Banderas y pendones a media asta.
Que no se levante un mástil. Nacho Vidal ha sido detenido por su –presunta-
implicación en una de tantas tramas de blanqueo de capitales.
Presunciones de
inocencia aparte, pocos niegan a estas alturas que Nacho Vidal tiene su aquel.
Deberíamos envidiarle por méritos y capacidades de todos conocidos, y sin
embargo le admiramos. Por más que se empeñen las damas apostólicas, que un tipo
corriente e incluso aparentemente agreste y montaraz haya conseguido ganarse la
vida con eso que nos gusta a todos, no es moco de pavo. En un país de
reprimidos profundos, que rebosa hipocresía por los cuatro puntos cardinales,
hacer de la entrega un estilo de vida y, de paso, forrarse hasta el calcañar,
no es pan nuestro de cada día. A esos méritos habría que añadir el dominio de
varios idiomas: naturalmente el inglés –¡oh my God!- el francés y hasta el
griego. A ver cuántos presidentes del gobierno pueden presumir de entenderse
con sus homónimos sin necesidad de intermediarios. A excepción de Aznar, que
hablaba el catalán en la intimidad, la ignorancia de la lengua del imperio es
lugar común entre nuestros mandatarios.
Otra cosa diferente es que
–presuntamente- Nacho haya caído en el vulgar pecado de la codicia y
-presuntamente (repito)- se haya dedicado a emitir facturas falsas con la
intención de eludir impuestos. Un pecado imperdonable, proclamo, aunque a estas
alturas de la historia hace ya tiempo que la codicia dejó de ser un vicio para convertirse en una de las virtudes de referencia. La –presunta- codicia de
Nacho no es más que una gota en este océano de avaros, usureros y aves de
rapiña, que componen la élite de eso que llamamos el mercado. Eso, por descontado, no exime
a nadie, y mucho menos a los nuevos ricos, de cumplir con sus deberes de
contribuyente, por más que lo de pagar impuestos esté mal visto en España.
Cierto es que Nacho se ha ganado lo que tiene con el sudor de su frente y de
paso ha hecho sudar a más de cuatro. Y sin embargo no deja de parecerme una
vulgaridad el hecho de dejarse caer en los brazos del Mephisto de turno, por
una razón tan ordinaria como el proceloso deseo de acumular más de lo que se
necesita.
No confundamos; el pecado de Onán
nunca fue el placer solitario, sino más bien la avaricia. No tienen más que abrir
la Biblia –si se tercia- y revisar el mito.