita inanidad.

La vanidad se baña en el trivial reflejo de los escaparates mientras se deja robar los suelos por las luces de colores que centellean a su alrededor.

Una sotana inquieta reparte almanaques que reproducen angelitos con el culo sonrosado y la mirada inexpresiva.

Una alimaña viscosa te proyecta su aliento nauseabundo en el cogote, y sientes un irrefrenable deseo de aplastar esa vida insignificante como el que pisa una cucaracha. Pero tú no haces nada; siempre acabas dejándolo estar, dejándolo pasar, dejándolo seguir con su ritual de atrocidades.

La mujer policía con el pelo recogido en una cola de caballo te cachea con unos ojos amenazantes.
En la avenida de la desolación se acunan las estridentes notas del peor violinista del mundo. El viejo de mirada desamparada toca su pobre instrumento de forma automática, arrancando graznidos de gaviota a las polvorientas cuerdas, sofocando el canto de los jilgueros con una melodía cansina. Pero de vez en cuando, tal vez por aburrimiento, el peor violinista del mundo recuerda su terruño rumano y hace llorar a esa cajita de madera que poco antes malograba con aire de desprecio. 

Pero, alto ahí, por el horizonte va surgiendo una pléyade de bicicletas que se adivinan reconstruidas con piezas ajenas. Pedalean con el aire fresco del  futuro desoyendo las voces de la cordura que les recuerdan algo que ya sabían de antemano: no está en sus manos llenar de árboles la avenida, nada pueden hacer contra los muros de la realidad. Y sin embargo nunca se detienen, nunca se rinden ante las evidencias, nunca bajan la voz aunque conozcan su impotencia.

El viento barre el polvo y agita peligrosamente las faldas. Se acerca la tormenta por encima de las montañas. Hay un silencio de motores, un aullido triste en la lejanía, y cae la primera gota de sangre sobre la acera.