lunes, 1 de marzo de 2010

Diarios de Cabezadeperro 4

RUIDO


Nos hemos acostumbrado a todo en este nuevo mundo, sin apenas darnos cuenta de que lo que hoy es nuevo, dentro de unos días se convertirá en puro deshecho. Ahora hay tantos tipos pintorescos que uno puede escandalizar a los demás a pesar de ser completamente mediocre. Nos hemos acostumbrado a la suciedad y las paredes descarnadas, a que esté normalizado ponerle Mélody a una chiquilla, a que todo sea tan kitsch que ya nada resulte chirriante.
Y no pasa nada. Nadie, aparte de algún que otro recalcitrante, protesta por lo que es más que evidente. Lo que hay es lo que hay, válgame la repugnancia.
Estamos tan acostumbrados al ruido que en seguida hay mentes lúcidas que se rasgan las vestiduras cuando la propietaria de un ruidoso bar es condenada a varios años de prisión. Esas mentes bienpensantes no se preocuparon de visitar a los vecinos afectados durante años y años por el ruido del populoso establecimiento. En estos momentos hay miles de afectados por el ruido imperante que han abandonado esas casas que pagaron con el sudor de su frente y se han marchado a otro lado. Mientras tanto, el típico marchoso del sacrosanto botellón opina al respecto con orgullosa risita: a joderse toca.
He tenido que cambiar de configuración mi propia casa. No puedo dormir en el dormitorio sino en un cuarto algo más aislado, aunque uno nunca se aísle del vecino de arriba, que suele ser un personaje que no atiende a razones, y que sólo reacciona cuando se le agarra de las solapas y le muestras los colmillos.
En nuestro amado país es común entre los individuos la incapacidad de colocarse en el lugar del prójimo. Nos da igual lo que sientan los demás, y nos importa una mierda el derecho al descanso del que trabaja y tiene que madrugar para ganarse la vida.
Todo eso tiene sus consecuencias. En cualquier sitio de Europa donde tengas un familiar o amigo, éste te confesará que los españoles somos conocidos por dos aspectos: somos paticortos y gritones -de nuestra falta de sensibilidad con los animales, ni hablamos- De este par de ¿tópicos? podemos encontrar razón en los escritos de Washington Irving durante su estancia en la España del S. XIX, que Gerald Brenan corrobora a principios del S. XX. Tampoco era necesario recurrir a los presuntos prejuicios de los intelectuales extranjeros; nos bastaba con haber leído a Larra para vernos tal y como somos. No es una teoría; basta con salir fuera de las batuecas y entrar en un museo, para comprobar que si hay alguien que desentona alzando la voz por encima de la media, será generalmente español o italiano.
Poco sabemos sobre el origen de tan ramplona costumbre –me refiero a la de generar más ruido del aconsejable- pero me imagino que puede estar en ese tipo de comentarista deportivo radiofónico que probablemente esté convencido de que, narrando la épica atlética a gritos, le va a dar más emoción a la cosa.
Chacotas aparte, lo más triste de la cuestión es que apenas conocemos nada del silencio; ni siquiera nos damos cuenta de la necesidad que tenemos de él. Nos da miedo el silencio, como si estuviese emparentado con la muerte, y no con el pensamiento, con los sueños. Porque necesitamos el silencio para soñar, para reflexionar y para recuperar nuestra capacidad de ser personas. Sin el silencio no podríamos escucharnos los unos a los otros, y lo más preocupante, sin el más absoluto de lo silencios, resultaría imposible dejarse llevar por la música a esos otros universos que permanecen latentes en el interior de nuestro espíritu.
Precisamos del silencio para vivir. Necesitamos incluirlo en la lista de prioridades para el primer día del resto de nuestras vidas.