Hay algo en la lluvia que nos hace vulnerables, algo que nos incita a retornar a los territorios de la infancia, ya saben, ese instante tan efímero en que la existencia nos parece dotada de eternidad; aquellos charcos que estaban ahí para meter los zapatos, los amores prohibidos que ni uno mismo sería capaz de reconocer, las preguntas sin respuesta que flotaban en el aire.
Bajo la lluvia echo de menos ese acto de desobediencia que practicaba cuando iba al trabajo en bicicleta, esa dulce canallada de atravesar la plaza solitaria con la inercia de mis ruedas. No era difícil sentirse un privilegiado al deslizarse aún de noche por las calles casi vacías del centro de mi ciudad, provocando un revuelo de palomas a nuestro paso, canturreando como Tom Waits tras una larga noche de baladas y tragos, como si aún tuviera uno la capacidad de enamorarse, sin caer en la cuenta de que llevo más de veinte años conculcando los preceptos que marcan la existencia del buen obediente.
Quizá esa sensación de andar transgrediendo mandamientos sea lo que hace que la niñez vuelva a fluir por mi sangre, ese deseo de sacar la lengua a lo establecido, de multiplicar el silencio con otro silencio, de beberme las gotas de lluvia y sonreír sin motivo; quizá esa magia, digo, de cortar el aire con las delgadas ruedas del velocípedo, sea una excusa para sentir palpitar la vida dentro de mi pecho aunque también sea consciente de que la vida empezó hace tiempo su declive.
Hace más de veinte años, tal vez muchos más, que pedaleo alegre hacia la indigna servidumbre de la productividad, tan solo porque habrá que alimentarse para poder seguir escribiendo, y todavía siento que el pulso se me acelera cuando veo a los jóvenes subir a golpe de pedal la rampa de sus anhelos.
Y no dejo de preguntarme qué nos estará pasando para habernos dejado convencer de que la madurez consiste en dejar de soñar. ¿Nos habremos vuelto tan adocenados que confundimos la elegancia con la apariencia?
La vida es demasiado corta como para desperdiciar el tiempo. Lo dijo el gran Henry David Thoreau, y yo aquí lo repito: ¡como si se pudiera matar el tiempo sin dañar la eternidad!
La lluvia me pone melancólico. No triste, sino melancólico. Me recuerda al Vivaldi del Concierto para Mandolina.
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