domingo, 1 de diciembre de 2019

BEMBÉ


Contraviniendo la manida imagen del cine hollywoodiense donde el intrépido caballero, florete en mano y bigotillo en ristre, se enfrentaba al villano ante el rictus de terror de la damisela; las mujeres de una batucada granadina redujeron sin pensarlo dos veces a un perturbado, armado con un cuchillo, que pretendía rajar -y lo consiguió al menos en dos ocasiones- sus instrumentos de percusión. Las manos vacías frente a la inminente amenaza del arma. Ya lo advertía aquel viejo teniente de artillería en mis tiempos de obligado servicio militar: "que las armas las carga el diablo y las esgrime un gilipollas"
La diferencia entre ambas imágenes estribaba en que aquella primera, la del cine primigenio, era pura ficción, mientras que las valientes mujeres de la batucada arrojando las baquetas al suelo y lanzándose contra el agresor (sin patearlo, sin abusar de su fuerza física) es una imagen real que, desde hace siglos, se viene repitiendo en la forma de tantas mujeres que, injustamente relegadas en todos los ámbitos de la sociedad, han seguido trabajando a pesar de cobrar menos por las mismas funciones que un hombre, siguen criando hijos, manteniendo hogares y creciendo en lo profesional y en lo humano a mayor ritmo que sus compañeros.
La marcha del 25 de noviembre contra la violencia machista demostraba en sí misma que sigue siendo necesaria para hacernos tomar conciencia de que formamos parte de una sociedad donde el esfuerzo no siempre es compensado con equidad, y donde los rancios valores del "dios, patria y justicia para quien pueda pagársela" amenazan con regresar, si es que no han regresado hace tiempo.
Poco importa si el agresor era un desequilibrado, o si su intencionalidad era o no de origen sexista. Lo que importa en este caso es que frente a una amenaza mortal no bajó del cielo un improbable supermán a desarmar al malvado; y no bajó porque los héroes de ficción nunca fueron necesarios, y porque las mujeres ya no se tragan las paparruchas del cuento -adulterado- de Caperucita.
Las mujeres a las que pertenezco -digo bien- me han demostrado que el valor no está situado en las glándulas masculinas, sino en el espíritu irreductible del que vuelve a levantarse cada vez que cae al suelo, y sigue peleando por lo que es, a todas luces, justo y verdadero.
Bien por ellas

martes, 11 de junio de 2019

DE RAZAS Y OTRAS DESAVENENCIAS


"Raza" es el título de una película cuyo guión fue firmado por el apócrifo Gil de Andrade -lo de "gil" le venía al pelo- a quien sus coleguillas bautizaron con el cariñoso remoquete de "Paquita la Culona" -por algo sería- si bien era más que probable que éste hubiera recibido la ayuda de un "negro" -dicho sea en su acepción figurativa, no faltaba más- a la hora de elaborar tan truculento argumento. "Raza" es, además de una forma de distinguir a los individuos por el color de su piel o la forma de sus narices, una suerte de privilegios que se arrogan aquellos que se consideran étnicamente superiores, esto es: los blancos (caucásicos). Ahora bien ¿quiénes son los blancos?

Para responder a tan rimbombante cuestión no hay nada como visitar el Canadá. Pero ¿para qué ir tan lejos? Entiéndase que eso de "lejos" es algo subjetivo y sumamente relativo, dado que los canadienses están convencidos de que la Columbia Británica está donde tiene que estar, y que lo que se encuentra lejos es ni más ni menos que la vetusta Europa.

Distancias aparte, el Canadá, tierra de promisión -sobre todo para las Gentes de Buena Familia- es una nación donde se abigarran gentes de todas las razas, credos y procedencias: los hay asiáticos (indios, chinos, japoneses, coreanos, vietnamitas, nepalíes, paquistaníes, indonesios, malgaches...), pero también hay europeos (mejor no enumerar), negros de África, América, Antillas; aborígenes australianos, maoríes de Nueva Zelanda, semitas, latinos, anglosajones (no sé si incluirlos en el segundo grupo) e incluso algún que otro indígena del lugar que se libró del exterminio.

Pero lo que en términos étnicos abunda es el ser humano de raza blanca. El caucásico suele ser un tipo (o una tipa) de complexión robusta -con algo de tendencia al atocinamiento (obsérvese el mendaz careto de Boris Johnson)- de piel clara y ojos frecuentemente azules. Comen carne (sobre todo de pollo), beben cerveza, café del Starbucks, y no desprecian los hidratos de carbono. Los habrá vegetarianos, abstemios, e incluso veganos, como en las mejores familias. Se les puede identificar sobre todo al exponerse al sol meridional, caso este en el que suelen teñirse del color de las gambas. Cuando veas un turista de color rojo intenso no lo confundas con un indio navajo; se trata de un tipo (o una tipa) de raza blanca.

