lunes, 10 de julio de 2017

LO QUE CABE EN LOS SUEÑOS


Aparte de montañas, la fe mueve millones; millones de almas y (muchos más) millones de unidades monetarias. El ansia por creer más allá de lo cuestionable desemboca en una curiosa paradoja: el homo sapiens gasta buena parte de su tiempo -materia constatable- en especular con lo inverosímil, de tal manera que, al cabo de milenios de evolución, el mentado primate se ha convertido en una criatura cándida que apenas distingue entre la ilusión y lo ilusorio.
La fe, capaz de general actos sublimes, también ha sido un recurrente subterfugio para perpetrar los hechos más perversos, desde la prehistoria hasta el presente. Y todo por una quimera, por una entelequia con tintes infantiles.
Tal vez necesitemos algo más que una dudosa realidad para satisfacer nuestras necesidades emocionales. Es posible que nuestra disposición a soñar, nos empuje a desear más que una vida. Nada que objetar. El ser humano está hecho para mucho más que crecer y multiplicarse. Lo que no se entiende es esta sinrazón que nos lleva a aceptar como incuestionables los trucos de prestidigitación, dejando de lado esta máquina portentosa con la que todos nacemos.
Nuestra capacidad para imaginar, elucubrar, especular y fabular es ilimitada. Si a eso sumamos la posibilidad de compartir nuestros universos íntimos, estamos hablando del más grande de los motores que, para colmo, va montado de serie. La imaginación podría convertirnos en seres mágicos y, sin embargo preferimos confiar en el mundo (real) de las apariencias. Somos acaso el producto del más burdo de los realismos y por ello estamos consintiendo que algo tan material como una pantalla -sea del tamaño que sea- nos arrebate nuestra propia esencia.
La vida es mucho más que un cómputo de beneficios a corto plazo: es una posibilidad de alcanzar territorios infinitos, una ocasión irrepetible de traspasar la superficie de los espejos, un instante para burlar los efectos secundarios de la muerte.
La vida es una oportunidad de ser literatura.