miércoles, 14 de septiembre de 2016

LA MEMORIA AFECTIVA



Reinaldo Jiménez entre la tierra y el mar
Hay recuerdos insignificantes que permanecen de manera indeleble en algún rincón de la memoria, como la luz que se enciende en el frigorífico al abrir la puerta y nos urge a elegir entre la escasez y la necesidad. De vez en cuando nos asalta la sensación de estar viviendo un déjà vu cuando un gesto o una palabra precisa suena como una música soñada. Pero también tenemos la capacidad de olvidar aquellos afectos que, en realidad, no lo fueron tanto, o que pasaron por nuestra percepción como estrellas fugaces.

Luego están esos recuerdos que, por su impronta emocional, forman parte de la persona hasta que deja de ser persona o se sume en la borrosa noche de las amnesias. Uno no debería olvidar a aquellos seres que una vez compartieron un espacio reservado a la sinceridad.

Sucedió ayer que, después de veinticinco años, tuve uno de esos reencuentros que hacen brotar cascadas infinitas de recuerdos y evocaciones. Hace ya veinticinco (fugaces) años que compartía mis primeros pasos en el complejo universo de la palabra escrita con mi amigo y compañero de universidad Reinaldo Jiménez. Éramos -y supongo que seguiremos siendo- dos buscadores de tesoros inmateriales que compartieron sueños comunes en unos años, los ochenta, de incertidumbres y desafíos. Nos unía, eso sí, una energía creativa a prueba de fracasos e infortunios.
La poesía de Reinaldo apuntaba entonces hacia una dimensión íntima que, por suerte para los que le admiramos, se ha ido perfilando a fuerza de empeño y grandes dosis de sensibilidad. 
Reinaldo Jiménez, viejo amigo recuperado -aunque no tan viejo como el que escribe- ha construido jardines en esas cosas terrenales que suelen pasar inadvertidas a otros tantos poetas y escritores. Diría incluso, que su vida y su poesía son y serán la misma cosa: una delicada huella entre la tierra y el mar que exhala amor por lo que a otros nos pudiera parecer  sencillo.