miércoles, 3 de agosto de 2011

POR QUÉ NO HABRÉ IDO ANTES


Esa es la pregunta que me hice hace relativamente poco, una semana tal vez, mientras contemplaba boquiabierto –casi con la misma cara de memo que bordaba Owen Wilson- como me hablaban de mí mismo.
Empecemos por partes –que dijo Jack el Destripador- el hecho de que la última película estrenada por Allen empiece con una colección de bellísimas imágenes de París –no confundir con un almidonado pase de postales- justo antes de los títulos de crédito sabiamente envueltas en la encantadora música de Sidney Brechet “Si tu vois ma mére”, no significa que yo me dejara llevar por mis recuerdos de París. Tengo que reconocer que en mi único viaje a París fui (o al menos así quiero recordarlo) feliz. Quizá porque tenía la disposición a serlo –también era el caso del protagonista de la película- o tal vez será porque iba con alguien muy importante para mí. Pero el caso es que esta película me tocó por muchas otras razones.
En primer lugar, el protagonista es un escritor al que las circunstancias no le han permitido desarrollarse como novelista. De hecho el personaje de Owen Wilson apenas consigue dirigir sus propios pasos en la vida, sencillamente porque no cree en sí mismo como escritor, y porque su prometida no tiene el menor reparo en airear ante los demás todas esas debilidades humanas del protagonista. Habría que aclarar que, lo que unos consideran defectos, bajo otro punto de vista podrían pasar por excelencias.
En segundo lugar, porque el director-guionista ha elegido el trasfondo de la literatura como subterfugio para deslizar un par de momentos mágicos en su cine. Tal como ya ensayó en “La rosa púrpura del Cairo” Allen dignifica con impecable habilidad esa dialéctica entre realidad y fantasía a la que nunca terminaremos de acostumbrarnos. Soñar es absolutamente necesario para seguir adelante, porque la realidad es áspera, inasequible para muchos y frustrante para demasiados. El personaje de Owen Wilson vive gracias a su particular utopía: si alguna vez hubiera podido elegir su propio destino habría abandonado el banal mundo de Hollywood para instalarse en París. Porque en aquella ciudad se pueden palpar todavía aquellos años estelares en los que entrabas a un café y podías encontrarte a Scott Fitzjerald discutiendo con Hemingway. Hubo un tiempo sublime en que Gertrude Stein abría la puerta de su salón a artistas como Picasso, Miró, Dalí, Djuna Barnes, Buñuel o Man Ray. Un tiempo en el que podías ver bailar a Josephine Baker una canción interpretada por Cole Porter. A veces añoramos cosas que nunca nos ocurrieron. El protagonista hubiera deseado vivir en aquel tiempo de entreguerras y conocer personalmente a sus ídolos literarios y artísticos. Le hubiera encantado charlar con Gertrude Stein y pedirle consejo sobre esa novela que estaba escribiendo. Como a tantos otros, al personaje encargado por Owen Wilson le hubiera entusiasmado hacer realidad sus sueños. Sin embargo, lo que realmente necesitaba era creer en sí mismo; saber que para el escritor no hay más juez que el propio yo. Entender e interpretar la literatura tal y como él la concebía. Dejar atrás esa fase en la que todos los escritores parecen salidos del mismo tintero, y entregarse a la pasión creativa de su propio estilo, su propia voz.
Puede parecer exagerado, pero cuando uno acude al cine y se siente tocado en lo personal por la magia –la verdadera magia y no el discurso embustero y maniqueo del mal llamado cine fantástico- la mente reacciona por su cuenta, haciendo levitar al cuerpo y derramando una lágrima directamente surgida de la emoción intelectual.