Adolf Hitler estaba
convencido de pertenecer a una raza suprema. Era, por así decirlo,
el apóstol de la supremacía y, lógicamente, abogaba por la
desaparición de las razas inferiores. Había que buscarse un enemigo
y fijó el punto de mira en los judíos, en los gitanos y en los
homosexuales. Ahora puede sonarnos ridículo pero, en su momento,
convenció a mucha gente con un discurso implacable que hizo
desembocar a Europa en una de sus mayores tragedias.
Resulta cuando menos
curiosa la capacidad de las sociedades para olvidar lo que no
interesa recordar.
Iosif Stalin era en
sí mismo el ser supremo. Un tipo sin complejos. Digamos que él era
la encarnación de la unión soviética. El que estuviera dispuesto a
dar la vida por la URSS, lo hacía también por Stalin. Este
simpático georgiano se las apañó para convertir el marxismo en una
cosa terrorífica. Y creó un modelo de supremacía que hoy practica
a las mil maravillas un tal Kim Jong Un, que es presidente de Corea
del Norte por derecho de sangre. La sangre, por ende, la vierten los
demás.
Henry Ford creó un
modelo de producción donde el hombre no era tan importante como la
máquina. A partir de ese momento, tal vez incluso antes, el obrero
es una cosa fungible que sirve a los intereses del capital. El
capital tiene nombres y apellidos, pero son unos cuantos y hoy no
estoy para hacer listas de plutócratas.
Winston Churchill,
tenía muy claro que los blancos eran muy superiores a los negros, a
los indios de América y a los aborígenes. El blanco occidental,
según Winston, tiene derecho a ir por ahí ocupando los terruños de
otras civilizaciones -a su entender- menos evolucionadas.
El papa Urbano II,
sentenció que los llamados lugares sagrados
debían pertenecer al orbe cristiano. Y si había que matar a los
habitantes de Jerusalén,
pues se les mataba y a otra
cosa. Dicho y hecho. De
ahí viene la entrañable amistad entre musulmanes, judíos
y cristianos.
Donald
Trump, no tiene por qué discutir con nadie. Él es el dueño del
mundo y, obviamente, el mundo es suyo. Lo puede hundir si le apetece,
que para eso está. Eso sí, no todo el mundo puede entrar en los
Estados Unidos de América, la tierra de la abundancia donde hay, más
o menos, cuarenta millones de indigentes.
Tomás
de Aquino, escribió que la mujer no es totalmente
humana. La condición humana –según el santo varón-
es cosa de hombres, y
la mujer está para servir al hombre y para traer prole al mundo. Una
prenda de muchacho, y además no era el único. Saulo
de Tarso (San
Pablo para
los amigos)
se le adelantó desposeyendo a la mujer de dignidad y derecho. Y este
genio se inventó la base de la doctrina de la religión dominante.
San
Pablo declara excluidos
del reino de los cielos a los impuros,
idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros,
borrachos, ultrajadores y rapaces, o
sea, prácticamente a todo el mundo. No dice nada de los pederastas;
por algo será.
El
supremacismo
nacional
– muy extendido desde la invención de la patria- se basa en el
amor a lo de dentro y el desprecio a lo de fuera. Para el
supremacismo serbio, en la antigua Yugoslavia sobraba todo el que no
fuera serbio y cristiano, y
lo que sobra se extermina.
Buena parte de los abertzales
consideran que el ciudadano
español es un ser inferior; más
que hombres semejan simios
dijo
Sabino Arana (entre otras perlas) de los maketos.
El honorable
Torra
tiene muy claro que el catalán es cultural, política y
genéticamente, muy
superior
al resto de los habitantes de la Península Ibérica. Del
andaluz, dijo una vez Pujol, que no servía para pensar.
En
todos estos modelos de supremacismo, la asignatura de Historia que se
imparte en los colegios es un mero instrumento propagandístico, que
utiliza la mentira (o la postverdad) como herramienta de
dogmatización. Esta
estrategia para
ganar adeptos
no es muy diferente al adoctrinamiento establecido en cualquier
régimen totalitario.
Que
sepamos, entre los seres más inteligentes que podamos constatar,
tenemos a Albert Einstein, que era judío, vaya
por dios,
y a Maria
Salomea Skłodowska
que, tuvo dos premios Nobel, uno en física y otro en química y que
parió, crió
y educó
a Irene Curie, que también fue premio Nobel de Química, aunque no
le hacía ascos a la física. Si no me equivoco, las dos eran
mujeres. Vamos, estoy casi seguro. A
lo mejor no tenían alma, como se sentenció en el Concilio de
Trento, pero se ve que inteligencia tenían más que
el de Aquino y el de Tarso juntos. Lo
de tener o no tener alma es algo tan etéreo...
Nelson
Mandela, el último gran estadista de la
historia era,
curiosamente, de color negro. A despecho de Churchill, no le devolvió
a los blancos ni una sola de las atrocidades que ellos cometieron con
los negros de Sudáfrica. El himno de aquel país, dice Osi
siquelele África, que
en la lengua de Cervantes (que no era catalán pero admiraba el
Tirant lo Blanc)
viene a decir “Dios bendiga a África”, no solo a los negros,
sino a todo el continente africano. Es
un himno nacional que canta a todo un continente.
No
eran arios;
Franz Kafka, Gustav Mahler, Lou Andreas Salomé, Mark
Twain, Leonard Bernstein, Amin
Maalouf, Naguib Mafouz.
No
eran blancos:
Alejandro Dumas, Pushkin, Toni Morrison, Nelson
Mandela (ya lo cité antes, lo sé), Dereck
Walcott,
Wole
Soyinca.
No
eran heterosexuales;
Rimbaud, Lorca, Nureyev, Thomas Mann, Marguerite Yourcenar, Gloria
Fuertes, Freddie Mercury, Tchaikovsky,
Gertrude Stein, Virginia Woolf, Oscar
Wilde, Sviatoslav Richter, Alan Turing….
Muchos
de ellos lo pasaron realmente mal por ser maricas,
negros, bolleras, judíos, moros, impíos,
ateos o
varias cosas a la vez. En su momento fueron seres anómalos para unas
sociedades donde la excelencia era vista como el peor de los pecados.
Alan
Turing, el matemático que volvió locos a los espías nazis, y
que es considerado como padre de la informática, fue premiado con la
castración química y terminó suicidándose.
Su
gran pecado era no
pertenecer.
La pertenencia implica la abolición del individuo en pos del
adocenamiento. La pertenencia o la identidad ideológica, es sinónimo
de
muerte del yo esencial.
Antes que hijos de una patria, cada uno de nosotros somos pura
fascinación por la vida, por el instante y por la
enorme diversidad que nos conforma como personas. La
pertenencia no se discute porque es una cuestión
de fe,
y la fe no admite razonamientos.
Otra
cosa es lo que nos quieran hacer creer.
Siempre es un placer leerte, pepelui
ResponderEliminarSi no fuera porque sé a ciencia cierta que no te has leído Persona y democracia, de María Zambrano, diría que esto es un plagio. Pero no, sé que no es un plagio, pero lo curioso es que decís lo mismo, lo del princpio, lo de la primacía. Curioso ¿no?
ResponderEliminarSe te ha olvidado destacar el supremacismo español. Y por otro lado, Toni Morrison sigue viva (¡larga vida a Toni Morrison!) así que no sería "no eran" sino "no son". Besos
ResponderEliminarTienes una gran oportunidad para hablar de él. Todo tuyo.
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