sábado, 17 de abril de 2010

DIARIOS DE CABEZADEPERRO

NOVELITAS PARA DILETANTES

Pues no; no va de eso. Precisamente voy a hablar de lo contrario. Dejo que los diletantes sigan empeñados en la impostura de Zafón o los clichés del difunto sueco y me decanto por un par de gringos, de esos que rara vez decepcionan a su escasa pero ferviente parroquia. Pynchon y DeLillo. Menudo par. Quien pudiera tenerlos entre los allegados. Tampoco es que eso sea tan importante, puede incluso que, conocidos en persona, resulten cargantes hasta el arrebato. Y también puede que no. Sus libros, los dos que aquí voy a citar, no lo son de ninguna manera. Porque no estamos hablando de la enésima reelaboración del argumentismo decimonónico –ese ectoplasma que vendió, vende y seguirá vendiendo per secula seculorum- sino de estilo, estilo de verdad. Hace siglos que conocemos todas las variantes argumentales, pero asimismo, quedan siglos –calentamiento global mediante- hasta que se agote la forma de colocarlas, de ordenarlas y hacerlas sentir. Pynchon, en “ La subasta del lote 49” consigue esa inédita vuelta de retuerca a la estética beat, agotada e inagotable en manos del maestro sin rostro. La cascada de situaciones delirantes, y la impresentabilidad de los personajes, evocan a menudo al malogrado John Kennedy Toole, y su Ignatius J. Relly, protagonista que obra el milagro de atrapar al lector a pesar de tratarse de un cretino irredento.
DeLillo retoma la estructura narrativa del Ulysses de Joyce, transformando la nave odiseica en una lujosa y excesiva limusina, probablemente esa metáfora del horterismo de la que ningún nuevo rico puede ni debe sustraerse. Porque el concepto de lo hortera se ha normalizado hasta el punto de dar para unos cuantos debates que, como todo lo hortera, serían en suma una desdichada pérdida de tiempo. Trama: Un solo día, el último día de su existencia el adocenado Eric Packer necesita demostrarse a sí mismo, que sigue siendo la representación carnal del todopoderoso, que puede hacer y deshacer a su antojo cuanto le apetezca, aunque por otra parte le sea imposible salir de un simple atasco, como todo hijo de vecina, pero con chofer y escolta.
Ahora bien, nada de eso importa. Cualquier escritor medianamente avezado podría haber ideado y plasmado las dos tramas. La cuestión es que nadie, salvo Pynchon y DeLillo, habrían tenido el acierto de engendrar “La subasta…” y “Cosmópolis”. ¿Por qué? Porque lo importante no es el qué, sino el cómo. Porque ambos están unidos y separados por su inmensa capacidad para crear estilo. Pynchon retrata lo grotesco, sin establecer juicios, dejando que sea el lector quien valore la trascendencia o insignificancia de los hechos. A Pynchon se la trae floja que sus novelas pequen de insustanciales. Por el contrario, la sustancia, el mordisco del tema y la profundidad psicológica son la esencia en DeLillo. Uno agarra las novelas de Don DeLillo y no tarda en percatarse de que el agarrado es quien cree estar agarrando. En manos de DeLillo, dejamos de ser sujetos pasivos, porque el escritor nos impone la tarea de responder esas preguntas que se generan a lo largo y ancho del papel. En “Cosmópolis” nada es accesorio, nada sobra, nada carece de importancia. Aunque lo que parezca un hecho sea nada más y nada menos que una enorme duda. Y la duda es la vida misma. Quien no duda nunca, debería visitar a un especialista en lo que sea. Pero, por favor, que no se malverse comprando libros de autoayuda.
Ninguno de mis adorados yanquis –ser gringo no significa necesariamente haber nacido para convertirse en un producto de mercadotecnia- tendrá jamás el fervor de la masa incondicional. Tal vez porque el incondicional es aquel que jamás se cuestiona nada acerca de sus mitos. Al incondicional no le cabe la menor duda. Ninguna de estas dos anomalías –sagrada palabra- tendrán cabida entre el rebaño de diletantes, adeptos al producto de cartón piedra, dueño y señor de escaparates, supermercados y rebajas de saldo.