Hace
pocos días se nos quedaba cara de idiota con la (¿sorprendente?)
decisión de nuestro inefable gobierno autonómico de permitir la
edificación de un hotel de cuatro estrellas con treinta habitaciones
en las inmediaciones de la Bahía de los Genoveses. El Cabo de Gata
lleva decenios soportando la presión de la codicia y la insensatez
de nuestra clase política. Y digo "nuestra" porque soy
consciente de que existen países donde los políticos son respetados
por los ciudadanos a quienes sirven. La razón no es otra que la de
supeditar el ejercicio del poder al hondo principio del servicio
público.
En
nuestro país la democracia se sustenta sobre una legión de
profesionales de la arbitrariedad (a los hechos me remito) que
aprovechan la menor ocasión para recortar salarios (los suyos no) y
potenciar la evasión fiscal, sobre todo en el caso de las grandes
fortunas. Y ahí es donde me chirrían las entendederas, pues por un
lado veo enarbolar banderas patrias a los mismos que, por otro lado,
mantienen sus cuentas en paraísos fiscales o se esconden en
sospechosas sociedades para contribuir con lo mínimo.
Miguel
Maura, católico y de derechas, señaló en los años treinta la
existencia de una derecha cavernaria, nostálgica de tiempos
pretéritos de feudalismo y delirantes privilegios, que hoy vuelve a
resurgir al son de soflamas aporafóbicas, amor patrio y desprecio
por la otredad. Por otra parte ha surgido otra izquierda hipócrita
de dedo acusador, que habla de castas mientras se agencia un buen
chalé a las primeras de cambio.
No
voy a olvidar las honrosas excepciones que constituyen los muchos
políticos locales de municipios pequeños que entregan su tiempo sin
percibir sueldo alguno, o percibiendo una paga simbólica. Quiero
creer que entre la maleza siempre habrá personas de entereza ética,
como las hubo en un pasado no tan remoto. Hoy, cuando las cuadrillas
sindicalistas han cambiado el canto de "a las barricadas"
por "a las mariscadas" no olvido que un tal Marcelino
Camacho se pasó buena parte de su vida en la cárcel por defender
unos principios que en nuestros días son básicos, aunque no siempre
respetados. Camacho vivió hasta sus últimos días en un piso de
protección oficial, exento de lujos y en la más pura coherencia.
Tuvimos
buenos políticos en el pasado. Esquilache con Carlos III o Azaña
durante la II República. A uno lo echamos de España a pedradas y a
otro a cañonazos. Luego, la historia oficial se ocupó de cubrir su
recuerdo con varias capas de mentiras.
En
los albores del estado de derecho, el buen Enrique Tierno Galván
tuvo el desliz de afirmar que las promesas electorales están para
incumplirlas. Craso error: tal afirmación es hoy ley y protocolo de
todos los partidos políticos, de nuevo salvando raras excepciones.
Cierto
que nuestros políticos son el reflejo de una sociedad carente de
moral, sentido del civismo, y conciencia social. Somos súbditos en
sentido estricto y no ciudadanos. Quiero recordar que, en estos
momentos, decenas de miles de desalmados abandonan a esos mismos
perros que les han dado la posibilidad de pasear durante el llamado
confinamiento. Pero eso se ha podido cambiar en cuarenta años de
democracia, potenciando la educación y el respeto a los valores
eternos, como ha sucedido en Finlandia. Por supuesto, eso no les
convenía a los de arriba, porque unos ciudadanos con criterio, con
conocimiento crítico de la Historia y con ideas en lugar de
ideologías, son mucho más difíciles de embaucar con las
paparruchas infantiles de campañita electoral.
Hace
unos años, un periódico local publicaba el resumen de los programas
electorales de los tres candidatos a alcalde de la ciudad donde vivo.
Uno prometía la olimpiada de invierno, mientras el segundo
garantizaba una exposición universal, y la tercera entendía que la
ciudad necesitaba mayor participación ciudadana. Por supuesto los
dos primeros proyectos eran caramelos para ilusos, entre otras cosas
porque nunca estuvo en manos de los candidatos la posibilidad de
realizarlos, pero también encerraban una trastienda para la
voracidad de los especuladores.
La
tercera candidata -la única mujer en liza- estaba pidiendo el
compromiso de los ciudadanos, y los ciudadanos (súbditos) no tenían
ganas de meterse en camisas de once varas, además de que aquello
empezaba a oler a república -res pública,
la cosa pública- ese sistema donde todos somos estado y el estado
está al servicio de todos.
Por
supuesto, el sillón de la alcaldía fue para el candidato olímpico
y, también por supuesto, no hubo olimpiadas, sino un patético
sucedáneo que no tuvo mayor repercusión.
Tengo
por seguro que si el estado cumpliera con su deber de proporcionar
una educación de calidad, esto se traduciría en una conciencia
social de compromiso, en un arrinconamiento del sexismo, en mayor
desarrollo de la investigación científica, en una sanidad pública
de referencia, en una cultura libre de intervencionismos, y en
definitiva en la sensibilización del individuo hacia el respeto y el
diálogo, porque eso es la democracia: poder resolver las diferencias
por medio del diálogo.
El
Cabo de Gata es mágico por muchas razones: porque está desnudo,
porque no tiene chiringuitos a pie de playa, porque el agua es
transparente y aún pueden verse posidonias en el fondo, porque es
obra de la naturaleza y, sobre todo, porque la clase política no ha
conseguido destruir su esencia... al menos por el momento.
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