A los cuarenta y ocho años subí en bicicleta aquella cuesta
que no fui capaz de subir a los quince. Tardaré, eso sí, otros cuarenta y ocho
años en recuperarme. Y ese es más tiempo del que tenía pensado vivir.
A los cuarenta y ocho años asumí que nunca más dormiría
solo, y que todas las noches me acostaría con Sherezade; la que me adormece con
esos cuentos que siempre empiezan con la misma frase: He llegado a saber, oh príncipe de los incrédulos, que hace mucho
tiempo…
A los cuarenta y ocho años recordé por enésima vez que eso
de madurar no es siempre para bien, y que nunca es tarde para hacerse más
idiota. De hecho, uno siempre está a tiempo de hacer idioteces que antes creía impensables.
A los cuarenta y ocho años tuve que aceptar que nada dura
tanto tiempo como para creer en algo eterno.
Hoy cumplo cuarenta y ocho años. No me siento especial. Ni
más ni menos que otro día cualquiera. Tal vez deberíamos celebrar más esos días
cualquiera. Tal vez deberíamos celebrar más el no cumpleaños.