miércoles, 15 de diciembre de 2010

EL ARTE DE LA IMPOSTURA

Hace unos meses hablaba con un joven realizador sobre lo que suponía trabajar en el medio televisivo. Mi amigo me confesó, así de sopetón, que trabajar en la televisión pública suponía aceptar unas condiciones inimaginables –al menos en mi pueril ingenuidad- para cualquier creador. Para poder colaborar en un medio público, no había más remedio que someterse a los dicterios de aquellos que cortan el bacalao. En palabras textuales de mi atribulado colega, los niveles de censura que imperan en cualquier medio de difusión pública son tan asfixiantes como lo eran hace cuarenta años. Entonces –pregunté yo, iluso de mí- ¿eso de la pluralidad? Eso de la pluralidad, querido Gärt –espetó el muchacho- es la estafa más grande de la democracia.
De manera que, esa libertad por la que muchas personas se han dejado años de su vida en la cárcel, por la que más de uno ha arriesgado e incluso perdido la vida, esa libertad de expresión de la que habla el fantasioso artículo 20 de la constitución española, no es más que un cuento para niños, una utopía.
Así las cosas nos hemos convertido en un país de impostores, y para colmo estamos convencidos de vivimos en un estado de derecho. Nos creemos nuestras propias mentiras. Nos hemos acostumbrado a normalizar que el mundo esté poblado y manipulado por tipos egregios –encantados de conocerse a sí mismos- que alardean sin el menor pudor de altísimos principios, todos ellos muy respetables, que rara vez practican cabalmente.
Por una parte, vemos como ocupan los puestos ejecutivos y directivos esos próceres, amantes de lo sagrado, intachables padres de familia, domingos en misa y semana santa con capirote, esos parroquianos de pro que los sábados por la tarde se recrean el los prostíbulos del extrarradio, o se deslizan en los hoteles con dama que no es su señora. Por el otro, todos conocemos a aquellos que presumen a voz en cuello de su talante progresista, de sus ideas igualitarias, izquierdistas y antifascistas (ista, ista, ista...). Los mismos que, en su vida privada, se dirigen a sus empleados con total desprecio por la dignidad ajena, tiranizan a sus familias, defienden y participan en las tradiciones más añejas sin cuestionarse su validez, y hablan de los individuos del otro sexo por medio de groseras generalizaciones. Todo ese cuento de la ideología y el fervor religioso ha quedado muy bien como vestimenta, como folclore, como perfume discursivo. A la hora de la verdad, lo que dirige nuestros destinos es la pura hipocresía, el arte de la impostura.
A día de hoy, no existe ningún medio de comunicación donde un ciudadano pueda expresar libremente aquello que piensa. Porque, mientras nadie demuestre lo contrario, el pensamiento que no concuerde con los dictados morales del que manda no tiene posibilidad alguna de encontrar difusión. Todos los medios, públicos y privados, aplican lo que ellos llaman línea editorial, y que en muchos casos se traduce en atentados contra la libertad de expresión. ¿De qué hablan entonces estos popes del periodismo cuando mencionan cosas como pluralidad o libertad? ¿Qué clase de lecciones morales puede darnos una prensa obligada a no morder la mano que les da de comer? Y luego se les queda cara de póquer cuando se ven desbordados por la valiente defensa de la libertad de expresión que hace Wikileaks. ¡Amos anda!
En este panorama, los escritores y periodistas tienen dos opciones. Primera: morderse la lengua, tragarse un sapo, besar el culo de los todopoderosos, pasar por el aro, aceptar recomendaciones, prestarse a chanchullos, recibir premios amañados y, por supuesto, acceder por la vía rápida al idolatrado ÉXITO. La segunda opción es decir lo que se piensa –que puede ser acertado o no- y escribir con la convicción de que se está haciendo literatura. En ese caso, quien todavía tenga redaños para mantener intacto el orgullo, recibirá cientos, miles de portazos en las narices, se verá relegado a la total ignorancia, de vez en cuando ganará un segundo premio de un concurso de tercera división. Tendrá, por supuesto, que buscarse otro trabajo. Y finalmente morirá, como murió Melville, convencido de su fracaso. Lo cierto es que Melville fracasó en vida, pero no en la posteridad; pero resulta que la posteridad nos importa un bledo a los vivos, porque es cosa de muertos y los muertos no disfrutan de otra cosa que del descanso eterno.
El éxito era algo fútil e inconsistente para Sócrates. Por supuesto, Sócrates nunca obtuvo el reconocimiento de los atenienses. Lo que sí obtuvo fue un buen copazo de cicuta. La gloria quedó para Platón, quien tomó prestados sus mejores discursos y construyó un personaje a su entero arbitrio. Pero al menos nos queda aquella máxima Socrática por la cual, todo lo que tiene relación con el éxito carece de valor para el alma, y el alma del individuo se nutre principalmente de la lucha diaria por hacer lo correcto. El bien no sirve para nada cuando se practica a cambio de unos réditos; sólo es moralmente aceptable cuando se invierte en sí mismo. El único beneficio de practicar el bien por el bien está en nuestro espíritu.
¿Alma o éxito? Ustedes mismos.