domingo, 6 de noviembre de 2011

UN POCO DE NADA. HOUELLEBECQ: “EL MAPA Y EL TERRITORIO”



Soy uno de esos lectores que suele incurrir en una sensación contradictoria cada vez que lee a Houellebecq. No voy a discutir que hubo un momento en que tenía algo de esnobismo deslizar el nombre del polémico escritor francés en alguna tertulia de diletantes. Ahora ese recurso resulta completamente irrelevante. Lo que me sigue produciendo perplejidad es el grado de excelencia en que nuestros colegas franceses han colocado a un escritor que, después de darle muchas vueltas, retorna siempre a los mismos lugares comunes, regresa de manera torpe y predecible a unos planteamientos a priori interesantes que resuelve con soluciones simples. No se puede solucionar nada con simplicidad. La simplicidad, de hecho, fue el secreto del éxito del nacionalsocialismo. Nada tiene que ver el pensamiento de Houellebecq con aquel monstruo que plagió el bigote a Charlot. Houellebecq es un “intelectual” inequívocamente recalcitrante y acérrimo defensor de las virtudes del capitalismo, cuya visión de los fenómenos colaterales del sistema económico adolece de una curiosa falta de razonamiento. El autor francés no pierde ocasión de traer a colación el uso –lo ha hecho en varias novelas- de algunos barrios marginales de París, en los que algunos delincuentes aprovechan la parada de un coche en un semáforo, para reventar los cristales del mismo y asaltar a sus ocupantes. Algo totalmente verosímil, sobre todo cuando se repite tanto. No olvido aquella frase de Goebels “una mentira repetida muchas veces alcanza el status de verdad”. En este caso –el de la novela- estamos hablando de un hecho desgraciadamente frecuente en los arrabales de la gran ciudad. De lo que, casualmente, no nos habla Houellebecq es de las causas primarias de esa marginalidad. Quiero decir que, de la lectura de los libros de Houellebecq, uno acaba infiriendo que las personas que viven en la marginalidad han elegido nacer en ese estado. De tal manera resulta sospechosamente ingenuo el planteamiento sociopolítico del autor que más de una vez he creído estar asistiendo a una soberbia apología del ideario del actual inquilino del Palacio Elíseo.
Ahora bien, si por casualidad me fuera posible medir el peso del razonamiento de Houellebecq y confrontarlo al de Michel Onfray, llegaría a la conclusión de que el último divertimento novelístico en el que he invertido mi tiempo ha supuesto para mí una somera pérdida de energía. Así pues, mientras el pensamiento de Onfray es diáfano, complejo y arduo de rebatir, lo que hace Houellebecq es evitar deliberadamente toda referencia a aquello que le pueda echar por tierra su inviable castillo de arena. Onfray, por supuesto, no es novelista. Hablo de un filósofo, y de los grandes. Digamos que, el punto de vista analítico -en lo que a la coyuntura se refiere- de Onfray es diametralmente opuesto al de Houellebecq. Para ser más claros; en el momento histórico en que arranca “El mapa y el territorio” hay una tremenda crisis económica que tiene sus orígenes en un sistema que pondera la codicia por encima de cualquier otro valor. ¿Les suena? Para los defensores de la codicia, el mercado se sostiene por sí mismo, se gradúa por sí solo y soluciona automáticamente todos sus problemas. Es baladí decir que en estos últimos cuatro años el mercado no ha hecho más que hundir a la mayor parte del mundo en la miseria, mientras los adocenados de siempre se reparten dividendos. Y así las cosas, ¿cómo justifica Houellebecq la evolución de los mercados en esta crisis? Sencillamente no lo hace, se calla, repite esquemas de anteriores productos literarios, y vuelve a finalizar –ya lo hizo en “Las partículas elementales”- en un futuro hecho de pura especulación y (menos mal) esta vez no recurre a culpabilizar al Islam de todos los males de occidente.
Con todo, Houellebecq tiene su estilo. Algo escaso en recursos originales, pero estilo a fin de cuentas. Hay toques de maestría y alardes de ingenio que sorprenden al lector cuando menos se lo espera. Yo me quedo con la paradoja de ese silencio con el que el autor hace responder a una pregunta del protagonista. Sabemos la pregunta y las consecuencias de la respuesta, de manera que tenemos al menos la posibilidad de imaginar la respuesta. Como truco literario no está mal. Un poco de nada es, a veces, mucho.