jueves, 21 de junio de 2012

PALABRAS MAYORES


Entre las muchas cosas que comparto con el Arnas –aparte del mal ejemplo que damos a las generaciones venideras- está lo de esa envidia (insana por supuesto) que experimentamos al embriagarnos con la filigrana con que Ángel Olgoso borda sus relatos. Supongo que a ambos nos da la sensación de que el muy camastrón no hace otra cosa en la vida aparte de tramar esas genealogías reconcentradas de sus cuentos, puliendo milimétricamente cada frase hasta alcanzar el ansiado diamante donde no falta ni sobra una sola molécula. Le envidiamos, sí, para qué vamos a engañarnos. Deberíamos detestarlo –que es lo que harían los buenos posmodernos- pero resulta que te pones a hablar con él y acabas comprendiendo que, aparte de regalarte una de esas conversaciones tan breves como exquisitas que suelen ocurrir una vez cada centuria, se revela completamente desposeído de todo afán de trascendencia; vamos, que se ha librado del pecado original que azota a este gremio, como la Virgen María se libró de las acechanzas del Maligno. Aludirá sin duda a su enconada timidez como un recurso vital, una forma de esquivar las tribulaciones que a todos nos depara la otredad. En algún momento de su vida, no sé cuándo, empezó a bromear sobre esa cualidad tan suya de ocultarse en su cubil imaginario y liberar la necesidad de compartir sus universos interiores por medio de las palabras escritas. Personalmente creo que ese talante nada tiene de pernicioso –él diría que más bien patológico- y que, muy al contrario, constituye una cualidad digna de panegírico. En estos tiempos dominados por el influjo de una pléyade diletante que recurre al espectáculo con redoble de tambor para conseguir el inane galardón de la notoriedad, la actitud de un escritor puro, plegado sobre los engranajes de una tortuosa máquina de languidecer me parece tan excepcional como las leyes de esa patafísica en la que Olgoso da rienda suelta al irrefrenable deseo de centrifugar que sacude a una materia gris incapaz de desconectarse, llegando a concebir títulos donde cabe toda la biografía –una biografía anodina- de su protagonista, a modo de los trailers cinematográficos donde te resumen tan bien la película que, lógicamente, ya no necesitas verla para enterarte de lo que va.
Una personalidad compleja, siempre dispuesta a la exploración en los subsuelos del fino humor y la recreación del absurdo vital, tiene su fiel reflejo en una escritura que navega en esas aguas donde confluyen los ríos de la ironía y el sarcasmo, entre el incesante asombro y la sonrisa cómplice. Porque la literatura que practica Olgoso nada tiene que ver con un paseo dominical, ya que no ha sido concebida a modo de un fácil entretenimiento, sino más bien como una forma de vida al margen de la vida misma. Ahora bien, una vez que el avezado lector ha caído en las redes de este adorador convicto y confeso de los dédalos kafkianos y las quimeras de Kubin, será atrapado entonces por el mismo hechizo del ciclista que ha probado los frenos de disco, y comprenderá que no está uno para conformarse con palabras menores, habiéndolas, como las hay, de esas que a uno le proporcionan una digestión casi tan larga como la del Dragón de Komodo.
Los cuentos de Ángel Olgoso han sido escritos para ser leídos y digeridos con el esmero de un amanuense, y no para pasar por el inútil tobogán del esparcimiento cual ristra de chorizos. No en vano lleva siendo fiel al relato desde hace un titipuchal de años. Y eso conlleva ciertas renuncias, pero también supone el pleno conocimiento de un oficio que le ha dado la oportunidad de visitar la perfección con una asiduidad que más de cuatro –un servidor entre ellos- quisieran para sí. Una perfección que sólo puede entenderse unida a un trabajo minucioso, una entrega nada común en los tiempos que corren, de la que resulta esa paradoja por la cual un relato de cinco renglones ha podido costar cientos de horas de escritura, reescritura y pulimento.
Afirma Fernando Valls que hay relatos que podrían convertirse en poemas de haber sido dispuestos en verso. Personalmente creo que esos relatos a los que hace referencia el profesor Valls son poesía sin necesidad de alteraciones estéticas. Bajo un alarde semántico, que rebosa de colorido y musicalidad,   que va mucho más allá de los esquemas argumentales al uso, permanece oculto –o más bien contenido- un torrente de emocionalidad existencial que se enreda en el hipocampo del lector como la hélice de una embarcación que navegara entre los sargazos que parapetan el fondo marino.
Es la propia literatura la que nos pide rebasar ese espejismo de la realidad, la que nos invita a sumergirnos en los líquenes del sueño, a reconocernos hijos del instante y, por tanto, merecedores de compartir nuestros demonios locales. Lo fantástico no es mera fabulación, es el encuentro con el más allá que habita dentro del hombre por el módico precio de un sueño revelado. Lo fantástico es el propio hombre.
Esa máquina que languidece bajo las lentes del microscopio olgosiano no es ninguna criatura de otra galaxia, como bien pudiera parecer dada la querencia por lo onírico de este navegante que alza su astrolabio sobre el horizonte marino sin perder el interés por las profundidades, sino que se trata más bien de una condición sine que non para la creación literaria: la condición humana.