viernes, 19 de enero de 2024

DOÑA HORTENSIA

 

A sus provectos noventa y nueve añitos, eso sí, con un cutis impecable y una beatífica sonrisa dibujada en las comisuras, doña Hortensia vio cumplido su fervoroso deseo de no llegar a los cien. Quedó ella plácidamente dormida, con el Cándido de Voltaire entre las manos, mientras sonaba Autumn Leaves en la radio, y en el aire flotaba un envolvente perfume de magnolias que se colaba por su balcón desde el jardín de los vecinos.

Ni una sola arruga enmarcaba sus ojos marinos, ni un solo pliegue llegó a surcar su sedosa frente, y ello sin haber pasado jamás por las manos del codicioso cirujano, sin haber recibido ni un solo pinchazo de sintético botulismo.

Ante el estupor de los dermatólogos y la curiosidad de las vecinas, doña Hortensia alegaba que llevaba más de ochenta años sin experimentar el menor enfado y que, la última vez que fue poseída por un berrinche, supo atender a las sabias palabras de su abuela, quien le apremió a superar la irritación recordándole que cada rabieta a la que se entregase provocaría una arruga más en su angelical semblante.

Dicho y hecho; la pequeña y dulce Hortensita decidió que, en adelante, no encontraría ningún motivo para el enfado y que nada, ni el peor de los demonios, conseguiría turbar su ánimo.

Y bien que lo consiguió.

Reconozcamos que, motivos para cabrearse, hay incontables, si bien es cierto que la simpar Hortensia aprendió a valorarlos en su justa medida, esto es: ninguna; ni la menor.

Si fue o no feliz a lo largo de su generosa existencia es cosa baladí, pues el ser humano es hijo del instante, y el instante (efímero por definición) puede tener de todo menos duración. Si el éxtasis amoroso durase lo mismo que una sinfonía de Bruckner, dejaría de llamarse éxtasis. Digamos que, allí sentada con su amado Voltaire, en su poltrona favorita, o paseando en bicicleta, o llevando de la mano a sus nietos, e incluso resolviendo un pertinaz crucigrama, ella supo entender la importancia de eso que llamamos estar a gusto, y nunca dejó de ser consciente de que, más arriba de los plomizos nubarrones que ocultan la luz del sol, despunta un azul tan insondable como lo fueron las pupilas de doña Hortensia.