domingo, 8 de mayo de 2016

EL OLIVO


No pocas veces, tiene uno la sensación de haber pertenecido a un gremio en el que nunca se sintió integrado. Estoy hablando de la denostada crítica -teatral en mi caso- que suelo ejercer muy de tarde en tarde, y por la cual nunca he percibido mayor compensación que la de asistir a la función como prolegómeno a un trabajo basado en el compromiso intelectual.
El ejercicio de la crítica en nuestro país, se ha alimentado tradicionalmente de la más enérgica de las subjetividades. Más que crítica yo diría que, por lo general, los profesionales de dicha especialidad se han dedicado a verter opiniones sin concesiones a la fundamentación.
Hace escasos días tropecé (y nunca mejor dicho) con la reseña que Carlos Boyero había elaborado acerca de la recién estrenada película “El olivo” de Iciar Bollain. No olvido la fama que, en otros tiempos, adquirió dicho crítico sobre todo a fuerza de una torrencial adjetivación, en su mayoría peyorativa, hacia filmes que, de alguna manera, alcanzaban bastante aceptación entre el público. En otro tiempo (repito) el poder de un crítico como Carlos Boyero, podía llegar a influir en las opiniones del público, e incluso coadyuvar a mermar o acrecentar la taquilla de una producción.
Daños colaterales aparte, esos tiempos ya son parte del pasado y la influencia de la crítica cinematográfica -no así la literaria- en las intenciones del público es prácticamente anecdótica. Es por eso, que sigo sin comprender cómo una gran parte de una crítica -y esto lo digo con respecto a todas las artes- continúa estructurando sus reseñas sobre los cimientos de la valoración subjetiva. Y digo esto teniendo en cuenta que cualquier opinión crítica es eso: pura opinión.
Si tenemos a bien visitar la obra de algunos críticos centroeuropeos o anglosajones, encontraremos que buena parte de estos, sustentan su trabajo sobre el ejercicio de la fundamentación seria y equilibrada. Un crítico, o al menos bajo mi punto de vista, debería trascender la obligada subjetividad hasta el punto de iluminar la obra de referencia y plantear ideas inherentes al discurso que no están explicitadas aunque sí insinuadas.
El crítico, siendo como es un espectador más, tiene el compromiso de formular conclusiones con respecto a la exégesis de la obra que analiza, y no únicamente lanzar valoraciones que, sin un fundamento bien equilibrado, apenas aportan nada al fenómeno expresivo.
La fatuidad con que Carlos Boyero sigue ejerciendo una labor escasamente simbiótica y descaradamente parasitaria, no parece consciente del entorno en el que se está moviendo la prensa escrita en estos momentos. La decadencia de los quioscos, la escasez de venta de los grandes diarios -casi abocados a subsistir a fuerza de subvenciones y publicidad- han minimizado el enorme poder de influencia que, (tripito) en otros tiempos, llegaron a tener los articulistas de opinión.
Probablemente, el filme de Iciar Bollaín, no alcance cotas significativas a la hora de servir de referente artístico. Probablemente, no estamos hablando de la mejor película de esta aventajada discípula de Ken Loach. Probablemente, sí, pero hay algo más que un afamado crítico, en su afán de lucir el gran diccionario de adjetivos calificativos que suele desplegar en sus escritos, parece olvidar con demasiada frecuencia: la historia de un árbol milenario arrastra consigo una colección de cargas de profundidad que no deberían escapar a la mirada del espectador. Este árbol milenario, desde sus abigarrados ramajes, nos susurra la Historia Interior de un país que se durmió en los laureles de la peor de las epidemias que han azotado a la humanidad. Hace ya demasiados años que el imaginario colectivo derrotó a la añorada complejidad del imaginario subjetivo. Esa gran estafa que llamamos progreso, ese culto al utilitarismo, a la necesidad imbuida de éxito, han desposeído de alma a un pueblo que se olvidó de algo tan hermoso como el ejercicio ético. A día de hoy, los escasos resquicios de aquella perdida humanidad que puedan quedarnos, han sido insidiosamente marcados con el estigma de la ingenuidad.
Cabe ahora preguntarse si acaso no ha sido esa rebelde ingenuidad lo que ha impulsado -siempre desde abajo- los escasos cambios que han potenciado las mejoras sociales de las que hoy somos beneficiarios.
Lo bonita o fea que nos parezca una narración cinematográfica, la escasa grandilocuencia con que se proyecta esta cinta donde prima el sentimiento por encima de la eficacia; son absolutamente secundarios.
Quiero creer, por cierto, que todavía existen críticos, creadores y espectadores, capaces de ofrecer y recibir algo más que lo evidente.