Un buen hombre ha
muerto. No fue el único que perdió la vida en aquel campo de exterminio
donde cayeron otras seis mil almas, hombres y mujeres.
Ninguna de aquellas
personas tenía por qué haber contribuido a escribir la infamia de
los vencedores, ninguno de los muertos de ambas retaguardias debería
haber servido de relleno a las fosas comunes, nadie debió quedar
diluido en el tiempo y el olvido.
Pero sucedió, para
desesperación de aquellos que les amaron y para oprobio de un pueblo
entero, que se sumió en el más vergonzante de los silencios,
alentado por la callada del resto del mundo que, en un alarde de
indecencia, abrió los brazos al vencedor y –como viene siendo
acostumbrado- puso énfasis en los negocios que se vislumbraban en
el horizonte.
Un hombre bueno,
joven, culto e inocente de cualquier cargo, excepto el de pensar
libremente, fue asesinado junto a otros muchos, en un lugar
tristemente célebre, donde se truncaron las esperanzas de una vida
mejor para la mayoría.
Salvador Vila
Hernández fue ejecutado hace 83 años sin juicio previo por el
delito de ser Rector de la Universidad de Granada. Después, vino el largo silencio, el
miedo a la memoria, la mentira elevada a Historia, el regreso al patriarcado, el
imperio de la arrogancia, el hábito de la hipocresía. Había que
frenar el pugnante ascenso de la inteligencia, y así se hizo.
Ahora nos faltan corazones como el de Salvador Vila y otros miles de profesores que estaban sacando a un país de la ignorancia y colocándolo donde debería haber estado desde siempre.
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