domingo, 18 de marzo de 2012

TODAS LAS MAÑANAS DEL MUNDO


Todas las notas deben acabar muriendo. Tales fueron las palabras de un Marin Marais interpretado por Depardieu en el inolvidable arranque de Tous les matins du monde (Alain Corneau 1991). Volví a escuchar aquellas mismas palabras en boca de su verdadero autor, Jordi Savall, en 1994 durante una lección magistral en Alcalá de Henares a la que asistí como oyente. En efecto, las notas de la viola da gamba deben agonizar como ahora mismo agonizan las flores de almendro. Lo sublime debe ser tan efímero como nuestra propia existencia, insignificante en el universo, y aun así tan valiosa para los que la vivimos. Desde aquel día en Alcalá he esperado dieciocho años para volver a escucharlo tocar la viola en solitario. Lo he admirado varias veces al frente de Hesperión XXI, La Capilla Real de Cataluña y, cómo no, dirigiendo el Concierto de las Naciones. 
Me quedé sin palabras cuando alguien me preguntó qué me había parecido aquella música al finalizar el concierto del pasado 15 de marzo en Granada. Con los años y alguna que otra experiencia he aprendido a aceptar que la música llega allá donde no llegan las palabras y, en ese sentido, no es del todo humana. También es cierto que las palabras llegan a otros muchos sitios donde no se asoman el resto de las artes y sin embargo tendremos que reconocer que la música es otra cosa diferente, la música no está hecha de materia y a pesar de todo nos toca en las fibras más íntimas de nuestro ser. Así, la música tañida en la antigua viola da gamba del único genio al que habré tenido la suerte de acercarme, es una excepción para la condición humana. Gracias a las notas que emanan de esa joya de siete cuerdas uno puede entender que la vida es fascinante precisamente por su fugacidad, porque todos los momentos son irrepetibles y porque todas las mañanas del mundo son caminos sin retorno.
Pues sí, nunca más podré volver a gozar esas piezas que el maestro Savall unió bajo el título Las voces humanas, por más que todas ellas estén entre los discos compactos de mi modesta colección. Lo que hace prodigioso a cierto tipo de música, esa música que bucea en el corazón de la sensibilidad humana, es su fugacidad, esa intensa luz que nos deslumbra creando en nuestro interior una obsesiva e infructuosa búsqueda de la eternidad del instante. Desde el momento en que quinientas personas al unísono fueron capaces de comprender el pequeño delirio de unos suaves pizzicatos con los que el maestro afinaba su instrumento, comprendí que toda la vida de aquel ser humano, incluso los peores trances, había sido un milagro. Porque nadie como Savall ha sabido mostrarme esa inagotable dialéctica entre lo grandilocuente y lo espiritual, dado que el arte de componer verdadera música, lejos de ser un instrumento para complacer el oído y divertir a las masas, existe para los estados anteriores a la niñez, cuando se vive sin aliento y sin luz
En el film de Corneau, Marin Marais decía de su maestro Monsieur de Saint Colombe que era austeridad y cólera. Era mudo como un pez. Él era la música. Yo tenía un maestro y lo arrebataron las tinieblas. De su instrumento brotaban todas las voces humanas: desde el suspiro de una joven, hasta el sollozo de un viejo, desde el grito de guerra de Enrique de Navarra, hasta la dulzura del aliento de un niño durmiendo.
Mis pies no han podido tocar el suelo desde la noche en que vi por última vez al maestro Savall convocando a los dioses con su viola.