Todo aquello que se nos oculta de la mirada en los espacios
que identifican la civilización es desvelado con impudicia a través de las
ventanillas de los trenes. El trayecto del ferrocarril nos proporciona paisajes
de todo tipo: desde la radiante belleza de las dehesas, hasta la sordidez de
los suburbios. Nadie se ha ocupado de esconder esas toneladas de chatarra que
se agolpan junto a las vías. Nadie limpia los arroyos de fango que discurren
junto a la oruga mecánica. Eso sería como esconder la verdad. En alguna
parte habrá que apilar lo que ya no sirve.
Girones de plástico, lavadoras oxidadas, tresillos
desvencijados, tubos de escape, ruedas de automóvil, fragmentos de alicatado,
cascajo, ropa descolorida, teléfonos móviles, gallinas muertas, ordenadores, bolsas de la compra, bolsas de
basura, minibolsas, bolsas gigantes, viejos televisores, sostenes potrosos, zapatos impares,
maletas… el tesoro de una gran civilización.
Si somos lo que producimos, mucho me temo que nuestra
capacidad de generar despojos empieza a ser nuestro mayor patrimonio.