martes, 10 de abril de 2012

EL TAMAÑO DEL CORAZÓN




Durante doce años y medio he sido un hombre afortunado. Sólo la dosis de estupidez que me corresponde por mi condición de ser humano –a lo que habría que sumar el estigma de la occidentalidad- me ha incapacitado para gozar plenamente de la felicidad cuando la he tenido a mi alcance. Ser hijo del instante no es óbice para despreciar esa plenitud que sólo las cosas pequeñas, aquellas que no se pueden pagar con dinero, otorgan a nuestro exiguo tiempo. El hombre tiene el corazón del mismo tamaño que un león y el cerebro de un mono. Con estas mimbres resulta incomprensible que un ser humano tenga capacidad para lo sublime, no así para lo perverso. Pero el caso es que todavía no hemos comprendido que habría que aprender de otros animales algo tan esencial como que no somos el centro de la creación, que toda aspiración a compararnos con la divinidad es absolutamente ridícula. Sólo en la sencillez del resto de los seres vivos deberíamos entendernos como seres humanos.

Yo aprendí de mi perro a disfrutar de lo aparentemente insignificante, hasta el punto de llegar a olvidar (por momentos) que este mundo está construido a base de injusticia y mezquindad. El corazón de mi perro era mucho más grande que el más grande de los corazones humanos. Porque él –pobre animal- estaba convencido de que todo el mundo era bueno, que había que querer al prójimo porque el prójimo estaba tan necesitado de cariño como lo estaba él.  Nunca hizo daño a nadie, pese a que tantas veces fue rechazado por tantos otros, por el hecho de ser perro y ser grande. Fue feliz sin exigirme grandes sacrificios. Le bastaba con salir a pasear por el campo o nadar en el mar para sentirse completamente eufórico, embriagado por la alegría de estar vivo y ser querido. Nunca, ni siquiera en sus últimos días, dejó de sentirse satisfecho por algo tan nimio como estar con los suyos. Hasta el último suspiro nos dio una lección de vida, una lección de amor por los demás, que es como amar a la propia vida. 

Hace unos días su corazón dejó de latir. Me cuesta aceptar que ya no habrá nadie que se alegre de verme todos y cada uno de mis días, que su presencia haya sido suplantada por la más angustiosa de las soledades. Quiero creer que no ha desaparecido para siempre, que el mundo se le hizo pequeño y ahora habita en el País de Nunca Jamás, donde habitan los limpios de corazón.

A él le debo estos doce años plenos de aventura, a él le debo los mejores años de mi vida.