Las portadas
de los periódicos –no todos- se hacen eco de las escandalosas cifras del
desempleo. Son números; números que no incomodan a quienes los producen.
En las dos
últimas legislaturas, con gobiernos –al parecer- de diferente decorado
ideológico, se han perpetrado sendas reformas laborales. Esto se traduce, ni
más ni menos, que en pérdidas de derechos por parte de la clase trabajadora.
Las
matemáticas no mienten: después de cada reforma laboral ha habido escandalosos
repuntes en el desempleo. Aun así, ambos desafueros siguen recibiendo alabanzas.
Hay muchas formas de psicopatía, y la peor de ellas es la de los que se aferran
a un sistema que produce muertos de hambre.
Pero los
informativos se limitan a dar números. Millón arriba, millón abajo, los números
nada significan si los que producen esos números no son capaces de ponerse en
la piel de los seres humanos que hay detrás de las cifras.
Las cifras
del paro parecen atender a lo visible, a los puestos de trabajo que se pierden
en las factorías, en la construcción, en los servicios públicos, en las
sucursales que se cierran cada vez que hay fusiones bancarias. Lo que sucede
fuera de nuestro espejo urbano, no existe para el objetivo de las cámaras.
El desempleo
se ceba con mucha más crudeza en el campo, que es, a fin de cuentas, el lugar
de donde sale gran parte de nuestra comida, la comida de todos. A la
insoportable situación económica se ha unido una temporada –la pasada- sin
apenas precipitaciones. En las zonas olivareras de Andalucía, la producción de
la última cosecha es una de las más escasas de los últimos decenios. El
resultado es obvio: no hay trabajo.
Esa mano de
obra indispensable para poder sostener la consabida dieta mediterránea se ve
obligada a practicar una dieta mucho menos saludable: la dieta del ayuno
involuntario.
Durante los
años de la burbuja inmobiliaria, los jornaleros perdían el tren del
enriquecimiento rápido que el ladrillo proporcionaba en otros lares. A lo más
que aspiraban era a alcanzar una forma de vida digna, apartada de las
comodidades urbanas y resignada a la austeridad, pero digna a fin de cuentas.
Hipócritamente
vilipendiado por la burguesía más rancia, el campo ha seguido cubriendo
nuestras necesidades básicas, a pesar de los abusos que han soportado esos
mismos productores que, un año tras otro, han visto en las estanterías de los
supermercados unos precios cuarenta veces superiores a los que ellos percibían
de los intermediarios.
Hace unos
días, en Carcabuey (Córdoba), los trabajadores del campo se encerraban en la
sala de plenos de su ayuntamiento con la esperanza de ser escuchados. Los
informativos apuntan el objetivo hacia otro lado y besan con devoción la mano
que les da de comer. El año que viene, esos pudientes que desprecian a los
trabajadores del campo, tendrán que aliñar las ventrescas y el jamón con aceite
de importación. A ellos qué les importa que esas lejanas gentes de los olivares
pasen apuros.
La vida de
la mayor parte de los campesinos es dura. Eso es algo que ignoran aquellos que
destinan buena parte de un dinero que no les pertenece a salvarles el
patrimonio a los banqueros. Hay quien clama desde el foro que se corten las
subvenciones al campo, pero no dice nada del restaurante del Congreso de los
Diputados, donde sus señorías se dan el filete por tres euros y ochenta
céntimos. Para sus señorías es indigno viajar en clase turista; ¿qué opinarían
entonces de acudir al trabajo en el remolque de un tractor? Y eso en el mejor de los casos, porque
cuando no hay trabajo, el remolque del tractor es un milagro del cielo.
Los medios guardan silencio. Entretienen a los usuarios con cháchara y balompié. Lo malo del silencio es que tiene demasiados cómplices.