viernes, 9 de julio de 2010

DIARIOS DE CABEZADEPERRO

ELITISTA

No hace mucho, cuando alguien defendía la enorme valía literaria del poeta y cantante Javier Krahe, uno de esos críticos entendidos en todo y lo demás, dijo algo así como que el tal Krahe podía hacer buenos sonetos pero que en aquello de cantar el cantautor desafinaba. Cuando esto último llegó a oídos del controvertido autor, éste, sin perder su clásica flema y esbozando una irónica sonrisa terció: “es que afinar es sospechosamente elitista”. Pues eso.
Más de una vez se ha discutido sobre el hecho de que los Festivales de Música y Danza de Granada tengan alguna que otra connotación elitista, o más bien pretenciosamente elitista. Soy de los que piensan que la música dejó de ser elitista en occidente hace unas cuantas décadas. La música, a decir de Simon Rattle, director de la Filarmónica de Berlín, además de un privilegio es un derecho inherente al ser humano. La buena murga debería estar al alcance de todos, y cuando Rattle dice de todos es de todos. La Filarmónica de Berlín (¿les suena?) ya no es un dinosario cultural en la moderna ciudad sin muros, ahora se ha transformado en una curiosa fundación que no se limita a esperar en un pedestal la llegada del público, sino que sale en busca del alma escuchante, desafiando sin descanso los herrumbrosos prejuicios de la siempre decadente burguesía europea.
El Festival de Granada siempre pecará de elitista. Los precios de las localidades realizan su función de criba. El horario de los conciertos y espectáculos de danza no está pensado para la clase trabajadora. Me refiero a esos que tenemos que madrugar para ganarnos la vida y de paso sustentar la maltrecha economía del país. También está aquello del petardeo con el vestuario, las tentadoras limonadas del solícito servicio de catering, y las crónicas de sociedad. Hace unos días, una de esas cronistas sociales de pasquín provinciano dedicaba una página completa a explicar lo importante que era asistir bien arregladito a las noches festivaleras. Puede que la calidad de una orquesta deje mucho que desear, que los metales de tal conjunto suenen a hojalata, pero nunca nos faltarán las lentejuelas y los modelos exclusivos en las frescas veladas del Generalife. Jamás, mira que te diga, faltará el impoluto traje de Armani con corbata y todo, aunque la temperatura nocturna convierta las axilas en puro magma. Eso sería lo último. Antes muertos que sencillos.
Desde hace bastante tiempo, he venido experimentando cierto resquemor hacia las reuniones tumultuosas en torno a esa misma música que suele emocionarme en mis horas de soledad. ¿Por qué? Pues porque bajo todo ese halo de apariencia burguesa, de falsa elegancia de una sociedad de nuevos ricos, todavía seguimos siendo unos incapaces a la hora de saber estar. Trataré de ponerles en situación. Uno llega al Palacio de Carlos V -ese cubo de roca caliza que tampoco hubiera estado mal en alguna otra parte de la ciudad- y busca su localidad, un asiento algo descentrado, clase C, donde va a percibir la tercera de Beethoven casi tan bien como el resto de la audiencia, aunque al final termine con algo de tortícolis. La gente entra en el auditorio mayoritariamente tarde. La impuntualidad es un rasgo que nos distingue del resto de los europeos, incluso del resto de la humanidad. La orquesta entra más tarde aún y los glúteos ya duelen cuando suenan los primeros acordes. A mi derecha se sienta una pija de mírame y no me toques que me regala un copito gaseoso antes de acabe el primer movimiento. Ha sido ella: lo sé porque el tufillo viene envuelto en algunos toques de Cacharel. En la fila delantera, una dama mueve su abanico con más energía que el presto final de la sinfonía, y yo apenas me he enterado de lo que me quería enterar. Puede que existan mentes privilegiadas capaces de concentrarse en la música, mientras el parroquiano de la izquierda se dedica a teclear en su Blackberry durante la mayor parte de la pieza. Me parece lógico cuando algún extranjero se ríe con discreción al escuchar la obligada locución inicial de conciertos, teatros y cines, donde la organización nos invita amablemente a apagar los móviles y evitar humaredas niconíticas y relámpagos fotográficos. De las flatulencias dicen nada. Lo peor no es que necesitemos ese tipo de advertencias para empatizar con el resto de la audiencia, sino que nunca podremos prescindir de ellas. Seguiremos siendo lo que somos, eso sí, escandalizándonos de que, por ahí fuera, la gente de otros pueblos no se dedique a hablarse a voz en cuello.
También -por aquello de refutar el fácil cliché del elitismo- disponemos del FEX, ese otro festival para gente modesta donde la entrada solo cuesta hacer cola pacientemente durante horas, a veces bajo un sol inclemente. En tales términos, suele suceder ese milagro maravilloso mediante el cual, cientos de personas a las que sólo une la pasión por el arrebato musical, permanecen absolutamente quietas, tal vez con los ojos cerrados, mientras un pequeño conjunto de música antigua resucita a Palestrina, Monteverdi e incluso al viejo Johan Sebastian. Puede que el FEX sea ese otro lugar donde hasta los pobres de solemnidad tienen la oportunidad de gozar del derecho a trascender más allá de sus propias realidades. Puede que en nuestro Festival B, se prescinda del frescor de la Alhambra y del buen vestir. Puede, es más que seguro, que alguna camarera del servicio de catering que no pudo asistir a los espectáculos de danza del Generalife por hallarse en ese preciso momento recogiendo platos, tenga la oportunidad de entrar en el Hospital Real y elevarse más allá de sí misma con unos acordes de laúd que resucitan a Leopold Weiss. La he reconocido, era la misma muchacha que me sirvió la limonada hacía dos noches y ahora sueña con los ojos cerrados sentada a mi lado. Sueña ahora con otros mundos que no están tan lejos como debería parecer; otros mundos que están dentro de todos y cada uno de nosotros. La música del laúd barroco, le ha arrebatado el alma y a duras penas contiene una lágrima de intensa felicidad.
© Gärt