Mayormente, los españoles nos ponemos bronceados cuando nos da el sol. Podemos ser incluso más oscuros que los mulatos. Y eso es porque nosotros, los habitantes de Iberia, no somos estrictamente blancos: somos mestizos. En tiempos de las invasiones napoleónicas, los refinados oficiales galos (oh, mon dieu) llamaban a los españoles merde de gent -de ahí lo de merdellones- un término despectivo referido al color cobrizo que lucían las jetas de nuestros antepasados. Por las Batuecas -además de (oh, la lá) tan ilustrados vecinos- han pasado fenicios, griegos, romanos, visigodos, ostrogodos, árabes, bereberes, negros, hebreos y, más recientemente, un tropel de turistas de allende mares. Poco menos que ingenuo sería creer que toda esa gente ha desaparecido de estos lares sin dejar su ración de ADN. Desde que el amor es ciego, eso de las razas puras es -quitando a los pigmeos- una monserga que no se creía ni el badulaque de Adolf. La superioridad racial solo sirve de excusa a aquellos que -aparte de no haber aprendido nada de la Historia- se basan en la supremacía intelectual o cultural para definir lo que se viene en llamar "el espíritu nacional". Arzalluz recurría a la pureza sanguínea de los vascos (y vascas) para justificar el odio a todo lo que no fuera Euskadi.

Y -ahí es donde quería yo llegar- esta puede ser la segunda razón por la cual es aconsejable volar al Canadá, dado que uno encadena un avión tras otro con la ilusoria idea de que así sale más barato y, si mira atentamente por la ventanilla, después de haber atravesado unos cuantos países, no habrá visto ni una sola línea pintada en el suelo. A lo mejor es que lo de las fronteras es un puro camelo. Lo malo es que hay mucha gente que se lo traga, igual que se tragaron en su momento que los españoles somos blancos, y hacen gala de un sentir patriótico que, básicamente, consiste en amar lo de dentro y despreciar lo de fuera.

Y todo esto para llegar a la perogrullada que todos sabemos pero que casi nadie es capaz de recordar: ¡ni los blancos son tan blancos, ni los negros tan negros! Y resulta que los de aquí y los de allí tenemos dolor de muelas, tenemos resfriados, almorranas, dias buenos y días malos, problemas que resolver, amigos a los que abrazar, canciones que cantar y sueños que soñar.

NOTA: Hago aquí constar que lo de ir al Canadá es la típica excusa del turista medio para darse el pisto. Con darse una vuelta por Marbella, se pueden contemplar ad libitum las quemaduras solares de los visitantes británicos. 


miércoles, 20 de marzo de 2019

LA TIERRA


La estúpida idea de que la tierra puede pertenecer al hombre, o más bien a unos cuantos hombres, ha convertido a la humanidad en un puro despojo moral. Creer que, por derecho hereditario, o por haberlo adquirido en una transacción, la tierra puede ser propiedad de quien la habita es cuando menos una entelequia infantil. ¿Acaso puede un hombre solo llevarse una extensión de tierra a donde le apetezca? Será la tierra quien devore al hombre cuando éste deje de respirar, y no al revés. Las montañas, los valles y los ríos permanecerán ahí, tal vez despojados de su cubierta vegetal, cuando mueran los que creen poseerla, y mueran sus herederos y los herederos de sus herederos. El hombre puede allanar unos cerros o abrir agujeros en el corazón de la tierra, pero nunca será dueño de ella. Siempre ha sido y será precisamente al contrario. El ser humano pertenece a la tierra, vive en ella, se alimenta de ella, se reproduce sobre ella y vuelve a ella.
También podemos dibujar mapas en un trozo de papel y trazar líneas imaginarias sobre esos mapas, y creer que podemos dividir la tierra y alzar muros entre los pueblos, y convencer a sus moradores de que al otro lado del muro viven otros moradores que no merecen vivir en este lado de la grotesca frontera. Quienes recurren a la perversión de la historia humana –una irrisoria partícula de la historia de la tierra- para inocular el sentimiento de superioridad en los supuestos hijos de un trozo de tierra, solo engañan a los imbéciles. Todo eso de la patria, de la nación y del estúpido orgullo colectivo, no es más que un cuento para envenenar a los hombres y enemistarlos entre sí. ¿Acaso estoy obligado a sentirme más unido a los que habitan España que al resto del mundo? 
A lo mejor va a ser que los seres humanos deberían identificarse por otras ideas, otros principios en los que prevalezca la simple dignidad. Claro que, un ideal tan coherente, solo puede circunscribirse en los términos de la utopía, o más bien en la más simple de las ingenuidades.