Si el hipotético lector se embarca en la aventura de abrir las páginas de Ejercicios de estilo de Raimond Queneau va a encontrarse con una de las lecturas más lúdicas de los últimos cien años. Me explico: el autor toma un hecho totalmente anodino, insustancial para más señas, y lo describe de noventa y ocho formas diferentes; usando modos estándares como por ejemplo: torpe, parcial, olfativo, gustativo, ignorante… y así hasta completar una panoplia de formas diferentes para contar el mismo suceso. Y ustedes pensarán ¡menudo pestiño! ¡el mismo cuento noventa y ocho veces! Y, a priori, podría parecer uno de esos juegos literarios a los que somos aficionados los frikis de las letras, pero lo cierto es que, al tener constancia del asunto y ver las múltiples posibilidades de expresar la misma idea, resulta que a uno se le encienden los faros y se lanza al juego como el que se zambulle en la piscina. Y de ello resulta que, cada uno de los ejercicios de Queneau es una fiesta de posibilidades en la que las endorfinas del lector van a estallar en carcajadas. Dicho de otro modo, desde que leí la novelita de Perec, ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado al fondo del patio? no me lo había pasado tan bien. Diré más: el origen de este extravagante juego de Queneau llegó a su autor tras haber escuchado El arte de la fuga de Bach, obra que se inicia con un tema de aparente simplicidad que el autor va enriqueciendo por medio del contrapunto y la fuga hasta crear algo que, a día de hoy, supera de lejos las capacidades de cualquier ser humano. El asunto quedaría ahí de no ser porque acaba de caer en mis afortunadas manos otro librito de relatos, en este caso de reciente aparición, obra del afinado poeta Salvador Galán Moreu, bajo el título unitario Los cuartos de Ellas, en los que el autor realiza una serie de cambios de estilo al implicar su voz en las múltiples personalidades de las narradoras. Y he aquí lo, a mi juicio, más interesante del juego, pues en la primera parte, bajo el mismo título del libro, y de forma deslumbrante, la voz del autor queda relegada en favor de las protagonistas, cada una de ellas tan diferente a las otras como cada individuo lo es de sí mismo. Más que un ejercicio de estilo, diría yo que, en este caso, se trataría de un ejercicio de empatía, aunque no vaya desgajada de un temerario sentido crítico, más teniendo en cuenta que, a día de hoy, todo ejercicio de lucidez corre el riesgo de enfrentarse al permanente acecho de las nuevas inquisiciones. La habilidad literaria, más que una intención de lucimiento, queda refrendada en la segunda parte del libro, Jonás en el Búnker, de nuevo con frecuentes recursos a la primera persona, e incluso a la elongación de las frases más allá de lo tradicional, en pos del juego; un juego en el que el lector deberá comprometerse en oposición al manido papel de receptor. Decía Escher que su arte era un juego; pero un juego muy serio.
También de reciente aparición, aunque de largo recorrido, tengo en mis manos el volumen Trenes de Miguel Arnas, donde es la gran máquina de vielas, con su cadencia sincopada, sus movimientos repetitivos y sus cambios de ritmo, lo que marca las diferencias de estilos entre el primer relato Diciembre 1939 con respecto al resto de las narraciones. Admirador confeso de Thomas Pynchon, Arnas eligió un compás cercano al estilo Beat, para colocar al protagonista como testigo subjetivo de uno de esos viajes en vagones de mercancías, al que fueron sometidos los exiliados españoles tras la contienda que sumió a nuestro país en uno de sus más vergonzantes periodos. Mediante esta forma de narración directa como una ráfaga de jabs de izquierda en el rostro del lector y carente de ornamentos, el protagonista nos susurra al oído cuán fácil resulta verse despojado de algo tan esencial como lo es la propia dignidad.
En el siguiente relato, Miguel Arnas, nos invita a un viaje a su pasado con puntuales regresos al presente, por medio de una visión lacerante sobre la desdichada época de las censuras morales y la represión sexual, y lo hace cambiando a un estilo más personal, con un lenguaje cervantino, tanto en la elección de las terminologías más cercanas a las usadas en el Oulipo, como en un fino y elegante sentido del humor que, dicho sea de paso, tengo la dicha de frecuentar. De entre estas estampas unidas por la presencia de los viejos trenes en los que la aventura parecía estar garantizada, encuentro en el relato Agosto 1964 un encomiable ejercicio de sinceridad, ya no por su veracidad sino por la capacidad reflexiva con la que Arnas observa el inconsciente colectivo de una época que atravesó para siempre el alma de un país entero.
Si el estilo es la seña de identidad de un autor, digamos que la capacidad de cambiarlo, el desafío al artificio, el juego literario por excelencia, definen al escritor por encima de los lugares comunes que, a fuerza de repetidos, acaban imponiendo un retroceso.